Junto a los jóvenes, llevemos el Evangelio a todos
Queridos jóvenes, deseo reflexionar con ustedes sobre la
misión que Jesús nos ha confiado. Dirigiéndome a ustedes lo hago también a
todos los cristianos que viven en la Iglesia la aventura de su existencia como
hijos de Dios. Lo que me impulsa a hablar a todos, dialogando con ustedes, es
la certeza de que la fe cristiana permanece siempre joven cuando se abre a la
misión que Cristo nos confía. «La misión refuerza la fe», escribía san Juan
Pablo II (Carta enc. Redemptoris
missio, 2), un Papa que tanto amaba a los jóvenes y que se dedicó mucho
a ellos.
El Sínodo que celebraremos en Roma el próximo mes de
octubre, mes misionero, nos ofrece la oportunidad de comprender mejor, a la luz
de la fe, lo que el Señor Jesús les quiere decir a los jóvenes y, a través de ustedes, a las comunidades cristianas.
La vida es una misión
Cada hombre y mujer es una misión, y esta
es la razón por la que se encuentra viviendo en la tierra. Ser atraídos y
ser enviados son los dos movimientos que nuestro corazón, sobre todo
cuando es joven en edad, siente como fuerzas interiores del amor que prometen
un futuro e impulsan hacia adelante nuestra existencia. Nadie mejor que los
jóvenes percibe cómo la vida sorprende y atrae. Vivir con alegría la propia
responsabilidad ante el mundo es un gran desafío. Conozco bien las luces y
sombras del ser joven, y, si
pienso en mi juventud y en mi familia, recuerdo lo intensa que era la esperanza en un futuro mejor. El hecho de que estemos en este mundo sin una previa decisión nuestra, nos hace intuir que hay una iniciativa que nos precede y nos llama a la existencia. Cada uno de nosotros está llamado a reflexionar sobre esta realidad: «Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 273).
pienso en mi juventud y en mi familia, recuerdo lo intensa que era la esperanza en un futuro mejor. El hecho de que estemos en este mundo sin una previa decisión nuestra, nos hace intuir que hay una iniciativa que nos precede y nos llama a la existencia. Cada uno de nosotros está llamado a reflexionar sobre esta realidad: «Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 273).
Les anunciamos a Jesucristo
La Iglesia, anunciando lo que ha recibido gratuitamente
(cf. Mt 10,8; Hch 3,6), comparte con ustedes, jóvenes, el camino y la verdad que conducen al sentido de la
existencia en esta tierra. Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros, se
ofrece a nuestra libertad y la mueve a buscar, descubrir y anunciar este
sentido pleno y verdadero. Queridos jóvenes, no tengan miedo de Cristo y de su
Iglesia. En ellos se encuentra el tesoro que llena de alegría la vida. Se lo
digo por experiencia: gracias a la fe he encontrado el fundamento de mis
anhelos y la fuerza para realizarlos. He visto mucho sufrimiento, mucha
pobreza, desfigurar el rostro de tantos hermanos y hermanas. Sin embargo, para
quien está con Jesús, el mal es un estímulo para amar cada vez más. Por amor al
Evangelio, muchos hombres y mujeres, y muchos jóvenes, se han entregado
generosamente a sí mismos, a veces hasta el martirio, al servicio de los
hermanos. De la cruz de Jesús aprendemos la lógica divina del ofrecimiento de
nosotros mismos (cf. 1 Co1,17-25), como anuncio del Evangelio para
la vida del mundo (cf. Jn 3,16). Estar inflamados por el amor
de Cristo consume a quien arde y hace crecer, ilumina y vivifica a quien se ama
(cf. 2 Co 5,14). Siguiendo el ejemplo de los santos, que nos
descubren los amplios horizontes de Dios, los invito a preguntarse en todo
momento: «¿Qué haría Cristo en mi lugar?».
Transmitir la fe hasta los confines de la tierra
También ustedes, jóvenes, por el Bautismo son miembros
vivos de la Iglesia, y juntos tenemos la misión de llevar a todos el Evangelio. Ustedes están abriéndose a la vida. Crecer en la gracia de la fe, que se nos
transmite en los sacramentos de la Iglesia, nos sumerge en una corriente de
multitud de generaciones de testigos, donde la sabiduría del que tiene
experiencia se convierte en testimonio y aliento para quien se abre al futuro.
Y la novedad de los jóvenes se convierte, a su vez, en apoyo y esperanza para
quien está cerca de la meta de su camino. En la convivencia entre los hombres
de distintas edades, la misión de la Iglesia construye puentes
inter-generacionales, en los cuales la fe en Dios y el amor al prójimo
constituyen factores de unión profunda.
