"A Teresa de Jesús le conmovía mucho lo que le había
sucedido a Jesús tras su entrada en Jerusalén, y en una Cuenta de conciencia
escribió lo que hacía cada año al llegar el domingo de Ramos: «Procuraba
aparejar mi alma para hospedar al Señor; porque me parecía mucha la crueldad
que hicieron los judíos, después de tan gran recibimiento, dejarle ir a comer
tan lejos, y hacía yo cuenta de que se quedase conmigo».
En esta misma Cuenta, escribirá algo que entiende de su
Señor: «Hija, yo quiero que mi sangre te aproveche, y no hayas miedo que te
falte mi misericordia; Yo la derramé con muchos dolores, y gózasla tú con tan
gran deleite». Teresa ve al Crucificado en el Cristo viviente, al Señor de la
vida en el hombre entregado. Y la experiencia que relata aquí es la de
reconocer a Cristo, siervo sufriente, que da su vida para que todos vivan. El
siervo de Yahveh que se convierte en luz, para ella y para las gentes.
Antes, en una de sus Exclamaciones, había dicho, y muy
encendidamente, que era tiempo de acompañar a Jesús, de «acompañarle en tan
gran soledad». Para eso, Teresa solo va a pedir una cosa: «Miradle». Responde
así ante aquel hombre de quien se dice que es «evitado de los hombres… y ante
quien se vuelve el rostro». Ella no vuelve el rostro, decide mirarle.
«Miradle… miradle camino del huerto… lleno de dolores…
perseguido… en tanta soledad… cargado con la cruz». Mirar al Crucificado es
reconocerle encarnado y presente en el mundo real. Y es acompañarle en su
misión.
Si Él lleva sobre sí las enfermedades de la humanidad, si
abre los ojos a los ciegos y los cerrojos de las cárceles y lo hace promoviendo
el derecho y sin quebrar la caña cascada ni apagar el pábilo vacilante ¿qué
hará quien elige mirarle y acompañarle?
Es así como se puede acompañar al Jesús que camina hacia el
calvario, así el dolor de los sufrientes olvidados o silenciados. Porque ese
hombre al que Teresa mira, se corresponde con muchos hombres y mujeres llenos
de dolores, perseguidos, solos… que también son evitados.
La identificación de Jesús –que «muestra la flaqueza de su
humanidad antes de los trabajos» y después es fuerte por puro amor– con los
dolientes resulta natural desde la experiencia teresiana. Dice ella: «¡Oh Jesús
mío!, cuán grande es el amor que tenéis a los hijos de los hombres, que el
mayor servicio que se os puede hacer es dejaros a Vos por su amor y ganancia y
entonces sois poseído más enteramente». Así se posee más enteramentea Dios.
Después, dirá Teresa, «siempre que advierte se halla con
esta compañía». Intimidad y solidaridad crecen a la par. La piedad –el amor
entrañable– se acrecienta: «Paréceme tengo mucha más piedad de los pobres», y
el corazón comprende mejor «cómo nunca se quita de con él este verdadero
amador, acompañándole, dándole vida y ser».
Teresa quería acompañar a Jesús y se vio acompañada por Él:
«no podía dejar de entender estaba cabe mí». Quiso consolarle y se vio
sumergida en la alegría de la confianza: «de este amor nace confianza». Y
sintió que Cristo le partía el pan y que le pesaba a Él lo que padecía ella.
Quiso «ayudar en algo al Crucificado» y se vio lanzada hacia delante: «Con esta
compañía, ¿qué se puede hacer dificultoso?».
Acompañar a Jesús es ir «por el camino del amor… por solo
servir a su Cristo crucificado». Y Teresa no se engaña, es firme porque está
convencida de que en el seguimiento de Jesús se juega la baza de vivir
realmente en unión con Dios. Por eso va a decir: «Este amor, hijas, no ha de
ser fabricado en nuestra imaginación, sino probado por obras» y que quienes
siguen este camino querrían «abrazar todos los trabajos, y que los otros, sin
trabajar, se aprovechasen de ellos», porque eso hizo «el buen amador Jesús».
«Miradle» —repite incansable Teresa. Porque tiene
experiencia de que Él está pendiente de ello, esperándolo, y siempre responde:
«Miraros ha él con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas, y
olvidará sus dolores por consolar los vuestros, solo porque os vais vos con él
a consolar y volváis la cabeza a mirarle».
Años después, terminando de escribir Las Moradas, tras
grandes y profundas experiencias con Dios, volverá a hablar de dar de comer a
aquel hombre que, al poco de ser aclamado, emprendió el camino que le llevaría
a la muerte. Y, de nuevo, sus palabras encierran una lección de vida: acoger y
acompañar a Cristo es recibir y cobijar al necesitado. «Creedme, que Marta y
María han de andar juntas para hospedar al Señor y tenerle siempre consigo, y
no le hacer mal hospedaje no le dando de comer… Su manjar es que de todas las
maneras que pudiéremos lleguemos almas para que se salven y siempre le alaben».
(Fuente: castillointerior.blogspot)
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