A MI PUERTA, CUBIERTO
DE ROCIO
Dichoso aquel a cuya puerta llama Cristo
«Que cuando venga encuentre, pues, tu puerta abierta, ábrele
tu alma, extiende el interior de tu mente para que pueda contemplar en ella
riquezas de rectitud, tesoros de paz, suavidad de gracia. Dilata tu corazón,
sal al encuentro del sol de la luz eterna que alumbra a todo hombre. Esta luz verdadera brilla para todos, pero
el que cierra sus ventanas se priva a sí mismo de la luz eterna. También tú, si
cierras la puerta de tu alma, dejas afuera a Cristo. Aunque tiene poder para en
trar, no quiere, sin embargo, ser inoportuno, no quiere obligar a la fuerza
(...)
Dichoso, pues, aquel a cuya puerta llama Cristo. Nuestra
puerta es la fe, la cual, si es resistente, defiende toda la casa. Por esta
puerta entra Cristo. Por esto, dice la Iglesia en el Cantar de los cantares: Oigo a mi amado que llama a la puerta.
Escúchalo cómo llama, cómo desea entrar: Abreme, mi paloma sin mancha, que
tengo la cabeza cuajada del rocio, mis rizos, del relente de la noche!
Considera cuándo es principalmente que llama a tu puerta el Verbo de Dios, siendo así que su cabeza
está cuajada del rocio de la noche. Él se digna visitar a los que están tentados o atribulados, para que nadie sucumba bajo el peso de la tribulación. Su cabeza, por tanto, se cubre de rocío o de relente cuando su cuerpo está en dificultades. Entonces, pues, es cuando hay que estar en vela, no sea que cuando venga el Es poso se vea obligado a retirarse. Porque, si estás dormido y tu corazón no está en vela, se marcha sin haber llamado, pero, si tu corazón está en vela, llama y pide que se le abra la puerta (...)Vemos, por tanto, que el alma tiene su puerta, a la que
viene Cristo y llama. Abrele, pues, quiere entrar, quiere hallar en vela a su
Esposa.
(S. AMBROSIO, Com Sal
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