Es la historia de un hombre que estaba harto de llorar.
Miró a su alrededor y vio que tenía delante de sus ojos la felicidad. Estiró la mano y quería alcanzarla.
La felicidad era una flor. La tomó. Y nada más tenerla en su mano, la flor ya se había deshojado.
La felicidad era un rayo de sol. Levantó sus ojos para calentar su cara y en seguida una nube lo apagó.
La felicidad era una guitarra. La acarició con sus dedos, las cuerdas desafinaron.
Cuando al atardecer volvía a casa, el hombre seguía llorando.
A la mañana siguiente el hombre seguía buscando la felicidad. Al costado del camino había un niño que lloraba. Para tranquilizarlo, tomó una flor y se la dio. La fragancia de la flor perfumó a los dos.
Una pobre mujer temblaba de frío, cubierta con sus harapos. La llevó hasta el sol y también él se calentó.
Un grupo de niños cantaba. Él los acompaño con su guitarra. También él se deleitó con su melodía.
Al volver a casa de noche, el buen hombre sonreía de verdad. Había encontrado la felicidad.
(E. Vietinghof, “Parábolas en son de paz”)
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