María supo el momento
de su tránsito
Refieren Cedreno, Nicéforo y Metafraste que el Señor mandó
al arcángel san Gabriel, el mismo que le trajo el anuncio de ser la
mujer bendita elegida para Madre de Dios, el cual le dijo: “Señora y reina mía, Dios ha
escuchado tus santos deseos y me manda decirte que pronto vas a dejar la tierra
porque quiere tenerte
consigo en el paraíso. Ven a tomar posesión de tu reino, que
yo y todos aquellos santos bienaventurados te
esperamos y deseamos tenerte allí”.
esperamos y deseamos tenerte allí”.
Ante semejante embajada, ¿qué otra cosa iba a hacer la
Virgen santísima sino replegarse al centro de su profunda humildad y
responder con las mismas palabras que le dijo cuando le anunció la divina maternidad:
“He aquí la esclava del Señor”? Él, por su sola bondad, me eligió y me hizo su
madre; ahora me llama al paraíso. Yo no merecía ninguno de los dos privilegios; pero
ya que desea demostrar en mí su infinita liberalidad, aquí estoy pronta a ser
llevada a donde él quiere. “He aquí la esclava del Señor. Que se cumpla en mí siempre la
voluntad de mi Señor”.
Después de recibir aviso tan agradable, se lo comunicó a san
Juan. Podemos imaginarnos con cuánto dolor y ternura escuchó
aquella nueva el que durante tantos años la había cuidado como hijo y había
disfrutado de su trato celestial. Visitaría de nuevo los santos lugares,
despidiéndose de ellos emocionada, especialmente del calvario donde su amado Hijo dejó la vida.
Y después, en su humilde casa, se dispuso a esperar su dichoso tránsito.
En este tiempo venían los ángeles en sucesivas embajadas a
saludar a su reina, consolándose porque pronto la iban a ver coronada en
el cielo.
María es acompañada
por los apóstoles
Cuentan diversos autores que antes de ser asunta al cielo,
milagrosamente se encontraron junto a María los apóstoles y no pocos
discípulos venidos de diversos países por donde andaban dispersos. Y que ella,
viendo a sus amados hijos reunidos en su presencia les habló así: “Amados míos,
por amor a vosotros y
para que os ayudara, mi divino Hijo me dejó en la tierra.
Ahora ya la fe santa se ha esparcido por el mundo, ya ha crecido el fruto de la divina
semilla, por lo que viendo mi Hijo que no era necesaria mi presencia en la tierra y
compadecido de mi añoranza escuchó mis deseos de salir de esta vida y de ir a
verlo en el cielo. Seguid vosotros esforzándoos por su gloria. Os dejo, pero os llevo
en el corazón; conmigo
llevo y siempre estará conmigo el gran amor que os tengo.
Voy al paraíso a interceder por vosotros”.
Ante noticias tan tristes, ¿quién podrá imaginar las
lágrimas y los lamentos de aquellos santos discípulos pensando que dentro de poco se
iban a ver separados de aquella madre suya? ¿Así que nos quieres dejar, oh María?
Es verdad que esta tierra no es lugar digno y propio para ti y nosotros no
somos dignos de disfrutar de la compañía de la Madre de Dios, pero recuerda que eres nuestra
madre; has sido
nuestra maestra en las dudas, nuestra consoladora en las
angustias, nuestra fortaleza en las persecuciones. ¿Y cómo nos quieres ahora
abandonar dejándonos solos sin tu protección en medio de tantos enemigos y de
tanta batallas? Ya habíamos perdido en la tierra a nuestro maestro y padre
Jesús que subió a los cielos, pero nosotros hemos seguido recibiendo tus
consuelos. ¿Cómo vas a dejarnos ahora sin padre y sin madre? Señora, o quédate con
nosotros o llévanos contigo. Así lo refiere san Juan Damasceno: “No hijos míos
–comenzó a hablarles dulcemente la amabilísima Señora–, no es ése el querer de
Dios. Estad contentos
cumpliendo lo que él ha dispuesto sobre mí y sobre vosotros.
A vosotros os corresponde seguir trabajando por la gloria de vuestro
Redentor y para ganar la eterna corona. No os dejo porque quiera abandonaros, sino
para ayudaros mejor con mi intercesión y protección en el cielo ante Dios.
Quedad contentos. Os
encomiendo a la santa Iglesia; os recomiendo las almas
redimidas; que éste sea el postrer adiós y el recuerdo que os dejo; cumplidlo si me
amáis, sacrificaos por las almas y por la gloria de mi Hijo para que un día nos
encontremos de nuevo unidos en el paraíso para no separarnos por toda la eternidad”.
María es recibida por
su Hijo
El divino Esposo ya estaba pronto a venir para conducirla
con él al reino bienaventurado... Ella siente en el corazón un gozo
inenarrable por su cercanía, que la colma de una nueva e indecible dulzura. Los apóstoles,
viendo que María ya estaba para emigrar de esta tierra, llorando sin consuelo le
pedían su especial bendición y le suplicaban que no los olvidara; todos se
sentían traspasados de dolor al tener que separarse para siempre en este mundo de su
amada Señora. Y ella, la Madre amantísima, a todos y a cada uno los consolaba
garantizándoles sus cuidados maternales, los bendecía con su amor del todo
especial y los animaba para que siguieran trabajando en la conversión del mundo.
