Con la celebración litúrgica de éste día la Iglesia nos
anima a comenzar la peregrinación hacia la fiesta de Pascua. Hoy comenzamos con el Domingo de Ramos o de la Pasión del
Señor, en éste día recordamos que el Señor se encaminó hacia el árbol de la
cruz, pero no lo hizo solo, estuvo acompañado, vivió en su propia carne las
experiencias más profundas y hondas que puede sufrir un ser humano en los
momentos límites y de dolor. El Padre permitió que el Hijo recorriera la vía
dolorosa de la humanidad y que cargara sobre sí toda nuestra miseria y pecado,
con cuánto dolor habrá llevado el Señor tanta desgracia y bajeza sobre sus
espaldas y con cuánto amor las habrá cargado que las llevó hasta el fin.
Este día tiene su propia luz, su propia atmósfera, no
necesitamos mas que escuchar las lecturas del día y meditarlas en el corazón
para que empiece a obrar el Espíritu Santo con su gracia renovadora.
Te compartimos la Homilía del Santo Padre en la Basílica de
San Pedro, de la misa de Ramos celebrada a puertas cerradas, sin público por la
pandemia del covid-19.
Jesús «se despojó de sí mismo tomando la condición
de esclavo» (Flp 2,7). Con estas palabras del apóstol
Pablo, dejémonos introducir en los días santos, donde la Palabra de Dios,
como un estribillo, nos muestra a Jesús como siervo: el siervo que
lava los pies a los discípulos el Jueves santo; el siervo que sufre y que
triunfa el Viernes santo (cf. Is 52,13); y mañana, Isaías
profetiza sobre Él: «Mirad a mi Siervo, a quien sostengo» (Is 42,1). Dios
nos salvó sirviéndonos. Normalmente pensamos que somos
nosotros los que servimos a Dios. No, es Él quien nos sirvió gratuitamente,
porque nos amó primero. Es difícil amar sin ser amados, y es aún más
difícil servir si no dejamos que Dios nos sirva.
Pero, ¿cómo nos sirvió el Señor? Dando su vida por
nosotros. Él nos ama, puesto que pagó por nosotros un
gran precio. Santa
Ángela de Foligno aseguró haber escuchado de Jesús estas palabras: «No te he
amado en broma». Su amor lo llevó a sacrificarse por nosotros, a cargar sobre
sí todo nuestro mal. Esto nos deja con la boca abierta: Dios nos salvó
dejando que nuestro mal se ensañase con Él. Sin defenderse, sólo con la
humildad, la paciencia y la obediencia del siervo, simplemente con la fuerza
del amor. Y el Padre sostuvo el servicio de Jesús, no
destruyó el mal que se abatía sobre Él, sino que lo sostuvo en su
sufrimiento, para que sólo el bien venciera nuestro mal, para que fuese
superado completamente por el amor. Hasta el final.
El Señor nos sirvió hasta el punto de experimentar las
situaciones más dolorosas de quien ama: la traición y el abandono.
La traición. Jesús sufrió la traición del
discípulo que lo vendió y del discípulo que lo negó. Fue traicionado
por la gente que lo aclamaba y que después gritó: «Sea crucificado» (Mt 27,22).
Fue traicionado por la institución religiosa que lo condenó injustamente y
por la institución política que se lavó las manos.
Pensemos en las traiciones pequeñas o grandes que hemos
sufrido en la vida. Es terrible cuando se descubre que la confianza depositada
ha sido defraudada. Nace tal desilusión en lo profundo del corazón que parece
que la vida ya no tuviera sentido. Esto sucede porque nacimos para amar y ser
amados, y lo más doloroso es la traición de quién nos prometió ser fiel y
estar a nuestro lado. No podemos ni siquiera imaginar cuán doloroso haya sido
para Dios, que es amor.
Examinémonos interiormente. Si somos sinceros con nosotros
mismos, nos daremos cuenta de nuestra infidelidad. Cuánta falsedad,
hipocresía y doblez. Cuántas buenas intenciones traicionadas. Cuántas
promesas no mantenidas. Cuántos propósitos desvanecidos. El Señor conoce
nuestro corazón mejor que nosotros mismos, sabe que somos muy débiles e
inconstantes, que caemos muchas veces, que nos cuesta levantarnos de nuevo y
que nos resulta muy difícil curar ciertas heridas. ¿Y qué hizo para venir a
nuestro encuentro, para servirnos? Lo que había dicho por medio del profeta:
«Curaré su deslealtad, los amaré generosamente» (Os 14,5). Nos
curó cargando sobre sí nuestra infidelidad, borrando nuestra traición. Para
que nosotros, en vez de desanimarnos por el miedo al fracaso, seamos capaces de
levantar la mirada hacia el Crucificado, recibir su abrazo y decir: “Mira, mi
infidelidad está ahí, Tú la cargaste, Jesús. Me abres tus brazos, me sirves
con tu amor, continúas sosteniéndome... Por eso, ¡sigo adelante!”.
