58 JORNADA MUNDIAL
DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
San José: el sueño de la vocación
Queridos hermanos y hermanas:
El pasado 8 de diciembre, con motivo del 150.º
aniversario de la declaración de san José como Patrono de la Iglesia universal,
comenzó el Año dedicado especialmente a él (cf. Decreto de la Penitenciaría
Apostólica, 8 de diciembre de 2020). Por mi parte, escribí la Carta apostólica Patris
corde para «que crezca el amor a
este gran santo». Se trata, en efecto, de una figura extraordinaria, y al
mismo tiempo «tan cercana a nuestra
condición humana». San José no impactaba, tampoco poseía carismas
particulares ni aparecía importante a la vista de los demás. No era famoso y
tampoco se hacía notar, los Evangelios no recogen ni una sola palabra suya. Sin
embargo, con su vida ordinaria, realizó algo extraordinario a los ojos de Dios.
Dios ve el corazón (cf. 1 Sam 16,7) y en san José
reconoció un corazón de padre, capaz de dar y generar vida en lo cotidiano. Las
vocaciones tienden a esto: a generar y regenerar la vida cada día. El Señor
quiere forjar corazones de padres, corazones de madres; corazones abiertos,
capaces de grandes impulsos, generosos en la entrega, compasivos en el consuelo
de la angustia y firmes en el fortalecimiento de la esperanza. Esto es lo que
el sacerdocio y la vida consagrada necesitan, especialmente hoy, en tiempos
marcados por la fragilidad y los sufrimientos causados también por la pandemia,
que ha suscitado incertidumbre y miedo sobre el futuro y el mismo sentido de la
vida. San José viene a nuestro encuentro con su mansedumbre, como santo de la
puerta de al lado; al mismo tiempo, su fuerte testimonio puede orientarnos en
el camino.
San José nos sugiere tres palabras clave para nuestra vocación. La primera es sueño. Todos en la vida sueñan con realizarse. Y es correcto que tengamos grandes expectativas, metas altas antes que objetivos efímeros —como el éxito, el dinero y la diversión—, que no son capaces de satisfacernos.
De hecho, si pidiéramos a la gente que expresara en una sola palabra el sueño de su vida, no sería difícil imaginar la respuesta: “amor”. Es el amor el que da sentido a la vida, porque revela su misterio. La vida, en efecto, sólo se tiene si se da, sólo se posee verdaderamente si se entrega plenamente. San José tiene mucho que decirnos a este respecto porque, a través de los sueños que Dios le inspiró, hizo de su existencia un don.Los Evangelios narran cuatro sueños (cf. Mt 1,20;
2,13.19.22). Eran llamadas divinas, pero no fueron fáciles de acoger. Después
de cada sueño, José tuvo que cambiar sus planes y arriesgarse, sacrificando sus
propios proyectos para secundar los proyectos misteriosos de Dios. Él confió
totalmente. Pero podemos preguntarnos: “¿Qué era un sueño nocturno para
depositar en él tanta confianza?”. Aunque en la antigüedad se le prestaba mucha
atención, seguía siendo poco ante la realidad concreta de la vida. A pesar de
todo, san José se dejó guiar por los sueños sin vacilar. ¿Por qué? Porque su
corazón estaba orientado hacia Dios, ya estaba predispuesto hacia Él. A su
vigilante “oído interno” sólo le era suficiente una pequeña señal para
reconocer su voz. Esto también se aplica a nuestras llamadas. A Dios no le
gusta revelarse de forma espectacular, forzando nuestra libertad. Él nos da a
conocer sus planes con suavidad, no nos deslumbra con visiones impactantes,
sino que se dirige a nuestra interioridad delicadamente, acercándose
íntimamente a nosotros y hablándonos por medio de nuestros pensamientos y
sentimientos. Y así, como hizo con san José, nos propone metas altas y
sorprendentes.
Los sueños condujeron a José a aventuras que nunca habría
imaginado. El primero desestabilizó su noviazgo, pero lo convirtió en padre del
Mesías; el segundo lo hizo huir a Egipto, pero salvó la vida de su familia; el
tercero anunciaba el regreso a su patria y el cuarto le hizo cambiar nuevamente
sus planes llevándolo a Nazaret, el mismo lugar donde Jesús iba a comenzar la
proclamación del Reino de Dios. En todas estas vicisitudes, la valentía de
seguir la voluntad de Dios resultó victoriosa. Así pasa en la vocación: la
llamada divina siempre impulsa a salir, a entregarse, a ir más allá. No hay fe
sin riesgo. Sólo abandonándose confiadamente a la gracia, dejando de lado los
propios planes y comodidades se dice verdaderamente “sí” a Dios. Y cada “sí” da
frutos, porque se adhiere a un plan más grande, del que sólo vislumbramos
detalles, pero que el Artista divino conoce y lleva adelante, para hacer de
cada vida una obra maestra. En este sentido, san José representa un icono
ejemplar de la acogida de los proyectos de Dios. Pero su acogida es activa,
nunca renuncia ni se rinde, «no es un hombre que se resigna pasivamente. Es un
protagonista valiente y fuerte» (Carta ap. Patris corde, 4). Que él ayude a
todos, especialmente a los jóvenes en discernimiento, a realizar los sueños que
Dios tiene para ellos; que inspire la iniciativa valiente para decir “sí” al
Señor, que siempre sorprende y nunca decepciona.