Esta transmisión de la fe, corazón de la misión de la
Iglesia, se realiza por el “contagio” del amor, en el que la alegría y el
entusiasmo expresan el descubrimiento del sentido y la plenitud de la vida. La
propagación de la fe por atracción exige corazones abiertos, dilatados por el
amor. No se puede poner límites al amor: fuerte como la muerte es el amor
(cf. Ct 8,6). Y esa expansión crea el encuentro, el
testimonio, el anuncio; produce la participación en la caridad con todos los
que están alejados de la fe y se muestran ante ella indiferentes, a veces
opuestos y contrarios. Ambientes humanos, culturales y religiosos todavía
ajenos al Evangelio de Jesús y a la presencia sacramental de la Iglesia
representan las extremas periferias, “los confines de la tierra”, hacia donde
sus discípulos misioneros son enviados, desde la Pascua de Jesús, con la
certeza de tener siempre con ellos a su Señor (cf. Mt 28,20; Hch 1,8).
En esto consiste lo que llamamos missio ad gentes. La periferia más
desolada de la humanidad necesitada de Cristo es la indiferencia hacia la fe o
incluso el odio contra la plenitud divina de la vida. Cualquier pobreza
material y espiritual, cualquier discriminación de hermanos y hermanas es
siempre consecuencia del rechazo a Dios y a su amor.
Los confines de la tierra, queridos jóvenes, son para ustedes hoy muy relativos y siempre fácilmente “navegables”. El mundo digital,
las redes sociales que nos invaden y traspasan, difuminan fronteras, borran
límites y distancias, reducen las diferencias. Parece todo al alcance de la
mano, todo tan cercano e inmediato. Sin embargo, sin el don comprometido de
nuestras vidas, podremos tener miles de contactos pero no estaremos nunca
inmersos en una verdadera comunión de vida. La misión hasta los confines de la
tierra exige el don de sí en la vocación que nos ha dado quien nos ha puesto en
esta tierra (cf. Lc 9,23-25). Me atrevería a decir que, para
un joven que quiere seguir a Cristo, lo esencial es la búsqueda y la adhesión a
la propia vocación.
Testimoniar el amor
Agradezco a todas las realidades eclesiales que les permiten
encontrar personalmente a Cristo vivo en su Iglesia: las parroquias,
asociaciones, movimientos, las comunidades religiosas, las distintas
expresiones de servicio misionero. Muchos jóvenes encuentran en el voluntariado
misionero una forma para servir a los “más pequeños” (cf. Mt 25,40),
promoviendo la dignidad humana y testimoniando la alegría de amar y de ser cristianos.
Estas experiencias eclesiales hacen que la formación de cada uno no sea solo
una preparación para el propio éxito profesional, sino el desarrollo y el
cuidado de un don del Señor para servir mejor a los demás. Estas formas loables
de servicio misionero temporal son un comienzo fecundo y, en el discernimiento
vocacional, pueden ayudarles a decidir el don total de ustedes mismos como
misioneros.
Las Obras Misionales Pontificias nacieron de corazones
jóvenes, con la finalidad de animar el anuncio del Evangelio a todas las
gentes, contribuyendo al crecimiento cultural y humano de tanta gente sedienta
de Verdad. La oración y la ayuda material, que generosamente son dadas y
distribuidas por las OMP, sirven a la Santa Sede para procurar que quienes las
reciben para su propia necesidad puedan, a su vez, ser capaces de dar
testimonio en su entorno. Nadie es tan pobre que no pueda dar lo que tiene, y
antes incluso lo que es. Me gusta repetir la exhortación que dirigí a los
jóvenes chilenos: «Nunca pienses que no tienes nada que aportar o que no le
haces falta a nadie: Le haces falta a mucha gente y esto piénsalo. Cada uno de ustedes piénselo en su corazón: Yo le hago falta a mucha gente» (Encuentro
con los jóvenes, Santuario de Maipú, 17 de enero de 2018).
Queridos jóvenes: el próximo octubre misionero, en el que se
desarrollará el Sínodo que está dedicado a ustedes, será una nueva oportunidad
para hacernos discípulos misioneros, cada vez más apasionados por Jesús y su
misión, hasta los confines de la tierra. A María, Reina de los Apóstoles, a los
santos Francisco Javier y Teresa del Niño Jesús, al beato Pablo Manna, les pido
que intercedan por todos nosotros y nos acompañen siempre.
Vaticano, 20 de mayo de 2018, Solemnidad de Pentecostés.
Francisco
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