viernes, 13 de diciembre de 2013

Comentario al Evangelio del 3º Domingo de Adviento

No tenemos que seguir esperando
El tercer domingo de Adviento es una llamada a la alegría por la proximidad de la Navidad: es el
domingo “Gaudete”, “alegraos”. En Rusia, cuando empieza a apretar el frío, hacia mediados o finales de octubre, la gente suele decir “huele a nieve”. En este Domingo de Adviento “huele a Navidad”, ya casi se toca el nacimiento de Jesús. Y, como dice el refrán, lo mejor de la fiesta es la víspera, porque ya empezamos a sentir anticipadamente la alegría que ésta trae consigo.
Con respecto al domingo anterior se produce una interesante inversión de perspectiva. Hace una semana mirábamos con Juan hacia el futuro, hacia el que “tiene que venir”, pero que todavía no ha aparecido. En este Domingo Jesús se para a mirar a Juan; el anunciado, que ya ha venido, homenajea al precursor. Mucho se ha especulado y escrito sobre las relaciones entre Jesús y Juan. ¿Fue Jesús un discípulo de Juan? ¿Estuvieron tal vez vinculados los dos al movimiento esenio? También puede ser que Juan no conociera previamente a ese “más grande” que él (cf. Jn 1, 31), y que Jesús se acercara al profeta del Jordán como un judío más entre los muchos que acudían a su llamada al bautismo de conversión. Lo que sí parece claro es que algunos discípulos de Juan se convirtieron en discípulos de Jesús (cf. Jn 1, 35-38), mientras que otros siguieron vinculados a este profeta todavía del Antiguo Testamento, pero que señala ya el camino del Nuevo, ante el que él tiene que ceder.
Al final, pese a su popularidad y su fuerza, Juan es aplastado por los poderes del mal, ya que él no sólo anuncia la venida del Mesías, sino que denuncia todo aquello que se opone al Reino de Dios, como es la arbitrariedad del tiranuelo Herodes. Juan decrece, mientras el movimiento en torno a Jesús va en aumento. Así se cumple lo que Juan mismo había profetizado.
Pero he aquí que le asaltan dudas. Posiblemente, como a tantos otros judíos de su tiempo, el mesianismo de Jesús le choca, no corresponde con sus expectativas, con lo que él se había imaginado: un mesianismo de fuerza, de castigo de los pecadores, de derrocamiento de los poderes injustos… En la cárcel, impotente, envía un mensaje a Jesús. “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” Una pregunta tremenda para el que había dicho “Este es el Cordero de Dios”. ¿Cómo se explica esto? ¿Es que acaso no conocía a Jesús? ¿No lo había ya reconocido? ¿No se habría equivocado, no habrían sido en vanos todos sus esfuerzos, incluido su sacrificio final que lo encierra en la cárcel y lo llevará a la muerte?
Vemos que incluso los profetas, pese a su clarividencia, y puesto que son hombres de fe, tienen un proceso que no excluye las dudas. La pregunta es tremenda más por la segunda parte que por la primera. Seguir esperando… cuando creíamos que ya había venido “el que había de venir”, el objeto de nuestra espera, de nuestra esperanza. Tener que seguir esperando se antoja una terrible cuesta arriba cuando se había vislumbrado el fin de la larga espera. Si tenemos que esperar a otro, de nuevo se abre el horizonte incierto, el futuro sin fondo, el cansancio de un camino que parece no tener fin.
Esta experiencia, que tal vez atormentaba a Juan más que la prisión y la amenaza de muerte, se repite de muchas formas en nuestra vida. En el estudio, el trabajo, el matrimonio, la vida cristiana. Empezamos llenos de alegría, de algo que es más que esperanza, pues tenemos la sensación de que, por fin, hemos encontrado aquello a lo que aspirábamos, el objeto de nuestros deseos, la persona que ha de colmar nuestra vida, la fe que nos ilumina… Y después… llega la rutina, las desilusiones, el tedio. No era esto lo que había imaginado y, desde luego, no era tal y como me lo había imaginado. ¿No me habré equivocado? ¿Era este mi camino o tendré que buscar otro? Parece que se nos nubla la mirada y lo que antes nos parecía claro y evidente se hace problemático y opaco.
La respuesta de Jesús a la pregunta de Juan también nos vale a nosotros. Jesús hace de profeta para el profeta. De hecho su respuesta es una cita de los textos proféticos, sobre todo de Isaías, que anuncian la presencia del Reino de Dios: los ciegos ven, los cojos andan, la tristeza se convierte en alegría, la debilidad en fuerza, la cobardía en valentía. Juan tiene que entender bien la respuesta indirecta de Jesús, que no habla de sí, sino de lo que Dios está haciendo por medio de Él. Jesús invita a Juan a participar de esa alegría que él mismo ha anunciado. Aunque el estilo de Jesús no es exactamente lo que Juan había imaginado, la respuesta que recibe es un pleno espaldarazo de su ministerio: por un lado los oráculos proféticos se realizan en Jesús. Por el otro, ¿no había anunciado el mismo Juan a uno “más grande que yo”? Pues esta grandeza mayor se realiza, pero no en la línea de la fuerza, la amenaza de castigo o el miedo, sino en la de la misericordia, el perdón y la alegría. Puede ser que no fuera como él se imaginaba, pero es claro que las profecías se están cumpliendo en Jesús. Y es que Dios siempre es capaz de sorprendernos y supera con creces nuestra imaginación.
