¿El camino? JESÚS |
José María Vegas, cmf
Jesús, camino, verdad y vida
El tono luminoso de los primeros domingos de Pascua cede en
este domingo de modo sorprendente a una atmósfera algo apesadumbrada, incluso
triste. El Evangelio recoge palabras de los discursos de despedida de Jesús
antes de la Pasión, que en el contexto de la Pascua se entienden como
preparación para la Ascensión, es decir, para la desaparición física de la
presencia de Jesús entre sus discípulos. En realidad, la desaparición física de
Jesús tiene lugar con su muerte en la Cruz. Pero no cabe duda de que después de
la muerte hubo un período especialísimo, en el que se multiplicaron las
experiencias de presencia del Resucitado, experiencias de gran intensidad en
las que los discípulos, en situaciones y circunstancias distintas, tuvieron la
evidencia de que Jesús estaba vivo, había Resucitado. Fueron experiencias
fundacionales, que tuvieron la virtualidad de reunir de nuevo a los que se
habían dispersado tras la muerte, y en las que la partición del pan y la
actualización de las palabras de Jesús tuvieron un protagonismo principal.
Sin embargo, ese período de extraordinaria intensidad debió
ir cediendo poco a poco a una estabilización, normalización e
institucionalización. Y no es extraño que en esa nueva situación los
discípulos, sobre todo los de primera hora, sintieran una cierta nostalgia:
nostalgia de la presencia física del Maestro, tal como la
experimentaron antes
de su muerte y resurrección; y nostalgia de ese periodo postpascual de
extraordinaria actividad del Espíritu e intensas experiencias de la presencia
de Jesús resucitado en la comunidad.
La nostalgia puede convertirse en una mala consejera, que
genera turbación, desconfianza y miedo al incierto futuro. Las cosas no son
como eran, ¿cómo serán, entonces, en el futuro? Jesús nos exhorta a la
confianza en Dios y en Él mismo, nos anima a no dejarnos vencer por el
desconcierto o el temor a mirar hacia adelante, y a hacernos al camino que él
ha abierto (va abriendo) para nosotros. Pero, nosotros, atenazados por el
miedo, respondemos que no vemos el sentido y la meta, que no sabemos qué hacer,
ni para dónde tirar. Afloran entonces las tentaciones de buscar falsas
seguridades: la seguridad económica, la seguridad del éxito social que podemos
intentar comprar, la seguridad que proporciona vivir encerrados en nosotros
mismos, evitando el riesgo de la confrontación con el mundo, a veces hostil, al
que Jesús, sin embargo, se empeña en enviarnos. “No sabemos a dónde vas, ¿cómo
vamos a saber el camino?” La objeción del siempre realista Tomás tiene muchos
quilates, y nos debería hacer reflexionar, porque esa objeción nos refleja muy
bien a todos de un modo u otro. Nos cuesta mucho entender el camino de Jesús,
la lógica de sus acciones, el verdadero sentido de su vida y de su muerte. Y,
aunque “en general” lo tengamos claro (Jesús es el Hijo de Dios que murió por
nosotros y resucitando nos dio nueva vida, etc.), cuando se trata de ir
nosotros por ese camino por el que nos invita a seguirle (“adonde yo voy, ya
sabéis el camino”) nuestra comprensión se oscurece y asoma el desconcierto. Eso
puede ser así en ciertos momentos de nuestra experiencia personal, en la que
nos seguimos rigiendo tantas veces por la lógica del éxito mundano (según la
mentalidad más primitiva de la retribución inmediata) y no por la extraña
lógica de la Cruz, la elegida por Jesús, que significa no doblegarse de ningún
modo ante las fuerzas del mal, ni siguiera para lograr algo pretendidamente
bueno. Pero puede reflejar también la experiencia de la Iglesia, especialmente
en momentos de crisis, como el que, al parecer, vivimos ahora, especialmente en
el mundo occidental: podemos tener la sensación de encontrarnos en un callejón
sin salida, en un proceso de lenta desaparición de la fe y de la misma
comunidad eclesial, en esta cultura tan profundamente marcada por una
experiencia secular de cristianismo, de la que, al parecer, ahora esa cultura
quiere renegar.
Si decimos que no sabemos el camino, que no sabemos qué
hacer, que no sabemos por dónde tirar, es que no sabemos ni conocemos a Cristo:
porque él mismo es para nosotros camino: “quien dice que permanece en él, debe
vivir como vivió él” (1 Jn 2, 6). Que Jesús es camino, verdad y vida significa
que no es un mero referente teórico, ni sólo un hermoso ideal, sin incidencia
en nuestra vida; es un camino verdadero, el camino que conduce a la verdad de
nuestra vida, el camino que conduce a la vida plena, a la comunión con Dios,
nuestro Padre. Pero hay que hacerse a ese camino, seguir por él a Jesús, aunque
nos lleve a la Cruz, a esa realidad difícil y paradójica en la que la aparente
derrota se convierte en victoria, la muerte, en vida.
Sin embargo, no terminan ahí las objeciones. Jesús insiste
en que yendo por el camino que nos propone y que es él mismo estamos ya en
contacto con el Padre, al que ya conocemos y hemos visto. Se percibe en estas
palabras de Jesús una gran confianza en la eficacia de la enseñanza viva que ha
transmitido a sus discípulos, a nosotros que creemos en él. Pero ahora es
Felipe el que expresa lo “torpes que somos para entender” (cf. Lc 24, 25; Mc 4,
13). Y, sin embargo, en las palabras de Felipe (“muéstranos al Padre”) hay un
gran fondo de razón. Queremos ver. Es cierto que por la fe en Jesucristo
llegamos a ver y entender muchas cosas. Pero no deja de ser también verdad que
en las condiciones de nuestro mundo “vemos como en un espejo, confusamente” (1
Cor 13, 12). Y hay que tener en cuenta que en tiempos de Pablo los espejos no
eran el vidrio con metal azogado de ahora (que se inventó en el siglo XIII),
sino superficies de bronce o cobre bruñido que permitían un reflejo muy
deformado de la realidad. Especialmente cuando cunde el desconcierto y la
inseguridad, el deseo de “ver” directamente se intensifica hasta la angustia.
