La sangre de los mártires no clama venganza, sino que reconcilia. No se presenta como acusación, sino como "luz áurea", según las palabras del himno de las primeras Vísperas: se presenta como fuerza del amor que supera el odio y la violencia, fundando así una nueva ciudad, una nueva comunidad. Por su martirio, san Pedro y san Pablo ahora forman parte de Roma: en virtud de su martirio también san Pedro se convirtió para siempre en ciudadano romano. Mediante el martirio, mediante su fe y su amor, los dos Apóstoles indican dónde está la verdadera esperanza, y son fundadores de un nuevo tipo de ciudad, que debe formarse continuamente en medio de la antigua ciudad humana, que sigue amenazada por las fuerzas contrarias del pecado y del egoísmo de los hombres.
En virtud de su
martirio, san Pedro y san Pablo están unidos para siempre con una relación
recíproca. Una imagen preferida de la iconografía cristiana es el abrazo de los
dos Apóstoles en camino hacia el martirio. Podemos decir que su mismo martirio,
en lo más profundo, es la realización de un abrazo fraterno. Mueren por el
único Cristo y, en el testimonio por el que dan la vida, son uno.
En los escritos del
Nuevo Testamento podemos seguir, por decirlo así, el desarrollo de su abrazo,
de este formar unidad en el testimonio y en la misión. Todo comienza cuando san
Pablo, tres años después de su conversión, va a Jerusalén "para conocer a
Cefas" (Ga 1, 18). Catorce años después, sube de nuevo a Jerusalén para
exponer "a las personas más notables" el Evangelio que proclama, para
saber "si corría o había corrido en vano" (Ga 2, 2). Al final de este
encuentro, Santiago, Cefas y Juan le tienden la mano, confirmando así la
comunión que los une en el único Evangelio de Jesucristo (cf. Ga 2, 9). Un
hermoso signo de este abrazo interior que se profundiza, que se desarrolla a
pesar de la diferencia de temperamentos y tareas, es el hecho de que los
colaboradores mencionados al final de la primera carta de san Pedro -Silvano y
Marcos-, también son íntimos colaboradores de san Pablo. Al tener los mismos
colaboradores, se manifiesta de modo muy concreto la comunión de la única
Iglesia, el abrazo de los grandes Apóstoles.
San Pedro y san Pablo
se encontraron al menos dos veces en Jerusalén; al final, el camino de ambos
desembocó en Roma. ¿Por qué? ¿Sucedió sólo por casualidad? ¿Ese hecho contiene
un mensaje duradero? San Pablo llegó a Roma como prisionero, pero, al mismo
tiempo, como ciudadano romano que, tras su detención en Jerusalén, precisamente
en cuanto tal había recurrido al emperador, a cuyo tribunal fue llevado. Pero
en un sentido aún más profundo, san Pablo vino voluntariamente a Roma.
Con la más importante
de sus Cartas ya se había acercado interiormente a esta ciudad: había dirigido
a la Iglesia en Roma el escrito que, más que cualquier otro, es la síntesis de
todo su anuncio y de su fe. En el saludo inicial de la Carta dice que todo el
mundo habla de la fe de los cristianos de Roma y que, por tanto, esta fe es
conocida por doquier por su ejemplaridad (cf. Rm 1, 8). Y escribe también:
"Pues no quiero que ignoréis, hermanos, las muchas veces que me propuse ir
a vosotros, pero hasta el presente me he visto impedido" (Rm 1, 13). Al
final de la Carta retoma este tema, hablando de su proyecto de ir a España.
"Cuando me dirija a España..., espero veros al pasar, y ser encaminado por
vosotros hacia allá, después de haber disfrutado un poco de vuestra
compañía" (Rm 15, 24). "Y bien sé que, al ir a vosotros, lo haré con
la plenitud de las bendiciones de Cristo" (Rm 15, 29).
Aquí resultan
evidentes dos cosas: Roma es para san Pablo una etapa en su camino hacia
España, es decir, según su concepto del mundo, hacia el borde extremo de la
tierra. Considera su misión como la realización de la tarea recibida de Cristo
de llevar el Evangelio hasta los últimos confines del mundo. En este itinerario
está Roma. Dado que por lo general san Pablo va solamente a los lugares en los
que el Evangelio aún no ha sido anunciado, Roma constituye una excepción. Allí
encuentra una Iglesia de cuya fe habla el mundo. Ir a Roma forma parte de la
universalidad de su misión como enviado a todos los pueblos. El camino hacia
Roma, que ya antes de realizar concretamente su viaje ha recorrido en su
interior con su Carta, es parte integrante de su tarea de llevar el Evangelio a
todas las gentes, de fundar la Iglesia católica, universal. Para él, ir a Roma
es expresión de la catolicidad de su misión. Roma debe manifestar la fe a todo
el mundo, debe ser el lugar del encuentro en la única fe.
