Una tarde estaba yo en una Iglesia Catedral esperando llegase la hora de la función. En ella había de dar la bendición última que se acostumbraba, después de concluida una misión.
Y fue mi espíritu transportado ante el Trono de Dios: estaba en él un respetable anciano, millares de ángeles le administraban…
El anciano me hizo seña y me dijo diese en su nombre la bendición.
Me volví contra el altar y vi a sus gradas una bellísima joven, vestida de gloria… Oí una voz que salía del trono de Dios y me decía: Tú eres sacerdote del Altísimo; bendice, y aquél a quien tú bendecirás será bendito. Esa es mi Hija muy amada. En Ella tengo mis complacencias: dala mi bendición…
La joven se arrodilló ante el altar; recibió mi bendición y desapareció toda aquella visión.
Llegada la hora de la función, mientras subía al púlpito, oí la voz del Padre que me dijo: bendice a mi amada Hija y a tu Hija.
Yo no comprendía cómo podía ser yo padre en la Iglesia y de la Iglesia. Desde aquel día principié a invocarla y a llamarla: ¡Hija de mi amado Padre! (Francisco Palau, MR II, 1-3 Fragmentos)
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