“En el patio de tierra de mi casa había dos grandes paraísos. De chico,
nunca me pregunté si ellos también
habían nacido, crecido o sido trasplantados.
Simplemente, estaban allí, en el patio, como estaban el cielo, las estrellas,
la cañada en el campo y el arroyo allá, dentro del monte.
Estos dos grandes paraísos nos ayudaron a ponernos de pie,
ofreciéndonos el rugoso apoyo de su fuerte tronco sin espinas. Encaramados a
sus ramas miramos por primera vez, con miedo y con asombro, la tierra allá
abajo y un horizonte más amplio alrededor.
Fue en ellos donde aprendimos que la primavera florece. Para
septiembre, el perfume de los paraísos llenaba los patios y el viento de éste
metía su aroma hasta dentro del rancho. No perfumaban tan fuerte como los
naranjos, pero su perfume era más parejo, parecía como que abarcara más ancho.
A veces, un golpe de aire nos traía su aroma hasta más allá de los corrales.
Fue apoyados en sus troncos, con la cara escondida con el brazo, donde
puchereamos nuestros primeros lloros después de las palizas. Allí, en silencio,
escuchaban el apagarse de nuestros suspiros entrecortados
por palabras
incoherentes que puntuaban nuestras primeras reflexiones internas de niños
castigados. Los dos paraísos, en el silencio de sus arrugas, guardaron junto
con nuestros lagrimones, esas primeras experiencias sobre nuestra justicia,
sobre la culpa, el castigo y la
autoridad.
Los dos paraísos, cuando jugábamos a la mancha, transformaban su
quietud en la piedra del “Pido” que nos convertía en
invulnerables. Y en el juego de la escondida escuchaban recitar contra su
tronco la cuenta que iba disminuyendo el tiempo para ubicar un escondite. Y
luego eran la meta que era preciso alcanzar antes que el otro para no quedar
descalificado. Los dos paraísos participaron de todos nuestros juegos y fueron
los confidentes de todos nuestros momentos importantes.
Estos dos paraísos, al llegar la noche, podían estar allí en nuestro
mundo amigo que se atrincheraba alrededor de ellos. El farol se colgaba de una
de sus ramas y creaba una pequeña geografía de luz que era todo lo que nos
pertenecía en este mundo. Desde la noche sabía llegar hasta nuestro puerto la
luz de algún forastero o algún amigo náufrago de las sombras que había logrado
ubicar el faro de nuestra lámpara suspendida allí, en una de las ramas de los
paraísos.
Y es así que, cuando me vine al Sur, la imagen de los paraísos vino
conmigo y conmigo fue creciendo al ritmo de mi propio crecimiento. Los veía,
simplemente, como parte de mi propia historia.
Al volver luego de unos años, me impresionó ver nuevamente a mis dos
viejos paraísos familiares. Sí, eran los mismos, ocupaban el mismo sitio, los
aseguraban las mismas raíces y los
identificaba por las mismas arrugas de sus troncos amigos.
Estos dos paraísos, sin embargo, me parecieron más pequeños. Cierto: la
cabellera de sus copas se había raleado y tal vez sus ramas ya no eran tan
flexibles, pero fundamentalmente habían quedado iguales, idénticos. No fue por
haber cambiado que me resultaron más pequeños. Yo diría que fue mi relación con
ellos lo que había crecido, lo que me daba de ellos una visión distinta. Quizás
no es que los viera más pequeños, sino que ya no me parecían tan altos, ni tan
ancha su sombra, ni tan difíciles de subir, ni tan imprescindibles dentro de la
geografía del mundo que me tocaba transitar. Mientras tanto, yo ya había
conocido otros árboles grandes, importantes, útiles o amigos y, a lo mejor,
había adornado inconscientemente con esas dimensiones prestadas a mis dos
viejos paraísos familiares.
Ahora, al verlos en su realidad concreta, desmitizados de sus adornos
fantasiosos, comencé a darme cuenta de sus auténticos límites, de la dimensión
concreta de sus ramas. Podría decir que casi afloró en mí, en mi conciencia, en
mi clara conciencia un descubrimiento: mis dos viejos paraísos también tenían
su historia. Esto lo empecé a ver y comprender cuando desmiticé a mis dos
viejos paraísos de todo lo que no era auténticamente suyo, cuando comprendí que
ellos también tenían unas dimensiones concretas y relativamente pequeñas,
cuando les descubrí sus carencias y cuando supe que su existencia almacenaba-
como la mía- una cadena de decisiones personales y no un meros sucederse de
preexistencias sin historia. Cuando me di cuenta de que tenían menos
dimensiones de las que yo imaginaba y más méritos de los que yo suponía, eran
mis dos paraísos.
Por eso hoy, aquel patio familiar existe sólo en mi recuerdo. Los dos
paraísos han dejo en pie dos grandes huecos de luz, buscando sus copas, mis
ojos miran hacia arriba y se encuentran con el cielo.”
(Autor: Mamerto Menapace)
Reflexionemos
1. ¿Quiénes son esos dos paraísos de tu propia historia que han dejado
huella en vos?
2. ¿Qué huellas te han dejado? ¿en qué te han ayudado a crecer?
3. Y cuando faltan esos paraísos ¿en qué consiste su ausencia?
4. Demos gracias al Señor por esas personitas que dejaron impreso en
nuestro corazón valores cristianos que nos han afirmado como personas
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