Queridos hermanos:
Del desierto del domingo pasado, vamos ahora a lo alto de la
montaña para orar. En la primera lectura: “Dios sacó afuera a Abraham y le
dijo: Mira al cielo, cuenta las estrellas si puedes, y añadió: Así será tu
descendencia”. En la montaña contemplamos las estrellas y puede que nos pase
como a Abraham, a Pedro, a Santiago y a Juan: “se caían de sueño”, “un sueño
profundo invadió a Abraham”, cansados de buscar o de la esterilidad. Cuantos
proyectos e ilusiones gastados, cuanta oscuridad: “Cuando iba a ponerse el sol,
un terror intenso y oscuro cayó sobre él”, “Se asustaron al entrar en la nube”,
por eso es necesario renovar la aventura increíble de escuchar a Dios en su
Hijo.
Lucas nos cuenta en esta página, la experiencia de fe de los
apóstoles con un relato lleno de símbolos. “Su rostro cambió y sus vestidos
brillaban de blancos. De repente dos hombres conversaban con él: eran Moisés
y
Elías, que aparecieron con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumarse
en Jerusalén”. No entienden, ¿hablar de la muerte, cuando están viviendo una
experiencia única y gozosa?, ¿qué significa la presencia de Moisés y Elías? Su
ilusión era grande, que más se puede pedir y soñar, por eso Pedro dice:
“Maestro, qué hermoso es estar aquí. Haremos tres chozas…No sabía lo que
decía”. El camino será largo y deberá atravesar la oscuridad de la muerte,
hasta llegar a la luz de la vida en la resurrección, es el camino de la
Cuaresma.
Todos los seguidores de Jesús estamos llamados a vivir esta
experiencia de transfiguración o transformación, nos lo dice San Pablo en la
segunda lectura: “El transformará nuestra condición humilde, según el modelo de
su condición gloriosa”. La fe no nos aligerará el paso, no allanará las
dificultades, no resolverá por arte de magia las dudas, pero nos hará creer en
la renovación del hombre y la sociedad. El encuentro con Jesús nos cambia y ya
no valdrán las medias tintas, el amor se muestra en plenitud. Por eso es
esencial el orar, el cultivar la amistad, sentirnos como los tres apóstoles,
casi atontados ante ese misterio, oír la voz del Padre que nos dice: “Este es mi
Hijo, el escogido; escuchadlo”.
Solemos criticar que después de esta experiencia, como
pudieron dudar, dejarlo solo (“Jesús se encontró solo”) y no entender al
Maestro, cada uno podría pensar en sí mismo. Tantas pruebas de la presencia de
Dios en nuestras vidas, retiros, ejercicios espirituales, momentos en la
montaña y en distintos Tabores, en los que parece que estamos dispuestos a
todo. Pero después en la vida diaria, cuanto nos cuesta asumir la cruz, la
oscuridad, en fin, seguimos preguntándonos por el sentido de la vida, por el
significado del dolor y de la muerte, aunque nosotros sabemos que la
transfiguración es anticipo de la resurrección.
“Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a
nadie todo lo que habían visto”, puede ser una postura inteligente, para que no
se nos vaya la fuerza por la boca. Con humildad ahora, debemos de bajar de la
montaña donde hemos contemplado a Cristo, para unirnos a los hombres que luchan
por una sociedad mejor. No tengamos miedo, tampoco nos escondamos en el
individualismo, o en el pensar que hemos resuelto el enigma de la vida o de la
verdad. Escuchemos el punto de vista de los otros, dialoguemos y demos
testimonio de que Jesús es nuestra energía, y que la Pascua ya está en marcha.
Ninguno de nosotros olvidaremos lo que ocurrió ese día en el
monte, o en cualquiera de los sitios en los que nos hemos encontrado o tenido
una experiencia de Dios. En muchas ocasiones tendremos que volver a ese amor
primero, retomar la amistad con Jesucristo. Este es uno de los temas más
importantes en las actuales circunstancias de la vida, en las que la fe nos es
difícil vivirla en un ambiente que niega la trascendencia. Miremos las
estrellas, contémoslas si podemos y pisemos el suelo, la arena del desierto,
mientras nos aproximamos a la gloria poco a poco, encuentro tras encuentro, con
Jesús y los prójimos.
(Autor: Julio César
Rioja, cmf)
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