Pero la respuesta de Jesús, una vez más, es una llamada a una fe que es
confianza. Hay realidades que no podemos ver, así, sin más, directamente. Si
alguien le dice a su amigo que quiere “ver” su amistad, o a la persona amada
que quiere “ver” su amor, o el que padece injusticia exige “ver” la justicia en
sí… ¿qué se les puede responder? Las realidades más importantes y esenciales de
nuestra vida no son directamente visibles, porque no son cosas, objetos a la
mano de los que podemos disponer. La amistad, la justicia y el amor se pueden
expresar en signos que los hacen patentes; pero para “ver” en esos signos la
presencia de esas realidades hace falta también, por parte de quien mira,
determinadas disposiciones: apertura, acogida, confianza.
Si lo dicho de eses dimensiones es verdad, tanto más lo ha
de ser respecto de Dios. “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único… lo ha
dado a conocer” (Jn 1, 18). El “signo” que Dios nos ha dado para hacérsenos
visible es su propio Hijo: mucho más que un mero símbolo, como una inerte señal
de tráfico, es una presencia viva en relación directa con Dios: “ver” a Jesús
como el Hijo de Dios significa descubrir en él la paternidad de Dios, ver en él
al Padre. Jesús es el único camino que nos conduce al Padre, y él es la
presencia visible del Dios que se ha revelado como Padre de Jesús y, en Jesús,
de todos nosotros. Pero también para este “ver” hace falta la fe, en forma de
confianza, a la que Jesús nos exhorta al principio del Evangelio. Y, al final,
remata la exhortación apelando a las obras: si persisten las dudas o el
desconcierto en nuestro corazón “al menos, creed a las obras”. ¿Qué obras son
esas? La obra de Jesús por excelencia es su entrega en la Cruz por amor, y su
resurrección, en la que el amor triunfa sobre la muerte. Es el triunfo del
Espíritu, que es el vínculo entre el Hijo y el Padre, y la garantía de la
presencia de Jesús en su Iglesia, en la comunidad de sus discípulos, y que,
pese a la sensación de ausencia que en ocasiones nos embarga, es una presencia
real, efectiva, operativa: también ahí hay que creer en las obras. Hoy no se
habla todavía del Espíritu, pero es él el que va tomar el protagonismo en la
recta final del tiempo pascual, y hoy, de manera indirecta (más claramente en
la segunda lectura) se empieza a percibir ese protagonismo.
La primera lectura nos ofrece un ejemplo patente de la
confianza en las obras del Espíritu. La Iglesia crece, se hace una comunidad
compleja e, inevitablemente, surgen los conflictos. Pero éstos pueden ser
ocasión para un crecimiento no sólo cuantitativo, sino orgánico, cualitativo,
para un desarrollo carismático que enriquece a la comunidad. De hecho, el ideal
de la Iglesia no es permanecer románticamente en la situación del primer núcleo
creyente (la nostalgia por las pequeñas comunidades, a veces pequeñas también
en horizontes y perspectivas), sino hacerse también al camino, descubrir, bajo
la inspiración del Espíritu, nuevas dimensiones, adecuadas a las personas y los
grupos heterogéneos que se van incorporando: sacerdotes judíos ligados al
templo, judíos helenistas, además de galileos, samaritanos y, finalmente,
gentiles. La diversidad no rompe la comunión si los responsables de la
comunidad junto con toda la asamblea están a la escucha de la Palabra y son
capaces de responder a las nuevas situaciones en la docilidad al Espíritu. En
este caso, nace el grupo de los diáconos, todos de origen griego, y que son
también obra del Espíritu, que va estructurando la comunidad eclesial. Vemos
aquí cómo la Iglesia tiene que reflejar y anticipar esa casa del Padre en la
que hay muchas estancias, en la que hay lugar para todos.
También la segunda lectura habla de este camino dinámico en
el que consiste la vida de la Iglesia. Aquí se presenta bajo la sugerente
imagen de la construcción de un templo. Su origen y fundamento es el mismo
misterio pascual al que se refieren las obras de las que habla el Evangelio:
Jesús, piedra desechada (su muerte), pero escogida por Dios (en la
resurrección); se trata de una llamada y un don por parte de Dios (“raza
elegida, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo adquirido por Dios”), pero
también de una tarea abierta: entramos en la construcción del templo del
Espíritu, que es un proceso tan amplio como la propia historia de la humanidad,
como la diversidad de pueblos, culturas y épocas.
En síntesis, en estos tiempos de desconcierto e incerteza
Jesús nos llama a la fe, a la confianza, a la apertura y, también, a la actitud
activa que, dejando a un lado todo temor y nostalgia de tiempos pasados, se
pone a la tarea de discernir el modo de responder a los problemas reales de nuestro
tiempo para, en fidelidad al Espíritu, seguir construyendo el templo de Dios en
el que los hombres y mujeres de hoy puedan encontrar su lugar y, mirando al
Hijo, puedan ver al Padre.
(Fuente: ciudadredonda)
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