A LOS JÓVENES DEL MUNDO CON OCASIÓN DE LA XXIV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2009
«Hemos puesto nuestra esperanza en el Dios vivo» (1 Tm 4,10)
En Sydney, nuestra atención se centró en lo que el Espíritu Santo dice hoy a los creyentes y, concretamente a vosotros, queridos jóvenes. Durante la Santa Misa final os exhorté a dejaros plasmar por Él para ser mensajeros del amor divino, capaces de construir un futuro de esperanza para toda la humanidad. Verdaderamente, la cuestión de la esperanza está en el centro de nuestra vida de seres humanos y de nuestra misión de cristianos, sobre todo en la época contemporánea. Todos advertimos la necesidad de esperanza, pero no de cualquier esperanza, sino de una esperanza firme y creíble, como he subrayado en la Encíclica Spe salvi. La juventud, en particular, es tiempo de esperanzas, porque mira hacia el futuro con diversas expectativas. Cuando se es joven se alimentan ideales, sueños y proyectos; la juventud es el tiempo en el que maduran opciones decisivas para el resto de la vida. Y tal vez por esto es la etapa de la existencia en la que afloran con fuerza las preguntas de fondo: ¿Por qué estoy en el mundo? ¿Qué sentido tiene vivir? ¿Qué será de mi vida? Y también, ¿cómo alcanzar la felicidad? ¿Por qué el sufrimiento, la enfermedad y la muerte? ¿Qué hay más allá de la muerte? Preguntas que son apremiantes cuando nos tenemos que medir con obstáculos que a veces parecen insuperables: dificultades en los estudios, falta de trabajo, incomprensiones en la familia, crisis en las relaciones de amistad y en la construcción de un proyecto de pareja, enfermedades o incapacidades, carencia de recursos adecuados a causa de la actual y generalizada crisis económica y social. Nos preguntamos entonces: ¿Dónde encontrar y cómo mantener viva en el corazón la llama de la esperanza?
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