El afán de cada día
El evangelio bien entendido no es un ideal (religioso,
moral, filosófico) alejado de las preocupaciones más
menudas de la vida
cotidiana. No nos ofrece sólo una “cosmovisión” de sentido, o como dicen
algunos, que gustan de palabras solemnes, un “horizonte transcendental”, que en
poco o en nada toca los asuntos más pedestres que nos ocupan cada día. Decimos,
el evangelio “bien entendido”, pero para entender bien el evangelio hay que
estar a la escucha, prestar oídos, acudir al magisterio del maestro del
Evangelio, Jesús de Nazaret.
Jesús nos habla hoy de la sabiduría de la vida. En el marco
del ideal representado por las bienaventuranzas, y sobre el fondo de la
reinterpretación de los mandamientos (los grandes temas de la vida humana), Jesús
toca hoy temas cercanos, los que nos preocupan cotidianamente y los que nos
ocupan de manera habitual, como el alimento y el vestido.
Lo que nos dice Jesús a este respecto puede producirnos, de
entrada, una cierta desazón. Porque lo primero que entendemos de sus palabras
es que no debemos preocuparnos de estas necesidades que, por un lado, son
elementales pero que, además, no están garantizadas. ¿Cómo no preocuparnos de
ellas? ¿Nos exhorta realmente Jesús a despreocuparnos de estas cosas tan
necesarias para la vida? Si atendemos al contexto de las palabras y, sobre
todo, de las acciones de Jesús, no es posible concluir tal cosa. Él mismo se
ocupa de alimentar a los hambrientos, de los que siente lástima (cf. Mt 14,
13-21; 15, 32). No dice “yo ya he alimentado su espíritu, para el alimento del
cuerpo, que se busquen ellos la vida”, como parecen sugerirle los discípulos,
cuando le instaban a que los despidiera para se fueran a buscar comida; al
contrario, les dice
a sus discípulos: “dadles vosotros de comer”. Cuando, en un
gran despliegue de imaginación, nos presenta el grandioso cuadro del juicio
final (cf. Mt 25, 31-46), nos recuerda que el objeto de ese juicio será el
haber atendido a aquellos que padecen necesidad precisamente en estas cosas más
elementales: bebida, comida, vestido, alojamiento, enfermedad. ¿En qué quedamos
entonces? ¿Hay que preocuparse de estas cosas o no, como parece aconsejarnos
hoy?
Estas necesidades son primarias, básicas, pero no pueden ser
las únicas, ni siquiera las más importantes. Sin embargo, su carácter primario
las convierte en las más urgentes: si no les prestamos atención, todas las
demás, incluso las más sublimes, quedan también en el aire. Ahora bien, esta
misma urgencia puede producir en nosotros una preocupación obsesiva que las
eleva al rango de bien supremo al que debe supeditarse todo, y que nos ciega
para otros bienes de hecho más elevados.
Jesús nos da una sencilla indicación que resuelve este
posible conflicto sin menoscabo de ninguno de sus extremos: la vida vale más
que el alimento y el cuerpo más que el vestido. Es decir, nos alimentamos para
vivir, pero no debemos vivir sólo para alimentarnos. Y del mismo modo que el
alimento ha de estar al servicio de la vida, y no al revés, así debe el vestido
servir al cuerpo y no, por el contrario, hacer del cuerpo la mera percha del
vestido, de las apariencias externas. Estas últimas tienen también su
importancia, su valor, pero es un valor subordinado al cuerpo, que no debe
convertirse en un esclavo del vestido, de la figura, la moda, el aparentar,
etc. Así pues, hemos de preocuparnos de esas necesidades en su justa medida,
pero no deben ocupar nuestro corazón
hasta el punto de esclavizarlo, convirtiéndolas en “el señor” que manda en
nuestra vida y cegándonos para lo más importante.
Y, ¿qué es lo más importante? Las palabras de Jesús nos lo
dicen con bastante claridad. Si la vida y el cuerpo importan más que el
alimento y el vestido, que están al servicio de aquellos, significa que
nosotros mismos somos más importantes y valiosos que los medios que nos
procuran sustento y calor. Nosotros, cuerpo y alma, tenemos que ser dueños de
nuestras necesidades y no esclavos de las mismas. Esta importancia que
descubrimos en nosotros mismos, no es una llamada ni al orgullo ni al egoísmo;
al contrario, somos egoístas cuando nos hacemos esclavos de las necesidades
materiales; mientras que, cuando las atendemos pero dominándolas y
sometiéndolas a nuestra dignidad personal, somos capaces de descubrir que esa
importancia y valor que descubrimos en nosotros mismos es la que adorna también
a los demás, depositarios de idéntica dignidad humana. Y, así, somos capaces de
abrirnos a sus necesidades, las de los que pasan hambre y sed, los que están
desnudos, enfermos o solos. Es en esta clave en la que hay que leer la
recomendación de Jesús de “buscar sobre todo el Reino de Dios y su justicia”;
no dice que lo busquemos de manera exclusiva, sino sobre todo, sin renunciar a
las preocupaciones cotidianas (esto es una exigencia de elemental responsabilidad);
“sobre todo” alude a una jerarquía de nuestras búsquedas y preocupaciones. Y es
que el Reino de Dios incluye “su justicia”; y la justicia es un concepto que
abarca necesariamente los bienes materiales, que, de hecho, Jesús parece
asegurarnos si atendemos sobre todo a las exigencias superiores del Reino de
Dios y su justicia: en tal caso, todo lo demás se nos da por añadidura.
