La Ascensión del Señor
Fidelidad y apertura
Hace años un afamado teólogo comenzaba su reflexión sobre la
presencia de la Iglesia en el mundo de hoy proponiendo con agudeza una
dialéctica entre identidad y relevancia, dos dimensiones, en apariencia,
incompatibles: si los cristianos tratan de alcanzar relevancia y aceptación
social, han de acomodarse al ambiente entorno, con lo que sacrifican su
identidad cristiana; y si, por el contrario, refuerzan los elementos de su
identidad, tienen el peligro de perder presencia social y convertirse en una
secta. Es claro, y así lo proponía este teólogo, que la verdadera relevancia
del cristiano y de la Iglesia sólo puede alcanzarse sobre la base de una identidad
experimentada y creída. Y esto mismo es lo que les dice Jesús a sus discípulos
antes de su Ascensión. Son palabras que aúnan, admirablemente, las dos
dimensiones: la identidad, el núcleo esencial del mensaje cristiano, el
recuerdo del misterio pascual de la muerte y resurrección del Mesías; y, sin
solución de continuidad, la relevancia, la misión de la Iglesia, que Jesús
confía a sus discípulos, y por la que se abre así al mundo entero.
La íntima unión de las dos dimensiones es esencial. En
primer lugar, porque el contenido de la de no es un sistema ideológico, moral o
religioso más o menos atrayente, sino la vinculación con el Mesías, una persona
de carne y hueso, que realmente ha vivido entre nosotros, ha muerto y ha
resucitado, cumpliendo así el designio salvador de Dios, que es lo que
significan las palabras “así estaba escrito”. Por eso, la misión no se realiza
por medio de la propaganda, la fuerza o los argumentos racionales, sino
mediante el testimonio de aquellos que están vitalmente unidos al maestro:
“vosotros sois testigos de esto”.
Es significativo que la Ascensión tenga lugar en Betania:
lugar de muerte y de vida (cf. Jn 11, 1-43), de amistad con el Maestro, de
contemplación y de servicio (cf. Lc 10, 38-42). Los fuertes vínculos personales
que evoca Betania nos hacen comprender que la Ascensión de Jesús a los cielos
no es una separación. Lucas, teólogo de la historia de la salvación, va
distinguiendo con claridad sus diversos momentos, y ahora señala la línea
divisoria entre el período de la presencia terrena de Jesús, que se prolonga en
cierto sentido durante el tiempo de las apariciones pascuales, y el tiempo de
la misión. Pero, en realidad, la Ascensión marca más que una desaparición, una
nueva forma de presencia que, precisamente por universalizarse en la misión, no
puede tener el carácter visible que vincula a determinado espacio y tiempo. Es
la presencia en el Espíritu, la fuerza de lo alto que ha de revestir a los
discípulos. Ahora bien, el carácter universal de esa presencia no debe llevar a
equívocos: no es una universalidad “abstracta”, limitada al mundo de las ideas,
sino una universalidad concreta, ligada a todo lugar y todo tiempo: ser sus
testigos “en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del
mundo”, sabiendo que Él está con nosotros “todos los días hasta el fin del
mundo” (Mt 28, 20). Gracias a esta nueva forma de presencia, Jesús “sigue
padeciendo en la tierra todos los trabajos que nosotros, sus miembros,
experimentamos”, como nos recuerda San Agustín: él mismo es el perseguido
cuando los cristianos sufren persecuciones (“Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues?” Hch 9, 4); él mismo pasa hambre y sed y penalidades en todo ser
humano que sufre (cf. Mt 25, 34-45). Pero esta forma de presencia también hace
verdad la inversa: si los discípulos estaban “con gran alegría siempre en el
templo bendiciendo a Dios”, es porque, en medio de las dificultades y
contrariedades de este tiempo de misión y testimonio, participan y gozan ya de
las primicias de la victoria de Cristo sobre la muerte. Por eso dice también
San Agustín, hablando de la Ascensión, “que nuestro corazón ascienda también
con él… de modo que gracias a la fe, la esperanza y la caridad, con las que nos
unimos a él, descansemos ya con él en los cielos”.
Entendemos así que, aunque la misión de realiza humildemente
por medio del testimonio de hombres débiles y limitados, no es cosa de la libre
iniciativa o la imaginación humana, sino que es llevada adelante por el
Espíritu Santo. De nuevo descubrimos cómo la apertura y relevancia de la misión
es cuestión de fidelidad al núcleo de la fe confesada y vivida. Sólo desde esa
fidelidad y esa guía del Espíritu es posible, como nos recuerda Pablo, recibir
la sabiduría que ilumina el corazón, comprender vitalmente la esperanza a la
que estamos llamados, la eficacia desplegada por la fuerza de la muerte y
resurrección. Y sólo así la misión podrá evitar las deformaciones a que se
puede ver sometida si nos dejamos llevar de nuestras propias ideas y que, de un
modo u otro, tientan sin cesar a los seguidores de Jesús. La pregunta de estos
en la escena que Lucas reproduce con otros matices al comienzo de los Hechos de
los Apóstoles puede entenderse en este sentido: “Señor, ¿es ahora cuando vas a
restaurar el reino de Israel?” Es una pregunta que sigue denotando a estas
alturas una cierta incomprensión del mesianismo de Cristo y de su misterio
pascual. Es fácil y tentador soñar con la fundación de un determinado sistema,
más o menos teocrático, que establece claras fronteras entre “nosotros y los
demás”, o comprender el testimonio, sea como un místico quedarse mirando al
cielo, o, por el otro extremo, como un programa de pura transformación social
que deja en la penumbra la confesión de fe. Es decir, es fácil caer en la
tentación de subrayar la identidad a costa de la relevancia, o, lo contrario,
buscar formas de relevancia que dejan desvaída la fidelidad al núcleo de la fe.
Pero, como dice Jesús, “no os toca a vosotros poner en cuestión la autoridad de
Dios”, sino realizar la misión encomendada: el testimonio de fe, que aúna
fidelidad y apertura, confesión de fe y compromiso. Y no puede ser de otra
manera, porque la verdad que se transmite por vía de testimonio es posible sólo
cuando se incorpora en la propia persona la verdad testimoniada, que no
consiste en hablar de “algo”, sino de vivir como vivió “alguien”, Jesucristo,
reproduciendo en uno mismo ese núcleo de la fe: dar la propia vida para
alcanzar la Vida.
(Fuente:ciudadredonda.org)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
DEJANOS TU COMENTARIO