Cierta mañana de la Fiesta de Todos los Santos, una
periodista llamó por teléfono a un cura de parroquia. Quería solicitarle
algunos datos, en previsión de una intervención que le tocaba hacer por la
radio, acerca del sentido de la fiesta que hoy celebramos, a la que ella
llamaba, la Fiesta de los Difuntos. Esta periodista quedó desconcertada cuando
el cura le explicó que, para los cristianos, la Fiesta de Todos los Santos no
era la de los difuntos, sino la de los vivos para siempre.
La Fiesta de Todos los santos no es la fiesta de la
tristeza, sino la de la dicha, de la vida; una de las grandes festividades de
la esperanza, junto con Navidad, Pascua y Pentecostés.
Esta mañana, al invitarles a celebrar la felicidad de los
Santos, quisiera recordarles que ser santo es ser dichoso. Esta es la santidad
a la que Cristo nos llama, porque quiere que seamos felices y que lo seamos
eternamente. . Ahora bien: ¿cómo llegar a ser santo, cómo andar en busca de
esta felicidad en el mundo actual? ¿Cómo acoger a Dios en nuestras vidas,
cuando, en nuestro alrededor, más y más personas, amigos y allegados, viven
como si Dios no existiera o, al menos, como si hubiese perdido toda
importancia?
Busquemos la respuesta en esta página de Evangelio que abre
el sermón pronunciado por Jesús en la montaña.
Las Bienaventuranzas son una especie de retrato del hombre
feliz, del hombre colmado, del hombre bendito. Por cierto, en primera
instancia, este retrato no es el de Uds., ni el mío, ni siquiera el de todos
los santos que celebramos hoy. El retrato que Mateo nos dibuja aquí, es el
retrato del Santo por excelencia, del único verdaderamente santo, Jesucristo.
En una de sus encíclicas, Juan Pablo II decía que las Bienaventuranzas son como
el “autorretrato de Cristo”.
El pobre por excelencia es Él. Él, a pesar de ser dueño del
cielo y de la tierra, ha sido obediente hasta la muerte, y la muerte en una
cruz.
Él es el manso y humilde de corazón, el misericordioso, el
de corazón puro, el pacífico, el que tiene hambre y sed de justicia, el que
padece persecución.
Podríamos decir que, contemplando a Jesús, no hay más que
una bienaventuranza, en la que se resumen todas las demás: ¡Dichosos los que
los que aman, los que lo hacen verdaderamente, los que aman hasta el final.
Estos serán colmados de felicidad.
En su estela, hay todos aquellos bienaventurados, los santos
grandes y pequeños, los conocidos y los desconocidos, los reconocidos o
ignorados, que pueblan nuestra historia. Los santos anónimos, los que no están
registrados y cuyo secreto amor sólo es conocido por Dios. Por ejemplo, acaso
tal abuelo o abuela que veló por nuestra infancia y que, más allá de la muerte,
sigue cuidándonos.
Los santos no son ídolos, sino modelos; son hombres y
mujeres que, de una u otra forma, supieron encontrar el tiempo para contemplar
a Aquél cuyo retrato resaltan las Bienaventuranzas: Jesucristo. Ellos lo
tomaron como modelo y se dejaron moldear por Él. De ahí que, a través de ellos,
podamos identificar la huella de la dicha divina, de ésa que Dios nos invita a
compartir.
Claro está que esa dicha que Dios nos promete, requiere
ciertas condiciones, especialmente una que, desgraciadamente, hoy no está muy
de moda: el amor al silencio. El silencio no es una consigna ni una disciplina
que uno se impone. El silencio es alguien a quien se mira, en quien se vive. Es
imposible descubrir la proximidad de Dios en nuestra vida, si no aceptamos el
silencio. Uno queda admirado, en los monasterios, por la densidad y calidad de
ese silencio. ¡ Allí se tiene la impresión de que el silencio está
personificado, que es una vivencia y que la liturgia surge como el himno del
silencio!
Creo que si queremos preservar nuestro equilibrio, si
queremos ser en el mundo fermento de una paz cristiana, tenemos que aprender –
o volver a aprender – a amar el silencio. Si queremos ser felices, busquemos la
felicidad junto a Aquél que es su fuente; hagamos tiempo para contemplar a
Cristo, largamente, pacientemente. Dicha contemplación sólo puede realizarse en
el silencio, el cual hace posible la oración.
¿Por qué la oración se nos ha hecho tan difícil? Porque
vivimos asomados a un balcón, allí donde nos llega todo el bullicio de la
ciudad y del mundo, allí donde no establecemos sino relaciones furtivas, de
curiosidad.¡Cuántas veces no hemos estado tentados de decir: no sé rezar; ya no
sé rezar!
Al respecto, permítanme que les relate este viejísimo cuento
judío de un anciano que rezaba fervorosamente. El rabino, impresionado por la
piedad del anciano, se le acerca, para tratar de comprender el secreto de su
piedad. Y, sorpresa, se da cuenta de que el anciano estaba recitando el
alfabeto. Entonces, con tono de reproche, le pregunta: “¿qué estás diciendo?”.
A lo que el anciano contestó: “ya ves, rabí, yo soy pobre, no tengo mucha
instrucción y no quiero disgustar a mi Creador. Por lo tanto, le ofrezco las
letras del alfabeto, para que las use y él mismo componga la oración que le
gustaría oir”.
¡Qué asombrosa oración aquella! ¡Y qué afortunado regalo
para los días de cansancio y para los verdaderos momentos de abandono!
En esta Fiesta de Todos los Santos y en vísperas del Día de
los Difuntos, mientras muchos de Uds. irán al cementerio para depositar una
flor ante una tumba y rezar por un difunto, recuerden que Dios nos llama a la
felicidad, a la auténtica felicidad. Recuerden que ésta nunca se nos da de
inmediato; se fracciona en una multitud de alegrías provisionales y parciales.
Debemos aprender a vivir con esas minúsculas alegrías.
Una de las claves de la felicidad consiste en hacer del
tiempo un amigo. La paciencia, el arte de la espera, es una cualidad bíblica.
Dejemos que el tiempo haga su obra, tan necesario para que todo fruto madure en
nosotros.
Mons. André Dupuy
Nuncio Apostólico
ante la Comunidad
Europea
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