Buscar ante todo el Reino de Dios significa elevar nuestra
mirada a “los bienes de allá arriba” (cf. Col 3, 1-4), y descubrir que “el
reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu
Santo” (Rm 14, 17). Cuando hacemos así, aprendemos no a despreciar, sino a
apreciar en su justa medida los “bienes de acá abajo”. Y esa justa medida (la
de la justicia del Reino de Dios) nos los descubre no sólo como fruto de
esfuerzo y conquista, sino también como dones que recibimos agradecidos. Los
bienes de la tierra que remedian nuestra hambre y cubren nuestra desnudez son,
como dice la oración del ofertorio, “fruto de la tierra y del trabajo del
hombre”, que recibimos de la generosidad del Señor, Dios del universo, y a los
que también contribuimos responsablemente. Descubrimos que hay una providencia
divina que se preocupa de sus criaturas, que alimenta a los pájaros y viste con
esplendor a los lirios del campo; y que se preocupa mucho más de las criaturas
que más valen ante sus ojos. El Padre celestial no desconoce ni desatiende
nuestras necesidades; al contrario, como una madre por el hijo de sus entrañas,
y más que ella, así se acuerda de nosotros.
Pero, podemos preguntarnos de nuevo, ¿en qué se revela esa
preocupación, cuando es un hecho que tantos hombres y mujeres del mundo padecen
necesidad? Esa preocupación se revela en Jesucristo que nos comunica la
sabiduría de la vida, la que nos permite satisfacer nuestras necesidades y las
de los demás. Si la búsqueda obsesiva de bienes materiales (dinero, comida,
vestido…) se enseñorea de nosotros y nos esclaviza, esto nos aleja también de
los demás, pues cuando esos bienes necesarios se convierten en los únicos o los
más altos, se produce inmediatamente un ansia insaciable, nunca estamos
satisfechos, todo nos parece poco, y los otros se convierten en objeto de
comparación y envidia, surge la rivalidad y la competencia, pues lo que tiene
otro no puedo tenerlo yo. Pero si, a diferencia de “los gentiles”, siervos de
Mammón, el dios dinero, nos hacemos servidores del Dios autor de los bienes del
cielo y de la tierra, entonces nos convertimos en dueños de nosotros mismos,
capaces de apreciar con agradecimiento y alegría lo que tenemos, aunque sea
poco, lo que cubre nuestras necesidades básicas; y al hacernos servidores de
Dios y dueños de nosotros mismos, como ya hemos dicho, nos convertimos también
en servidores libres de los que padecen necesidad. Los bienes materiales
adquieren una importancia y un valor nuevos: no sólo no son objeto de codicia,
competencia y conflicto, sino ocasión para ayudar, compartir y encontrarse con
los otros. Esta es la justicia del Reino de Dios.
El evangelio de Jesús, como vemos, nos concede una verdadera
sabiduría para la vida cotidiana, un criterio para juzgar y apreciar todos los
bienes, nos da un auténtico “orden del corazón” (un ordo amoris, como decía San
Agustín) que nos hace libres (señores) y, además, nos enseña a disfrutar de la
vida, del cada día que ella nos regala, es verdad que con sus agobios y afanes,
pero que, en virtud de la confiada apertura a la providencia del Padre (y
Madre, nos recuerda Isaías), no nos ahogan, pues se limitan a ser el afán de
cada día. Es decir, Jesús nos enseña a dosificar las necesidades y también los
afanes, sin por ello renunciar a los grandes ideales que deben llenar nuestro
corazón (el Reino de Dios y su justicia). Y es que si somos servidores de Dios
y de los hermanos (administradores de los misterios de Dios, nos recuerda
Pablo), el día a día de nuestra vida es el banco de pruebas de nuestra
fidelidad: el lugar en el que, en el trato con los asuntos (agobios y afanes)
cotidianos, vamos encarnando el Reino de Dios, el ideal evangélico.
(José María Vegas, cmf)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
DEJANOS TU COMENTARIO