La intercesión es una oración de petición que nos
conforma muy de cerca con la oración de Jesús. Él es el único intercesor ante
el Padre en favor de todos los hombres, de los pecadores en particular (cf Rm
8, 34; 1 Jn 2, 1; 1 Tm 2. 5-8). Es capaz de “salvar perfectamente a los que por
Él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor” (Hb
7, 25). El propio Espíritu Santo “intercede por nosotros [...] y su intercesión
a favor de los santos es según Dios” (Rm 8, 26-27).
Interceder, pedir
en favor de otro, es, desde Abraham, lo propio de un corazón conforme a la
misericordia de Dios. En el tiempo de la Iglesia, la intercesión cristiana
participa de la de Cristo: es la expresión de la comunión de los santos. En la
intercesión, el que ora busca “no su propio interés sino [...] el de los demás”
(Flp 2, 4), hasta rogar por los que le hacen mal (cf. San Esteban rogando por
sus
verdugos, como Jesús: cf Hch 7, 60; Lc 23, 28. 34).
Las primeras comunidades cristianas vivieron intensamente
esta forma de participación (cf Hch 12, 5; 20, 36; 21, 5; 2 Co 9, 14). El
apóstol Pablo les hace participar así en su ministerio del Evangelio (cf Ef 6,
18-20; Col 4, 3-4; 1 Ts 5, 25); él intercede también por las comunidades (cf 2
Ts 1, 11; Col 1, 3; Flp 1, 3-4). La intercesión de los cristianos no conoce
fronteras: “por todos los hombres, por [...] todos los constituidos en
autoridad” (1 Tm 2, 1), por los perseguidores (cf Rm 12, 14), por la salvación
de los que rechazan el Evangelio (cf Rm 10, 1). (Fuente: CIC 2634-2636)
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