Queridos hermanos y hermanas:
Cada año, a través de la Madre
Iglesia, Dios «concede a sus hijos anhelar, con el gozo de habernos purificado,
la solemnidad de la Pascua, para que […] por la celebración de los misterios
que nos dieron nueva vida, lleguemos a ser con plenitud hijos de Dios»
(Prefacio I de Cuaresma). De este modo podemos caminar, de Pascua en Pascua,
hacia el cumplimiento de aquella salvación que ya hemos recibido gracias al
misterio pascual de Cristo: «Pues hemos sido salvados en esperanza» (Rm 8,24).
Este misterio de salvación, que ya obra en nosotros durante la vida terrena, es
un proceso dinámico que incluye también a la historia y a toda la creación. San
Pablo llega a decir: «La creación, expectante, está aguardando la manifestación
de los hijos de Dios» (Rm 8,19). Desde esta perspectiva querría sugerir algunos
puntos de reflexión, que acompañen nuestro camino de conversión en la próxima
Cuaresma.
1. La redención de la creación
La celebración del Triduo Pascual
de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, culmen del año litúrgico, nos
llama una y otra vez a vivir un itinerario de preparación, conscientes de que
ser
conformes a Cristo (cf. Rm 8,29) es un don inestimable de la misericordia
de Dios.
Si el hombre vive como hijo de Dios, si vive
como persona redimida, que se deja llevar por el Espíritu Santo (cf. Rm 8,14),
y sabe reconocer y poner en práctica la ley de Dios, comenzando por la que está
inscrita en su corazón y en la naturaleza, beneficia también a la creación,
cooperando en su redención. Por esto, la creación —dice san Pablo— desea
ardientemente que se manifiesten los hijos de Dios, es decir, que cuantos gozan
de la gracia del misterio pascual de Jesús disfruten plenamente de sus frutos,
destinados a alcanzar su maduración completa en la redención del mismo cuerpo
humano. Cuando la caridad de Cristo transfigura la vida de los santos
—espíritu, alma y cuerpo—, estos alaban a Dios y, con la oración, la
contemplación y el arte hacen partícipes de ello también a las criaturas, como
demuestra de forma admirable el “Cántico del hermano sol” de san Francisco de
Asís (cf. Enc. Laudato si’, 87). Sin embargo, en este mundo la armonía generada
por la redención está amenazada, hoy y siempre, por la fuerza negativa del
pecado y de la muerte.
2. La fuerza destructiva del pecado
Efectivamente, cuando no vivimos
como hijos de Dios, a menudo tenemos comportamientos destructivos hacia el
prójimo y las demás criaturas —y también hacia nosotros mismos—, al considerar,
más o menos conscientemente, que podemos usarlos como nos plazca. Entonces,
domina la intemperancia y eso lleva a un estilo de vida que viola los límites
que nuestra condición humana y la naturaleza nos piden respetar, y se siguen
los deseos incontrolados que en el libro de la Sabiduría se atribuyen a los
impíos, o sea a quienes no tienen a Dios como punto de referencia de sus
acciones, ni una esperanza para el futuro (cf. 2,1-11). Si no anhelamos
continuamente la Pascua, si no vivimos en el horizonte de la Resurrección, está
claro que la lógica del todo y ya, del tener cada vez más acaba por imponerse.
Como sabemos, la causa de todo
mal es el pecado, que desde su aparición entre los hombres interrumpió la
comunión con Dios, con los demás y con la creación, a la cual estamos
vinculados ante todo mediante nuestro cuerpo. El hecho de que se haya roto la
comunión con Dios, también ha dañado la relación armoniosa de los seres humanos
con el ambiente en el que están llamados a vivir, de manera que el jardín se ha
transformado en un desierto (cf. Gn 3,17-18). Se trata del pecado que lleva al
hombre a considerarse el dios de la creación, a sentirse su dueño absoluto y a
no usarla para el fin deseado por el Creador, sino para su propio interés, en
detrimento de las criaturas y de los demás.
Cuando se abandona la ley de
Dios, la ley del amor, acaba triunfando la ley del más fuerte sobre el más
débil. El pecado que anida en el corazón del hombre (cf. Mc 7,20-23) —y se
manifiesta como avidez, afán por un bienestar desmedido, desinterés por el bien
de los demás y a menudo también por el propio— lleva a la explotación de la
creación, de las personas y del medio ambiente, según la codicia insaciable que
considera todo deseo como un derecho y que antes o después acabará por destruir
incluso a quien vive bajo su dominio.
3. La fuerza regeneradora del
arrepentimiento y del perdón
Por esto, la creación tiene la
irrefrenable necesidad de que se manifiesten los hijos de Dios, aquellos que se
han convertido en una “nueva creación”: «Si alguno está en Cristo, es una
criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo» (2 Co 5,17). En
efecto, manifestándose, también la creación puede “celebrar la Pascua”: abrirse
a los cielos nuevos y a la tierra nueva (cf. Ap 21,1). Y el camino hacia la
Pascua nos llama precisamente a restaurar nuestro rostro y nuestro corazón de
cristianos, mediante el arrepentimiento, la conversión y el perdón, para poder
vivir toda la riqueza de la gracia del misterio pascual.
Esta “impaciencia”, esta
expectación de la creación encontrará cumplimiento cuando se manifiesten los
hijos de Dios, es decir cuando los cristianos y todos los hombres emprendan con
decisión el “trabajo” que supone la conversión. Toda la creación está llamada a
salir, junto con nosotros, «de la esclavitud de la corrupción para entrar en la
gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). La Cuaresma es signo
sacramental de esta conversión, es una llamada a los cristianos a encarnar más
intensa y concretamente el misterio pascual en su vida personal, familiar y
social, en particular, mediante el ayuno, la oración y la limosna.
Ayunar, o sea aprender a cambiar
nuestra actitud con los demás y con las criaturas: de la tentación de
“devorarlo” todo, para saciar nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por
amor, que puede colmar el vacío de nuestro corazón. Orar para saber renunciar a
la idolatría y a la autosuficiencia de nuestro yo, y declararnos necesitados
del Señor y de su misericordia. Dar limosna para salir de la necedad de vivir y
acumularlo todo para nosotros mismos, creyendo que así nos aseguramos un futuro
que no nos pertenece. Y volver a encontrar así la alegría del proyecto que Dios
ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a nuestros
hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera felicidad.
Queridos hermanos y hermanas, la
“Cuaresma” del Hijo de Dios fue un entrar en el desierto de la creación para
hacer que volviese a ser aquel jardín de la comunión con Dios que era antes del
pecado original (cf. Mc 1,12-13; Is 51,3). Que nuestra Cuaresma suponga
recorrer ese mismo camino, para llevar también la esperanza de Cristo a la
creación, que «será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en
la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). No dejemos transcurrir en
vano este tiempo favorable. Pidamos a Dios que nos ayude a emprender un camino
de verdadera conversión. Abandonemos el egoísmo, la mirada fija en nosotros
mismos, y dirijámonos a la Pascua de Jesús; hagámonos prójimos de nuestros
hermanos y hermanas que pasan dificultades, compartiendo con ellos nuestros bienes
espirituales y materiales. Así, acogiendo en lo concreto de nuestra vida la
victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, atraeremos su fuerza
transformadora también sobre la creación.
Vaticano, 4 de octubre de 2018
Fiesta de san Francisco de Asís
(Fuente:
press.vatican.va)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
DEJANOS TU COMENTARIO