Pero, ¿por qué vino a
Roma san Pedro? Sobre esto el Nuevo Testamento no dice nada de modo directo.
Sin embargo, nos da alguna pista. El Evangelio según san Marcos, que podemos
considerar como un reflejo de la predicación de san Pedro, está íntimamente
orientado al momento en el que el centurión romano, ante la muerte de
Jesucristo en la cruz, dice: "Verdaderamente este hombre era Hijo de
Dios" (Mc 15, 39). Junto a la cruz se revela el misterio de Jesucristo.
Bajo la cruz nace la Iglesia de los gentiles: el centurión del pelotón romano
de ejecución reconoce en Cristo al Hijo de Dios.
Los Hechos de los
Apóstoles describen como etapa decisiva para el ingreso del Evangelio en el
mundo de los paganos el episodio de Cornelio, el centurión de la cohorte
Itálica. Por orden de Dios, manda a alguien a llamar a san Pedro, y este,
también siguiendo una orden divina, va a la casa del centurión y predica.
Mientras está hablando, el Espíritu Santo desciende sobre la comunidad
doméstica reunida, y san Pedro dice: "¿Acaso puede alguien negar el agua
del bautismo a estos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?"
(Hch 10, 47).
Así, en el concilio de
los Apóstoles, san Pedro intercede por la Iglesia de los paganos, que no
necesitan la Ley, porque Dios "purificó sus corazones con la fe" (Hch
15, 9). Ciertamente, en la carta a los Gálatas san Pablo dice que Dios dio a
Pedro la fuerza para el ministerio apostólico entre los circuncisos, mientras
que a él, Pablo, para el ministerio entre los paganos (cf. Ga 2, 8). Pero esta
asignación sólo podía estar en vigor mientras Pedro permanecía con los Doce en
Jerusalén, con la esperanza de que todo Israel se adhiriera a Cristo. Ante un
desarrollo ulterior, los Doce reconocieron la hora en la que también ellos
debían dirigirse al mundo entero, para anunciarle el Evangelio.
San Pedro, que según
la orden de Dios había sido el primero en abrir la puerta a los paganos, deja
ahora la presidencia de la Iglesia cristiano-judía a Santiago el Menor, para
dedicarse a su verdadera misión: el ministerio para la unidad de la única
Iglesia de Dios formada por judíos y paganos. Como hemos visto, entre las
características de la Iglesia, el deseo de san Pablo de venir a Roma subraya
sobre todo la palabra catholica. El camino de san Pedro hacia Roma, como
representante de los pueblos del mundo, se rige sobre todo por la palabra una:
su tarea consiste en crear la unidad de la catholica, de la Iglesia formada por
judíos y paganos, de la Iglesia de todos los pueblos.
Esta es la misión
permanente de san Pedro: hacer que la Iglesia no se identifique jamás con una
sola nación, con una sola cultura o con un solo Estado. Que sea siempre la
Iglesia de todos. Que reúna a la humanidad por encima de todas las fronteras y,
en medio de las divisiones de este mundo, haga presente la paz de Dios, la
fuerza reconciliadora de su amor. Gracias a la técnica, que es igual por
doquier, gracias a la red mundial de informaciones, como también gracias a la
unión de intereses comunes, existen hoy en el mundo nuevos modos de unidad, que
sin embargo generan también nuevos contrastes y dan nuevo impulso a los
antiguos. En medio de esta unidad externa, basada en las cosas materiales,
tenemos gran necesidad de unidad interior, que proviene de la paz de Dios,
unidad de todos los que, mediante Jesucristo, se han convertido en hermanos y
hermanas. Esta es la misión permanente de san Pedro y también la tarea
particular encomendada a la Iglesia de Roma.
Queridos hermanos en
el episcopado, quiero dirigirme ahora a vosotros que habéis venido a Roma para
recibir el palio como símbolo de vuestra dignidad y de vuestra responsabilidad
de arzobispos en la Iglesia de Jesucristo. El palio ha sido tejido con lana de
oveja, que el Obispo de Roma bendice todos los años en la fiesta de la Cátedra
de san Pedro, apartándolas, por decirlo así, para que se transformen en un
símbolo para la grey de Cristo, que apacentáis.
