Jesús entra en Jerusalén. La liturgia nos invitó a
hacernos partícipes y tomar parte de la alegría y fiesta del pueblo que es
capaz de gritar y alabar a su Señor; alegría que se empaña y deja un sabor
amargo y doloroso al terminar de escuchar el relato de la Pasión. Pareciera que
en esta celebración se entrecruzan historias de alegría y sufrimiento, de
errores y aciertos que forman parte de nuestro vivir cotidiano como discípulos,
ya que logra desnudar los sentimientos contradictorios que también hoy, hombres
y mujeres de este tiempo, solemos tener: capaces de amar mucho… y también de
odiar -y mucho-; capaces de entregas valerosas y también de saber «lavarnos las
manos» en el momento oportuno; capaces de fidelidades pero también de grandes
abandonos y traiciones.
Y se ve claro en todo el relato evangélico que la alegría
que Jesús despierta es motivo de enojo e irritación en manos de algunos.
Jesús entra en la ciudad rodeado de su pueblo, rodeado
por cantos y gritos de algarabía. Podemos imaginar que es la voz del hijo
perdonado, del leproso sanado o el balar de la oveja perdida que resuena con
fuerza en ese ingreso. Es el canto del publicano y del impuro; es el grito del
que vivía en los márgenes de la ciudad. Es el grito de hombres y mujeres que lo
han seguido porque experimentaron su compasión ante su dolor y su miseria… Es
el canto y la alegría espontánea de tantos postergados que tocados por Jesús
pueden gritar: «Bendito el que llega en nombre del Señor». ¿Cómo no alabar a
Aquel que les había devuelto la dignidad y
la esperanza? Es la alegría de
tantos pecadores perdonados que volvieron a confiar y a esperar.
Esta alegría y alabanza resulta incómoda y se transforma
en sinrazón escandalosa para aquellos que se consideran a sí mismos justos y
«fieles» a la ley y a los preceptos rituales. Alegría insoportable para quienes
han bloqueado la sensibilidad ante el dolor, el sufrimiento y la miseria.
Alegría intolerable para quienes perdieron la memoria y se olvidaron de tantas
oportunidades recibidas. ¡Qué difícil es comprender la alegría y la fiesta de
la misericordia de Dios para quien quiere justificarse a sí mismo y acomodarse!
¡Qué difícil es poder compartir esta alegría para quienes solo confían en sus
propias fuerzas y se sienten superiores a otros!
Así nace el grito del que no le tiembla la voz para
gritar: «¡Crucifícalo!». No es un grito espontáneo, sino el grito armado,
producido, que se forma con el desprestigio, la calumnia, cuando se levanta
falso testimonio. Es la voz de quien manipula la realidad y crea un relato a su
conveniencia y no tiene problema en «manchar» a otros para acomodarse. El grito
del que no tiene problema en buscar los medios para hacerse más fuerte y
silenciar las voces disonantes. Es el grito que nace de «trucar» la realidad y
pintarla de manera tal que termina desfigurando el rostro de Jesús y lo
convierte en un «malhechor». Es la voz del que quiere defender la propia
posición desacreditando especialmente a quien no puede defenderse. Es el grito
fabricado por la «tramoya» de la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia que
afirma sin problemas: «Crucifícalo, crucifícalo».
Y así se termina silenciando la fiesta del pueblo,
derribando la esperanza, matando los sueños, suprimiendo la alegría; así se
termina blindando el corazón, enfriando la caridad. Es el grito del «sálvate a
ti mismo» que quiere adormecer la solidaridad, apagar los ideales,
insensibilizar la mirada… el grito que quiere borrar la compasión.
Frente a todos estos titulares, el mejor antídoto es
mirar la cruz de Cristo y dejarnos interpelar por su último grito. Cristo murió
gritando su amor por cada uno de nosotros; por jóvenes y mayores, santos y
pecadores, amor a los de su tiempo y a los de nuestro tiempo. En su cruz hemos
sido salvados para que nadie apague la alegría del evangelio; para que nadie,
en la situación que se encuentre, quede lejos de la mirada misericordiosa del
Padre. Mirar la cruz es dejarse interpelar en nuestras prioridades, opciones y
acciones.
Es dejar cuestionar nuestra sensibilidad ante el que está pasando o
viviendo un momento de dificultad. ¿Qué mira nuestro corazón? ¿Jesucristo sigue
siendo motivo de alegría y alabanza en nuestro corazón o nos avergüenzan sus
prioridades hacia los pecadores, los últimos y olvidados?
Queridos jóvenes, la alegría que Jesús despierta en
ustedes es motivo de enojo e irritación en manos de algunos, ya que un joven
alegre es difícil de manipular.
Pero existe en este día la posibilidad de un tercer
grito: «Algunos fariseos de entre la gente le dijeron: Maestro, reprende a tus
discípulos» y él responde: «Yo les digo que, si éstos callan, gritarán las
piedras» (Lc 19,39-40).
Hacer callar a los jóvenes es una tentación que siempre
ha existido. Los mismos fariseos increpan a Jesús y le piden que los calme y
silencie.
Hay muchas formas de silenciar y de volver invisibles a
los jóvenes. Muchas formas de anestesiarlos y adormecerlos para que no hagan
«ruido», para que no se pregunten y cuestionen. Hay muchas formas de
tranquilizarlos para que no se involucren y sus sueños pierdan vuelo y se
vuelvan ensoñaciones rastreras, pequeñas, tristes.
En este Domingo de ramos, festejando la Jornada Mundial
de la Juventud, nos hace bien escuchar la respuesta de Jesús a los fariseos de
ayer y de todos los tiempos: «Si ellos callan, gritarán las piedras» (Lc
19,40).
Queridos jóvenes: Está en ustedes la decisión de gritar,
está en ustedes decidirse por el Hosanna del domingo para no caer en el
«crucifícalo» del viernes... Y está en ustedes no quedarse callados. Si los
demás callan, si nosotros los mayores y los dirigentes callamos, si el mundo
calla y pierde alegría, les pregunto: ¿Ustedes gritarán?
Por favor, decídanse antes de que griten las piedras.
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