A todos los maestros…
Aquella mañana la
señorita Thompson fue consciente de que había mentido a sus alumnos. Les había
dicho que ella les quería a todos por igual pero, acto seguido se había fijado
en Teddy, sentado en la última fila, y se había dado cuenta de la falsedad de sus
palabras.
La señorita Thompson había estado observando a Teddy el
curso anterior y se había dado cuenta que no se relacionaba bien con sus
compañeros y que tanto su ropa como él parecían necesitar un buen baño. Además
el niño acostumbraba a comportarse de manera bastante desagradable con sus
profesores. Llego un momento en que la señorita Thompson disfrutaba realmente
corrigiendo los deberes de Teddy y llenando su cuaderno de grandes cruces rojas
y bajas puntuaciones. Sin duda era lo que merecía por su dejadez y falta de
esfuerzo.
En aquel colegio era obligatorio que cada maestro se
encargara de revisar los expedientes de los alumnos al inicio de curso, sin
embargo la señorita Thompson fue relegando el de Teddy hasta dejarlo para el
final. Sin embargo al llegarle su turno, la profesora se encontró con una
sorpresa. La profesora de primer curso había anotado en el expediente del
chico: “Teddy es un chico brillante, de risa fácil. Hace sus trabajos
pulcramente y tiene buenos modales. Es una delicia tenerle en clase.” Tras el
desconcierto inicial, la señorita Thompson
continúo leyendo las observaciones
de los otros maestros. La profesora de segundo había anotado, “Teddy es un
alumno excelente y muy apreciado por sus compañeros, pero tiene problemas en
seguir el ritmo porque su madre está aquejada de una enfermedad terminal y su
vida en casa no debe ser muy fácil.” Por su parte el maestro de tercero había
añadido: “La muerte de su madre ha sido un duro golpe para él. Hace lo que
puede pero su padre no parece tomar mucho interés, sin no se toman pronto
cartas en el asunto, el ambiente de casa acabará afectándole
irremediablemente.”. Su profesora de cuarto curso había anotado: “Teddy se
muestra encerrado en sí mismo y no tiene interés por la escuela. No tiene demasiados
amigos y, a veces, se duerme en clase.”
Avergonzada de sí misma, la señorita Thompson cerró el
expediente del muchacho. Días después, por Navidad, aún se sintió peor cuando
todos los niños le regalaron algunos detalles envueltos en brillantes papeles
de colores. Teddy le llevó un paquete toscamente envuelto en una bolsa de la
tienda de comestibles. En su interior había una pulsera a la que faltaban
algunas piedras de plástico y una botella de perfume medio vacía. La señorita
Thompson había abierto los regalos en presencia de la clase, y todos rieron
mientras enseñaba los de Teddy. Sin embargo las risas se acallaron cuando la
señorita Thompson decidió ponerse aquella pulsera alabando lo preciosa que le
parecía, al tiempo que se ponía unas gotas de perfume en la muñeca. Teddy fue
el último en salir aquel día y antes de irse se acercó a la señorita Thompson y
le dijo: “Señorita, hoy huele usted como solía oler mi mamá.”
Aquel día la señorita Thompson quedó sola en la clase,
llorando, por más de una hora. Aquel día decidió que dejaría de enseñar lectura
escritura o cálculo. A partir de ahora se dedicaría a educar niños. Comenzó a
prestar especial atención a Teddy y, a medida que iba trabajando con él, la
mente del niño parecía volver a la vida. Cuánto más cariño le ofrecía ella, más
deprisa aprendía él. Al final del curso, Teddy estaba ya entre los más
destacados de la clase. Esos días, la señorita Thompson recordó su “mentira” de
principio de curso. No era cierto que los “quisiera a todos por igual”. Teddy
se había convertido en uno de sus alumnos preferidos.
Un año después la maestra encontró una nota que Teddy le
había dejado por debajo de su puerta. En ella Teddy le decía que había sido la
mejor maestra que había tenido nunca.
Pasaron seis años sin noticias de Teddy. La señorita
Thompson cambió de colegio y de ciudad, hasta que un día recibió una carta de
Teddy. Le escribía para contarle que había
finalizado la enseñanza superior y para decirle que, continuaba siendo
la mejor maestra que había tenido en su vida.
Unos años más tarde recibió de nuevo una carta. El niño le
contaba como, a pesar de las dificultades había seguido estudiando y que pronto
se graduaría en la universidad con excelentes calificaciones. En aquella carta
tampoco se había olvidado de recordarle que era la mejor maestra. Cuatro años
después, en una nueva carta, Teddy relataba a la señorita Thompson como había
decidido seguir estudiando un poco más tras licenciarse. Esta vez la carta la
firmaba el doctor Theodore F. Stoddard, para la mejor maestra del mundo.
Aquella misma primavera, la señorita Thompson recibió una
carta más. En ella Teddy le informaba del fallecimiento de su padre unos años
atrás y de su próxima boda con la mujer de sus sueños. En ella le explicaba que
nada le haría más feliz que ella ocupara el lugar de su madre en la ceremonia.
Por supuesto la señorita Thompson aceptó y acudió a la
ceremonia con el brazalete de piedras falsas que Teddy le regalará en el
colegio y, perfumada con el mismo perfume de su madre. Tras abrazarse, Teddy le
susurró al oído: “Gracias, señorita Thompson, por haber creído en mí. Gracias
por haberme hecho sentir importante, por haberme demostrado que podía cambiar.”
Visiblemente emocionada, la señorita Thompson le susurró:
“Te equivocas, Teddy, fue al revés. Fuiste tú el que me enseñó que yo podía
cambiar. Hasta que te conocí, yo no sabía lo que era enseñar.”
(Fuente: adaptación de“Three
letters from Teddy” de Elizabeth Silance Ballard."
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