Por otro lado, Jesús reconoce el gran papel que Juan ha realizado, al que tenía en un altísimo concepto. Podemos imaginarnos la sorpresa que la alabanza de Jesús a Juan tuvo que causar entre sus oyentes: si no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista, significa que Juan es más grande que Abraham, que Moisés, que David. Todo el universo religioso judío, la ley y los profetas, se quedaban pequeños ante ese postrer profeta que, pese a la conmoción que produjo su aparición, no dejaba de ser a los ojos de sus contemporáneos un personaje marginal en el conjunto de la historia de Israel. La sorprendente alabanza de Jesús contiene, sin embargo, un profundo contenido cristológico y sólo desde él adquiere todo su sentido: la grandeza de Juan consiste en haber llevado hasta el final el largo camino que desde la antigua alianza conduce a la realización de las promesas.
Pero con Juan termina un mundo y una historia que, en forma de promesa, apuntan a Cristo, con y en quien se inaugura la cercanía del Reino de Dios. Juan es, en la historia de la salvación, el último de los siervos fieles que han preparado el camino al Mesías y han hecho así posible la inauguración de una nueva alianza.
El más pequeño en el reino de los cielos es más grande que Juan. Cualquiera de nosotros, sin tener la enorme estatura de Juan el Bautista, tiene la posibilidad de gozar de aquello que Juan y toda su tradición religiosa anunció sin llegar a disfrutar, tenemos acceso al que cumple las promesas: escuchamos su Palabra, nos sentamos con él a su mesa. Somos más grandes que Juan no por nuestra justicia, sino porque disfrutamos de la gracia de Dios, de la presencia del novio, de la cercanía del Hijo.
Pero el verdadero “pequeño” del Reino de los Cielos y más grande que Juan es, en realidad, el mismo Jesús. Es el pequeño porque es el Hijo. Y es que la nueva alianza no está basada en la ley sino en la filiación. Y Él es del que Juan dijo que viene detrás de mí uno que es más grande que yo.
Nosotros somos más grandes que Juan en cuanto estamos unidos a Cristo. Vivir en Él es el mejor homenaje que podemos hacerle a Juan (y todos nosotros hemos tenido un Juan el Bautista en nuestra vida). Porque nosotros somos los objetos de la profecía realizada con que Jesús confirma a Juan que él es el Mesías: somos los ciegos que ven, los cojos que andan, los sordos que oyen, los pobres a los que se anuncia la buena noticia.
Sin embargo, siempre se puede objetar que, a pesar de los signos de la presencia del Reino de Dios, muchas cosas siguen igual. El cambio no es tan radical como para desterrar de una vez y para siempre el mal, la violencia, la injusticia y el sufrimiento (sigue habiendo ciegos, cojos, sordos y pobres). La realización no es tan espectacular como esperábamos, como nos hubiera gustado. Por ahí pueden surgir también las dudas, los interrogantes. La cuestión es que con Jesús ha comenzado una nueva historia, una nueva forma de relación con Dios, con los demás, con la naturaleza, con nosotros mismos. Pero esta posibilidad abierta es también cosa nuestra. Hemos recibido la gracia de la presencia entre nosotros del esperado de los tiempos, del Hijo de Dios, pero es tarea nuestra reconocerlo, acogerlo, confesarlo, caminar en su seguimiento. Esta realidad es como una semilla que ha sido depositada en nosotros y que tenemos que cuidar para que germine, crezca y dé fruto. Por eso es tan importante la paciencia, virtud estrechamente emparentada a la esperanza, y que se traduce además en la perseverancia. En este mundo de prisas e impaciencias, en que sabemos muy bien exigir (quejarnos unos de otros) y queremos adquirir productos listos para el consumo, Jesús (y Santiago, en la segunda lectura) nos exhortan a adoptar actitudes difíciles pero auténticas, que nos ponen en contacto con las raíces de la vida que crece en nosotros.
¿Cómo traducir esto a nuestra vida cotidiana? Jesús cura nuestra ceguera y nos abre los ojos para el bien que, pese a todo, existe a nuestros alrededor, en lo que hacemos, en las personas con las que vivimos; cura nuestra sordera y abre nuestros oídos a las necesidades de los demás; sana nuestra cojera para que nos pongamos en camino. Hay mucho más bien de lo que a veces nos empeñamos en percibir, y muchas posibilidades inesperadas que, para crecer, necesitan la “lluvia temprana y tardía” de nuestra confianza, paciencia, perseverancia y fidelidad. Así pues, alegrémonos, y dichosos nosotros si no nos escandalizamos del Él.

(José María Vegas, cmf)

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