El abandono. En el Evangelio de hoy, Jesús
en la cruz dice una frase, sólo una: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?» (Mt 27,46). Es una frase dura. Jesús sufrió
el abandono de los suyos, que habían huido. Pero le quedaba el Padre. Ahora,
en el abismo de la soledad, por primera vez lo llama con el nombre genérico de
“Dios”. Y le grita «con voz potente» el “¿por qué?” más lacerante:
“¿Por qué, también Tú, me has abandonado?”. En realidad, son las palabras de
un salmo (cf. 22,2) que nos dicen que Jesús llevó a la oración incluso la
desolación extrema, pero el hecho es que en verdad la experimentó. Comprobó
el abandono más grande, que los Evangelios testimonian recogiendo sus palabras
originales: Elí, Elí, lemá sabaqtaní.
¿Y todo esto para qué? Una vez más por nosotros,
para servirnos. Para que cuando nos sintamos entre la espada y la
pared, cuando nos encontremos en un callejón sin salida, sin luz y sin
escapatoria, cuando parezca que ni siquiera Dios responde, recordemos que no
estamos solos. Jesús experimentó el abandono total, la situación más ajena
a Él, para ser solidario con nosotros en todo. Lo hizo por mí, por ti, para
decirte: “No temas, no estás solo. Experimenté toda tu desolación para estar
siempre a tu lado”.
He aquí hasta dónde Jesús fue capaz de servirnos:
descendiendo hasta el abismo de nuestros sufrimientos más atroces, hasta la
traición y el abandono. Hoy, en el drama de la pandemia, ante tantas certezas
que se desmoronan, frente a tantas expectativas traicionadas, con el
sentimiento de abandono que nos oprime el corazón, Jesús nos dice a cada uno:
“Ánimo, abre el corazón a mi amor. Sentirás el consuelo de Dios, que te
sostiene”.
Queridos hermanos y hermanas: ¿Qué podemos hacer ante Dios
que nos sirvió hasta experimentar la traición y el abandono? Podemos no
traicionar aquello para lo que hemos sido creados, no abandonar lo que de
verdad importa. Estamos en el mundo para amarlo a Él y a los demás.
El resto pasa, el amor permanece.
El drama que estamos atravesando nos obliga a tomar en serio
lo que cuenta, a no perdernos en cosas insignificantes, a redescubrir que la
vida no sirve, si no se sirve. Porque la vida se mide desde el amor. De
este modo, en casa, en estos días santos pongámonos ante el Crucificado, que
es la medida del amor que Dios nos tiene. Y, ante Dios que nos sirve hasta dar
la vida, pidamos la gracia de vivir para servir. Procuremos
contactar al que sufre, al que está solo y necesitado. No pensemos tanto en lo
que nos falta, sino en el bien que podemos hacer.
Mirad a mi Siervo, a quien sostengo. El Padre, que
sostuvo a Jesús en la Pasión, también a nosotros nos anima en el
servicio. Es cierto que puede costarnos amar, rezar, perdonar, cuidar a
los demás, tanto en la familia como en la sociedad; puede parecer un vía
crucis. Pero el camino del servicio es el que triunfa, el que nos salvó́
y nos salva la vida.
Quisiera decirlo de modo particular a los jóvenes, en esta
Jornada que desde hace 35 años está dedicada a ellos. Queridos amigos: Mirad a
los verdaderos héroes que salen a la luz en estos días. No son los que tienen
fama, dinero y éxito, sino son los que se dan a sí mismos para servir a los demás.
Sentíos llamados a jugaros la vida. No tengáis miedo de gastarla por Dios y por
los demás: ¡La ganaréis! Porque la vida es un don que se recibe entregándose. Y
porque la alegría más grande es decir, sin condiciones, sí al amor. Como lo
hizo Jesús por nosotros.
Hermosa las palabras del Papa, mira, mi lnfedelifad está ahí,tu la cargastes Jesús,me abres tus brazo me sirves con tu amor, continúas sosteniéndome
ResponderBorrarPor eso sigo adelante