Cuando se nos impone
el palio sobre los hombros, ese gesto nos recuerda al pastor que pone sobre sus
hombros la oveja perdida, la cual por sí sola ya no encuentra el camino a casa,
y la devuelve al redil. Los Padres de la Iglesia vieron en esta oveja la imagen
de toda la humanidad, de toda la naturaleza humana, que se ha perdido y ya no
encuentra el camino a casa. El Pastor que la devuelve a casa solamente puede
ser el Logos, la Palabra eterna de Dios mismo. En la encarnación, él nos puso a
todos -la oveja "hombre"- sobre sus hombros. Él, la Palabra eterna,
el verdadero Pastor de la humanidad, nos lleva; en su humanidad, nos lleva a
cada uno de nosotros sobre sus hombros. Por el camino de la cruz nos llevó a
casa, nos lleva a casa. Pero también quiere tener hombres que
"lleven" juntamente con él.
Ser pastores en la
Iglesia de Cristo significa participar en esta tarea, que el palio nos
recuerda. Cuando nos revestimos con él, Cristo nos pregunta: "¿Llevas
también tú, conmigo, a aquellos que me pertenecen? ¿Los llevas a mí, a
Jesucristo?". Y entonces nos viene a la mente el relato del envío de Pedro
por parte del Resucitado. Cristo resucitado une inseparablemente la orden:
"Apacienta mis ovejas" a la pregunta: "¿Me amas más que
estos?". Cada vez que nos revestimos con el palio del pastor de la grey de
Cristo deberíamos escuchar esta pregunta: "¿Me amas?", y deberíamos
dejarnos interrogar sobre el suplemento de amor que espera del pastor.
Así, el palio se
convierte en símbolo de nuestro amor al Pastor Cristo y de nuestro amar con él;
se convierte en símbolo de la llamada a amar a los hombres como él, con él: a
los que están en busca, a los que se plantean interrogantes, a los que se
sienten seguros de sí mismos y a los humildes, a los sencillos y a los grandes;
se convierte en símbolo de la llamada a amarlos a todos con la fuerza de Cristo
y con vistas a Cristo, para que puedan encontrarlo a él y en él encontrarse a sí
mismos.
Pero el palio, que
recibís "desde" la tumba de san Pedro, tiene también un segundo
significado, unido inseparablemente al primero. Puede ayudarnos a comprenderlo
una palabra de la primera carta de san Pedro. En su exhortación a los
presbíteros a apacentar la grey de modo justo, san Pedro se califica a sí mismo
synpresbýteros, con-presbítero (cf. 1 P 5, 1). Esta fórmula contiene
implícitamente una afirmación del principio de la sucesión apostólica: los
pastores que se suceden son pastores como él, lo son juntamente con él,
pertenecen al ministerio común de los pastores de la Iglesia de Jesucristo, un
ministerio que continúa en ellos.
Pero ese
"con" tiene también otros dos significados. Expresa asimismo la
realidad que indicamos hoy con la palabra "colegialidad" de los
obispos. Todos nosotros somos con-presbíteros. Nadie es pastor él solo. Sólo
estamos en la sucesión de los Apóstoles porque estamos en la comunión del
Colegio, en el que tiene su continuación el Colegio de los Apóstoles. La comunión,
el "nosotros" de los pastores forma parte del ser pastores, porque la
grey es una sola, la única Iglesia de Jesucristo.
Y, por último, ese
"con" remite también a la comunión con Pedro y con su sucesor como
garantía de unidad. Así, el palio nos habla de la catolicidad de la Iglesia, de
la comunión universal entre el pastor y la grey. Y nos remite a la
apostolicidad: a la comunión con la fe de los Apóstoles, sobre la que está
fundada la Iglesia. Nos habla de la Ecclesia una, catholica, apostolica y,
naturalmente, uniéndonos a Cristo, nos habla precisamente también del hecho de
que la Iglesia es sancta y nuestro actuar es un servicio a su santidad.
Por último, esto me
hace volver otra vez a san Pablo y a su misión. En el capítulo 15 de la carta a
los Romanos, con una frase extraordinariamente hermosa, expresó lo esencial de
su misión, así como la razón más profunda de su deseo de venir a Roma. Sabe que
está llamado "a ser para los gentiles liturgo de Jesucristo, ejerciendo
como sacerdote el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la oblación de
los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo"(Rm 15,16).
Sólo en este versículo san Pablo usa la palabra «hierourgein» (administrar como
sacerdote) junto con «leitourgós» (liturgo): habla de la liturgia cósmica, en
la que el mundo mismo de los hombres debe transformarse en adoración a Dios, en
oblación en el Espíritu Santo. Cuando el mundo en su totalidad se transforme en
liturgia de Dios, cuando su realidad se transforme en adoración, entonces alcanzará
su meta, entonces estará salvado. Este es el objetivo último de la misión
apostólica de san Pablo y de nuestra misión. A este ministerio nos llama el
Señor. Roguemos en esta hora para que él nos ayude a ejercerlo como es preciso
y a convertirnos en verdaderos liturgos de Jesucristo. Amén.
(Fuente: Benedicto XI Homilia del 29 de junio de 2008)
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