El perdón y la deuda del amor
Solemos considerar el perdón como un deber cristiano, basado
en el perdón que recibimos de Dios. Pensamos también que, mientras que al Dios
todopoderoso el perdón debe resultarle fácil, a nosotros, al menos a veces, nos
resulta extraordinariamente difícil, si no imposible. En este modo de pensar el
perdón (fácil) de Dios se da casi por descontado, con sólo cumplir ciertas
condiciones; mientras que el perdonar nosotros se nos antoja un deber cuesta
arriba, de difícl cumplimiento. El hecho de que los sentimientos negativos que
acompañan a la ofensa recibida no desaparezcan enseguida, sino que tengan una
cierta inercia temporal, aunque exista la voluntad de perdón, hace que muchos
digan: “yo quisiera perdonar, pero no puedo”.
La Palabra hoy pone de relieve el perdón, pero no desde
nuestra perspectiva (el perdón “a los que nos ofenden”, como decimos en el
Padrenuestro), sino desde la perspectiva de Dios. Y es que, realmente, sin
tener en cuenta ese perdón de Dios hacia nosotros, considerado detenidamente,
es imposible entender el perdón a los que nos han ofendido. Y la consideración
de este perdón de Dios, a la luz de la Palabra que nos ilumina hoy, nos ayuda a
deshacer algún equívoco en la comprensión y en la experiencia de este don
extraordinario.
El perdón es una posibilidad nueva, pues no se cuenta entre
las variables normalmente consideradas en situación de conflicto. La ofensa, el
daño, la injusticia “claman al cielo” pidiendo reparación y venganza. Existe
una dinámica perversa que multiplica los efectos de esa negatividad, hasta
hacer de ella una fuerza destructiva no sólo del ofensor, sino también del
ofendido, pues en esta dinámica se alcanza con facilidad un punto álgido en el
que ya no es posible discernir al ofensor del ofendido. El mal llama al mal, la
violencia a la violencia, la ofensa a la respuesta adecuada, y, de este modo,
todos acaban resultando ofensores y ofendidos. Sólo el perdón es capaz de
romper esta dinámica diabólica y destructiva. Pero, ¿de dónde recabar la fuerza
para detener esa tempestad de malos sentimientos?
En el Antiguo Testamento el perdón de Dios como reacción a
los pecados del pueblo aparece siempre como por sorpresa, como una decisión
casi ilógica ante una situación que pide castigo y destrucción. El perdón
resulta ser una posibilidad “nueva”, inesperada, con la novedad del que “en el
principio creó los cielos y la tierra” (Gen 1,1), del que hace nuevas todas las
cosas (cf. Ap 21, 5). El perdón es una manifestación del poder creador de Dios,
capaz de sacar toda la riqueza del ser de la nada, y de recrear la bondad de lo
creado, cuando en ella comparece el misterio del mal que es el pecado. Si el
perdón es un poder creador y recreador, sólo se puede entender de verdad como
algo en último término procedente de Dios.
El primer rasgo que descubrimos en este poder divino es su
carácter gratuito y sin condiciones, en paralelo a la gratuidad de la creación
de la nada. No es cierto que el perdón sea algo que Dios concede “a condición”
de que se cumplan ciertos requisitos. En el texto del libro de Samuel, el
profeta Natán acusa abiertamente a David de su terrible pecado, y éste
reacciona reconociéndolo. Pero no es el reconocimiento la causa del perdón. El
profeta no le dice al arrepentido David, “ya que has reconocido tu pecado, el
Señor te perdona”, sino “el Señor ya ha perdonado tu pecado”. El “he pecado
contra el Señor” no es condición del perdón sino sólo la expresión de su acogida.
Así como el pecado sólo es posible donde hay libertad, el perdón incondicional
de Dios puede ser libremente acogido o rechazado por el hombre.
Al reconocer el propio pecado nos abrimos al poder del
perdón ya otorgado, que nos sana y recrea. No es ése un reconocimiento fácil.
Mirarse con realismo, y nombrar las propias sombras, los defectos, las malas
ideas, intenciones y acciones requiere mucho valor. Y más aún si alguien,
ejerciendo de profeta, nos denuncia. Ahí lo fácil es mirar para otro lado, o
responder buscando excusas, o acusando a otros, a la sociedad, al inconsciente
o al mismo profeta (“¿quién se habrá creído éste?”, solemos decir). De todos es
sabido que el alcohólico y el drogadicto no ingresan en el camino de la
rehabilitación hasta que no se dicen a sí mismos “soy un alcohólico, un
drogadicto”. Lo mismo ocurre con los demás pecados. Y el pecado existe. Es
inútil que pretendamos escabullirnos, declarando su inexistencia, como si fuera
verdad ese subjetivismo barato que pretende que “cada uno hace lo que a él le
parece bien”. Cuando la verdad es que a diario hacemos con los ojos abiertos lo
que a nosotros mismos nos parece mal. Para comprobar la estafa de ese burdo
subjetivismo (que nos predican machaconamente algunos periodistas, políticos y
hasta pedagogos) basta con ver cómo esos mismos predicadores y todos nosotros
estamos prontos a acusar a los demás de los más variados pecados (aunque
evitando cuidadosamente esa molesta palabra) personales, sociales o económicos.