Se dirigió de modo muy particular a san Pedro como cabeza
visible de la Iglesia y vicario de su Hijo; a él le recomendó
encarecidamente la propagación de la fe, asegurándole su privilegiada protección desde el cielo.
Se dirigió con todo su cariño maternal a san Juan, quien como ninguno sufría el
dolor de la separación de
su Madre santísima. Y recordándole la agradecida Señora el
afecto y las atenciones con que el santo discípulo la había cuidado todos aquellos
años después de la muerte de su Hijo, le habló así con mucha ternura: “Juan,
hijo mío, cómo te agradezco tus cuidados constantes. Bien sabes que te lo
seguiré agradeciendo en el cielo. Si ahora te dejo es para rogar mejor por ti. Sigue
viviendo lleno de paz hasta
que nos encontremos en el paraíso, donde te espero. Ya sé
que no te olvidarás de mí; en todas tus necesidades llámame para que venga en tu
ayuda, que yo no puedo olvidarme jamás de ti, amado hijo. Te bendigo, hijo
mío, y mi bendición te acompañará siempre: que tengas la paz, adiós”.
Ya están los ángeles prontos para acompañarla en triunfo al
entrar en la gloria. Mucho la consolaban estos santos espíritus, pero no
del todo, no viendo aparecer aún a su amado Jesús, que era el amor absoluto de
su corazón. Por eso repetía a los ángeles que venían a reverenciarla: “Os
conjuro, hijas de Jerusalén, que si veis a mi amado le digáis que desfallezco de amor”
(Ct 5, 8); ángeles santos, hermosos moradores de la Jerusalén del cielo, venís con
delicadeza a consolarme con vuestra presencia y os lo agradezco; pero entre todos no
me consoláis del todo porque aún no veo a mi amado Hijo que venga a hacerme feliz;
id al paraíso si tanto me queréis y decid de mi parte a mi Amado que me desmayo de
amor. Decidle que venga presto porque me siento desfallecer por las ansias de
verlo. Al fin Jesús llega a recoger a su Madre para llevarla
consigo al paraíso. Se refiere en las revelaciones a santa Isabel que el Hijo se
apareció a María con la cruz
para demostrarle la gloria especial que le correspondía a
ella por la redención lograda con su muerte, de modo que por los siglos sin fin
ella había de honrarlo más que todos los hombres y ángeles juntos. San Juan Damasceno
refiere que el mismo Jesús se le dio en comunión, diciéndole lleno de amor: Recibe,
madre mía, por mis manos este cuerpo que tú me has dado. Y habiendo recibido
con los mayores
transportes de amor aquella última comunión, oró así: Hijo,
en tus manos encomiendo mi espíritu; te entrego esta alma que tú creaste
tan enriquecida de gracias desde el principio, preservada de toda culpa por
pura bondad tuya. Te encomiendo mi cuerpo, del que te dignaste recibir la carne y
la sangre. Te encomiendo también estos amados hijos que quedan afligidos
por mi partida; consuélalos tú que los amas infinitamente más que yo,
bendícelos y dales las fuerzas para realizar maravillas para tu gloria.
María pasó a la gloria del Padre
Ya inminente el tránsito de María, como refiere san
Jerónimo, se sintieron celestiales armonías y, además, como le fue revelado a santa
Brígida, hubo un gran resplandor. Ante tales armonías e insólito esplendor,
comprendieron los apóstoles que había llegado ya la hora de la partida. Ellos,
redoblando sus lágrimas y sus
plegarias y alzando las manos, dijeron a una voz: María nuestra,
ya que te vas al cielo y nos dejas, danos tu última bendición y no nos
olvides. Y María, mirándolos a todos y como despidiéndose por última vez, exclamó: Adiós,
hijos míos, os bendigo; estad seguros de que no me olvidaré de vosotros.
Y entre esplendores y alegría su Hijo, con todo su amor, la
invitó a seguirle
entre llamas de caridad y suspiros de amor. Y así aquella
hermosa paloma fue
asunta a la gloria bienaventurada, donde es y será reina del
paraíso por toda la
eternidad.
La Virgen María ha dejado la tierra y ya está en el cielo.
Desde allí la piadosa Madre nos mira a los que estamos aún en este valle
de lágrimas y se apiada de nosotros y nos regala su ayuda si así lo queremos.
Roguémosle siempre que por los méritos de su bienaventurada asunción nos
obtenga una muerte santa.
Y si a Dios así le place, nos alcance el morir en sábado,
día consagrado al culto de la Virgen, o un día de la novena en su honor, como lo han
obtenido tantos devotos suyos, y en especial san Estanislao de Kostka, al que
concedió el morir en el día de su asunción, como lo refiere el P. Bartolí en su vida.
(FUENTE: Libro: “Las Glorias de María”, San Alfonso María de
Ligorio)
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