EL SACERDOCIO SEGÚN EL SANTO CURA DE ARS
El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como
sacerdote, un inmenso don para su gente: “Un buen pastor, un pastor según el
Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una
parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”. Hablaba
del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza
del don y de la tarea confiados a una
criatura humana: “¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría…
Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír
su voz y se encierra en una pequeña hostia…”.
Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos
decía: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor.
¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra
alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su
peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios,
lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el
sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la
resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote…
¡Después
de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo
lo entenderá en el cielo”. Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal
del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima
consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido
por un inmenso sentido de la responsabilidad: “Si comprendiéramos bien lo que
representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor…
Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada.
El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos
serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la
puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo:
él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador
de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las
bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para
vosotros”.
2.- Al servicio de la conversión
Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido
por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: “No hay mucho amor de Dios
en esa parroquia; usted lo pondrá”. Bien sabía él que tendría que encarnar la
presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación: “Dios
mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras
durante toda mi vida”. Con esta oración comenzó su misión.
El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su
parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación
cristiana del pueblo que le había sido confiado.
3.- Identificación con Jesucristo.
En primer lugar, su total identificación con el propio
ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra
salvífica era y es expresión de su “Yo filial”, que está ante el Padre, desde
toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo
análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta
identificación.
El Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente
tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio
confiado, “viviendo” incluso materialmente en su Iglesia parroquial: “En
cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa… Entraba en la
Iglesia antes de la aurora y no salía hasta después del Ángelus de
la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar”, se lee en
su primera biografía.
4.- Sacramento de presencia y de servicio al pueblo a él
confiado.
El Santo Cura de Ars también supo “hacerse presente” en todo
el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las
familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; recogía y
administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba la
iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas
huérfanas de la “Providence” (un Instituto que fundó) y de sus
formadoras; se interesaba por la educación de los niños; fundaba hermandades y
llamaba a los laicos a colaborar con él.
5.- En colaboración corresponsable con los laicos.
Su ejemplo me lleva a poner de relieve los
ámbitos de colaboración en los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos,
con los que los presbíteros forman un único pueblo sacerdotal y entre los
cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos “para llevar a
todos a la unidad del amor: ‘amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando
en la estima mutua’ (Rm 12, 10)”. En este contexto, hay que tener
en cuenta la encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los
presbíteros de “reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y
la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia… Deben escuchar de
buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y
reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la
actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los
tiempos”.
6.- El ejemplo de la propia vida y del fervor del
sacerdote.
El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo
con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar,
acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía.
“No hay necesidad de hablar mucho para orar bien”, les enseñaba el Cura de Ars.
“Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón,
alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración”. Y les persuadía: “Venid
a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir
con Él…”. “Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis”. Dicha
educación de los fieles en la presencia eucarística y en la
comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo
Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que “no se podía encontrar
una figura que expresase mejor la adoración… Contemplaba la hostia con amor”.
Les decía: “Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de
la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de
Dios”. Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote
dependía de la Misa: “La causa de la relajación del sacerdote es que
descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si
estuviese haciendo algo ordinario!”. Siempre que celebraba, tenía
la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: “¡Cómo aprovecha
a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!”.
7.- Del altar al confesionario: los dos ámbitos más
privilegiados.
Esta identificación personal con el Sacrificio de la
Cruz lo llevaba –con una sola moción interior– del altar al
confesonario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver
vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles
hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de
Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días,
pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica
religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con
consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la
belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima
exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un “círculo virtuoso”.
Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia,
consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús,
seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para
escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de
penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesonario hasta
16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en “el
gran hospital de las almas”. Su primer biógrafo afirma: “La gracia
que conseguía [para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante que
salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tregua”. En este mismo sentido,
el Santo Cura de Ars decía: “No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle
perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él”. “Este
buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes”.
8.- Testimoniar y transmitir el amor misericordioso de
Dios.
El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y
la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor
misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio
y un testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8).
Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús,
Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba
interiormente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas
veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que
se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar,
permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la
salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión
con una ascesis severa: “La mayor desgracia para nosotros los
párrocos –deploraba el Santo– es que el alma se
endurezca”; con esto se refería al peligro de que el pastor se
acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus
ovejas.
9.- El valor y el sentido de la mortificación.
Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar que
opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba voluntariamente en
favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la expiación de
tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: “Le
diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto
lo hago yo por ellos”.
Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars
hacía, el núcleo de su enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para
todos: las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse
a su salvación sin participar personalmente en el “alto precio” de la
redención.
10.- La primacía y la fecundidad de los consejos
evangélicos: pobreza, castidad y obediencia.
La identificación sin reservas con este “nuevo estilo de
vida” caracterizó la dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan
XXIII en la Carta encíclica Sacerdotii nostra primordia,
publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de san Juan María
Vianney, presentaba su fisonomía ascética refiriéndose particularmente a los
tres consejos evangélicos, considerados como necesarios también para los
presbíteros: “Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al
sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos
evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le
presenta como el camino real de la santificación cristiana”.
El Cura de Ars supo vivir los “consejos evangélicos” de
acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su pobreza no
fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar
de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por
sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia, sus
pobres, sus huérfanos, sus niñas de la “Providence”, sus familias más
necesitadas. Por eso “era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí
mismo”. Y explicaba: “Mi secreto es simple: dar todo y no conservar
nada”. Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los
pobres que le pedían: “Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros”. Así,
al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: “No tengo nada… Ahora
el buen Dios me puede llamar cuando quiera”.
También su castidad era la que
se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir que era la castidad
que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos la
Eucaristía y contemplarla con todo su corazón arrebatado y con el mismo
entusiasmo la distribuye a sus fieles. Decían de él que “la castidad brillaba
en su mirada”, y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el
sagrario con los ojos de un enamorado.
También la obediencia de san Juan
María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias
cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo
para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse “a llorar su pobre vida,
en soledad”. Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo
para seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: “No hay dos
maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser
servido”. Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: “Hacer
sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios”.
11.- La comunión eclesial en la vida sacerdotal.
Quisiera añadir además, en línea con la
Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan
Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical “forma comunitaria” y
sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo. Es
necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada
en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se
traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y
afectiva.
12.- La importancia del celibato sacerdotal.
Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del
celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales
se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio.
13.- El amor y la devoción mariana del sacerdote.
La celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan
María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las celebraciones apenas
concluidas del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en
1959, el Beato Papa Juan XXIII había hecho notar: “Poco antes de que el Cura de
Ars terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se
había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para
comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia
espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este
sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de
las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él
mismo sentía una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la
Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María
concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la
definición dogmática de 1854”.
El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que
“Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos
de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre”.
(Autor: Jesús de las Heras Muela)
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