Tal vez nunca antes en la historia se hizo una profesión tan amplia de
tolerancia moral, al tiempo que se van multiplicando las actitudes de
“tolerancia cero” hacia ciertos comportamientos, tratando de corregir los
efectos perversos de esta cultura sin pecado.
Si, pues, reconocemos con más o menos eufemismos, la
realidad del mal y del pecado, ¿no deberíamos estar dispuestos a reconocerlo en
nosotros mismos, con el coraje de confesar que no somos perfectos ni del todo
buenos? Porque cuando lo hacemos así, sobre todo cuando acudimos al sacramento
de la reconciliación, estamos abriéndonos a esa posibilidad sorpresiva,
gratuita, inmerecida, pero recreadora y nueva que es el perdón.
Posiblemente no haya peor pecado que el declararse libre de
ellos, al tiempo que se acusa sin misericordia a los demás. Es el caso del
anfitrión de Jesús, el fariseo Simón. El que incluso se indique su nombre habla
de una cierta familiaridad con Jesús, del que se sentía discípulo ya que lo
reconocía como Maestro. Pero Simón es de esos discípulos asentados en la seguridad
de ser “buena persona”, gente de principios y, por tanto, muy dado a marcar
distancias con los pecadores “oficiales”, como “esa” mujer. La cuestión es que,
grandes o pequeños, socialmente visibles o celosamente encubiertos por nuestro
estatus social, cada uno ha de reconocer ante Dios sus propios pecados, sus
debilidades, su imperfección y, en el fondo, la necesidad que tiene de la
misericordia y el amor del Dios, que nos ha creado sin nosotros, y el único que
nos puede salvar, pero no sin nosotros, como recuerda san Agustín. Nuestro
discipulado y nuestra amistad con Jesús pueden reducirse a un trato correcto y
formal, pero en el que nuestro corazón permanece cerrado. Abrimos las puertas
de nuestra casa a Jesús, pero no le permitimos que entre de verdad en nuestra
vida, no nos consideramos necesitados de salvación, tal vez porque consideramos
que la tenemos garantizada como un derecho, ya que somos tan buenas personas.
Todo lo contrario sucede con la pecadora pública de aquella
ciudad. En sus muestras de arrepentimiento se expresan todos los gestos de
bienvenida propios de la cultura oriental: el agua para lavar los pies del
polvo del camino, el beso de acogida, el perfume en la cabeza. Jesús le
recuerda al fariseo Simón quién lo ha acogido de corazón y no sólo de modo
formal.
En el tenor del texto se puede dar el malentendido de pensar
que la mujer obtiene el perdón porque muestra mucho amor. Esto estaría en
contradicción con lo dicho sobre David, pero también en la pequeña parábola con
la que Jesús corrige a Simón: muestra más amor el deudor al que más se le ha
perdonado. No es que la mujer obtenga el perdón a causa del mucho amor que
muestra, sino que, por el contrario, muestra mucho amor porque se le ha
perdonado mucho. El perdón incondicional ya otorgado entra en nosotros
sanándonos si lo aceptamos y nos abrimos a él; y la sanación se expresa en la
gratitud y el amor. El perdón de los grandes pecados y de los aparentemente
pequeños nos da un corazón nuevo. Sólo cuando hemos experimentado la gratuidad
de un amor que nos perdona y regenera podemos estar en disposición de perdonar
nosotros: “perdona nuestras ofensas para que podamos perdonar a los que nos han
ofendido”, así se puede entender la petición del Padrenuestro.
¿Es verdad que, mientras que a nosotros el perdón nos cuesta
lágrimas y sangre, a Dios le resulta muy fácil? Podemos tratar de entenderlo
atendiendo a lo que Él nos ha revelado de sí mismo. Y, según esa revelación,
sabemos que el perdón de Dios es un don gratuito, pero no “barato”. Como dijo
el teólogo luterano Bonhoeffer, existe un “precio de la gracia”. La gracia (que
incluye el perdón) es eso, gracia, don; pero no banal ni barata: “habéis sido
adquiridos a gran precio” (1 Cor 6, 20), y lo que le ha costado caro a Dios no
debe resultarnos barato a nosotros.
De este alto precio nos habla hoy Pablo, con un exquisito
sentido personal que cada uno puede aplicarse a sí mismo: “me amó hasta
entregarse por mí”. La muerte de Cristo es el precio que Dios ha pagado por
nuestra reconciliación. Si en ocasiones perdonar nos cuesta lágrimas y hasta
sangre, pensemos que el perdón que recibimos de Dios gratuitamente no es una
mercancía barata, que se puede dar por descontada. Es gratis, sí, pero es cara.
“Caro” es lo que cuesta mucho, pero también lo que es muy querido, lo que más
valor tiene. Si Dios ha entregado por nosotros lo más querido (a su propio
Hijo), podemos entender hasta qué punto le somos caros, hasta qué punto nos
ama. El amor que Dios nos tiene, que se traduce en su voluntad de perdón, es lo
más valioso que hay en nuestra vida, nuestra posibilidad más alta, lo que nos
ayuda a ser nosotros mismos, rehabilitando nuestra dignidad dañada por el
pecado. Dios ha pagado un alto precio para hacernos este regalo. ¿No habremos
nosotros de responderle abriéndole de par en par las puertas de nuestra casa,
con un corazón agradecido, que muestra mucho amor y derrama gratuitamente sobre
los demás, como un perfume de suave olor, lo que ha recibido gratis?
(Fuente: José María Vegas cmf)
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