La Palabra de Dios sigue hablándonos de la fe en la
Resurrección como de un largo y no sencillo proceso. La muerte de Cristo, que
sembró de desconcierto y desánimo a los discípulos, provocó también su
dispersión.
El escenario de las apariciones cambia de Jerusalén a
Galilea. Parece que, pese a las experiencias del Resucitado de los primeros
momentos, los discípulos regresan a casa, a la vida cotidiana, a las
ocupaciones de siempre. Algunos siguen vinculados, tal vez los galileos, y
entre ellos Pedro parece seguir teniendo cierta autoridad, pues de él parte la
iniciativa de ir a pescar: la vuelta a casa parece representar la vuelta a la
vida de antes, volver a ser sólo un pescador de peces.
Pero la marcha a Galilea puede tener otra clave de lectura.
La ofrece Marcos, en cuyo evangelio los ángeles mandan decir a los discípulos
que vayan a Galilea: “allí lo verán” (Mc 16, 7).
Si el episodio de Tomás nos recuerda que el lugar para poder
ver al Señor es la comunidad, en la que se ingresa por el bautismo, que es el
tema de reflexión de la segunda semana de Pascua, ahora la atención se fija en
la Eucaristía. El bautismo es el momento del “primer amor”, la novedad de la
fe, el sentirse una criatura nueva al nacer del agua y del espíritu. Y la
eucaristía es el sacramento de la vida cotidiana. La vida cotidiana, el
terruño, Galilea, las ocupaciones de siempre, la pesca en el lago… Todo eso
puede ser, ciertamente, el lugar de la dimisión, del olvido y el abandono de lo
que pareció un gran sueño. En la vida cotidiana puede ser “de noche” (cf. Jn
21,3), no se ve nada y esas ocupaciones cotidianas parecen estériles: no
pescaron nada. Pero también en la vida cotidiana amanece, llega la luz, también
ahí es posible “ver al Señor”. Él mismo se hace el encontradizo, llama e
invita, y prepara para nosotros el pan.
La luz de la madrugada permite ver, pero no siempre es
posible reconocer… Es lo que les sucede (otra vez) a los discípulos: ven sin
reconocer. Es una fe todavía insegura, inmadura, vacilante: por eso Jesús los
llama “muchachos”. Pero la presencia incluso no reconocida de Jesús hace que
las cosas cambien: el lago y el trabajo cotidiano dejan de ser el lugar de la
dimisión para convertirse en misión, la esterilidad se hace abundancia,
Galilea, el pequeño mundo, se ensancha y abarca el mundo entero; la red se
llena de 153 “grandes”. Unos dicen que son las especies de peces conocidas
entonces, otros que el número de naciones de la antigüedad… La red abarca al
mundo entero, no excluye a nadie, vincula a todos sin importar las diferencias
y, pese a ello, no se rompe.
De hecho, los entendidos dicen que en el Evangelio de Juan y
especialmente en estos últimos capítulos se refleja la integración de la
comunidad del discípulo amado en la gran Iglesia, la que acepta la autoridad de
Pedro. La Iglesia en misión, en efecto, une a la institución y a los carismas,
a los que dirigen (“vamos a pescar”) y a los carismáticos que reconocen la
presencia del Señor (“es el Señor”), sin rupturas, porque la red es, tiene que
ser, elástica y abierta.
Los discípulos reconocen y confiesan por boca del discípulo
amado y se reencuentran con el Señor Resucitado, que les devuelve su dignidad
de apóstoles: Simón, que desnudo es sólo Simón, se reviste con la túnica que
hace de él Pedro, la Roca, y dejando atrás todo temor se lanza al mar, al mundo
en que ha de ser de nuevo pescador de hombres, sin dejarse asustar ya más por
las dificultades y persecuciones que habrá de afrontar a causa de esta otra
pesca, como leemos en el texto de los Hechos de los Apóstoles
El final de este evangelio, el episodio de la triple
pregunta de Jesús a Pedro, nos recuerda que, en efecto, sólo en el amor es
posible realizar la misión que el Señor nos confía, y que sólo en el amor es
posible madurar como discípulo: “cuando seas viejo...”. Para dejar de ser sólo
“unos muchachos” y alcanzar la madurez es preciso dejarse interrogar por este
Cristo, herido con las huellas de la pasión (el Cordero degollado del libro del
Apocalipsis), y responder, siendo consciente de las propias heridas: también
Pedro se presenta ante Jesús herido por su orgullo, su cobardía y sus traiciones.
Pero esas heridas pueden ser curadas por el misterio del amor, que lleva a la
entrega confiada. La insistencia en la pregunta de Jesús parece subrayar: ¿de
verdad me amas? El verdadero amor hay que probarlo superando muchas
dificultades, también las que derivan de la propia debilidad. Pero sólo en esa
insistencia, que puede llegar a producirnos tristeza, es posible responder
desde el fondo del propio ser, en el que habita la verdad de nuestra vida, y no
sólo de boquilla, como mero artículo de fe o de modo puramente formal. La
llamada de Jesús, “sígueme”, suena otra vez pero de manera nueva, el camino se
reabre: Pedro (el discípulo probado, maduro) puede de verdad cumplir su misión
de pastorear el rebaño de Jesús, porque ahora está dispuesto, como el Buen Pastor,
a dar la vida por las ovejas.
La madurez del discipulado es posible en la fidelidad y la
perseverancia. Por eso la Eucaristía es el sacramento de la vida diaria. Los
símbolos usados: la Palabra, el pan y el vino, nos hablan de la cotidianidad.
En la vida cotidiana estamos asediados por la rutina, el aburrimiento, por mil
dificultades: la primera lectura nos recuerda las primeras dificultades y
persecuciones contra la naciente Iglesia; y sólo si hay perseverancia,
fidelidad y constancia es posible seguir adelante, atravesar la noche, ver la
luz del amanecer, “ver” al Señor.
Durante esta semana la Iglesia lee y medita en la Eucaristía
diaria el discurso de Jesús del pan de vida (Jn 6). Comer el pan y beber la
sangre, participar de la persona y la vida de Jesús, alimentar nuestra fe. Pero
no es tan fácil. Muchos no entendieron, se echaron atrás “y ya no andaban con
Él” (cf. Jn 6, 66). También hoy nos pasa. Nos parece que la misa es aburrida,
no nos dice nada, no “vemos” nada ni “sacamos nada de ella” (como en la estéril
noche de pesca de los discípulos). Pero es que hay que perseverar, ser fiel,
atravesar la noche, confiar en que llegará la madrugada, en que vislumbraremos
al Señor, con una fe tal vez vacilante (“muchachos”), pero que será posible
reconocerlo, hacer una pesca abundante, llegar a la madurez también en la fe,
descubrir que tenemos una misión que realizar, que, pese a todo, también pese a
las heridas que la vida nos ha producido, podemos amar a Jesús y confiarnos a
Él.
Y es que también en Galilea, en lo ordinario de la vida, es
posible ver al Señor y encontrarse con él.
(Fuente:
ciudadredonda.org)
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