La segunda palabra que marca el itinerario de san José y de
su vocación es servicio. Se desprende de los Evangelios que vivió enteramente
para los demás y nunca para sí mismo. El santo Pueblo de Dios lo llama esposo
castísimo, revelando así su capacidad de amar sin retener nada para sí.
Liberando el amor de su afán de posesión, se abrió a un servicio aún más
fecundo, su cuidado amoroso se ha extendido a lo largo de las generaciones y su
protección solícita lo ha convertido en patrono de la Iglesia. También es
patrono de la buena muerte, él que supo encarnar el sentido oblativo de la
vida. Sin embargo, su servicio y sus sacrificios sólo fueron posibles porque
estaban sostenidos por un amor más grande: «Toda vocación verdadera nace del
don de sí mismo, que es la maduración del simple sacrificio. También en el sacerdocio
y la vida consagrada se requiere este tipo de madurez. Cuando una vocación, ya
sea en la vida matrimonial, célibe o virginal, no alcanza la madurez de la
entrega de sí misma deteniéndose sólo en la lógica del sacrificio, entonces en
lugar de convertirse en signo de la belleza y la alegría del amor corre el
riesgo de expresar infelicidad, tristeza y frustración» (ibíd., 7).
Para san José el servicio, expresión concreta del don de
sí mismo, no fue sólo un ideal elevado, sino que se convirtió en regla de vida
cotidiana. Él se esforzó por encontrar y adaptar un lugar para que naciera
Jesús, hizo lo posible por defenderlo de la furia de Herodes organizando un
viaje repentino a Egipto, se apresuró a regresar a Jerusalén para buscar a
Jesús cuando se había perdido y mantuvo a su familia con el fruto de su
trabaja, incluso en tierra extranjera. En definitiva, se adaptó a las diversas
circunstancias con la actitud de quien no se desanima si la vida no va como él
quiere, con la disponibilidad de quien vive para servir. Con este espíritu,
José emprendió los numerosos y a menudo inesperados viajes de su vida: de
Nazaret a Belén para el censo, después a Egipto y de nuevo a Nazaret, y cada
año a Jerusalén, con buena disposición para enfrentarse en cada ocasión a situaciones
nuevas, sin quejarse de lo que ocurría, dispuesto a echar una mano para
arreglar las cosas. Se podría decir que era la mano tendida del Padre celestial
hacia su Hijo en la tierra. Por eso, no puede más que ser un modelo para todas
las vocaciones, que están llamadas a ser las manos diligentes del Padre para
sus hijos e hijas.
Me gusta pensar entonces en san José, el custodio de
Jesús y de la Iglesia, como custodio de las vocaciones. Su atención en la
vigilancia procede, en efecto, de su disponibilidad para servir. «Se levantó,
tomó de noche al niño y a su madre» (Mt 2,14), dice el Evangelio, señalando su
premura y dedicación a la familia. No perdió tiempo en analizar lo que no
funcionaba bien, para no quitárselo a quien tenía a su cargo. Este cuidado atento
y solícito es el signo de una vocación realizada, es el testimonio de una vida
tocada por el amor de Dios. ¡Qué hermoso ejemplo de vida cristiana damos cuando
no perseguimos obstinadamente nuestras propias ambiciones y no nos dejamos
paralizar por nuestras nostalgias, sino que nos ocupamos de lo que el Señor nos
confía por medio de la Iglesia! Así, Dios derrama sobre nosotros su Espíritu,
su creatividad; y hace maravillas, como en José.
Además de la llamada de Dios —que cumple nuestros sueños
más grandes— y de nuestra respuesta —que se concreta en el servicio disponible
y el cuidado atento—, hay un tercer aspecto que atraviesa la vida de san José y
la vocación cristiana, marcando el ritmo de lo cotidiano: la fidelidad. José es
el «hombre justo» (Mt 1,19), que en el silencio laborioso de cada día persevera
en su adhesión a Dios y a sus planes. En un momento especialmente difícil se
pone a “considerar todas las cosas” (cf. v. 20). Medita, reflexiona, no se deja
dominar por la prisa, no cede a la tentación de tomar decisiones precipitadas,
no sigue sus instintos y no vive sin perspectivas. Cultiva todo con paciencia.
Sabe que la existencia se construye sólo con la continua adhesión a las grandes
opciones. Esto corresponde a la laboriosidad serena y constante con la que
desempeñó el humilde oficio de carpintero (cf. Mt 13,55), por el que no inspiró
las crónicas de la época, sino la vida cotidiana de todo padre, de todo
trabajador y de todo cristiano a lo largo de los siglos. Porque la vocación,
como la vida, sólo madura por medio de la fidelidad de cada día.
¿Cómo se alimenta esta fidelidad? A la luz de la
fidelidad de Dios. Las primeras palabras que san José escuchó en sueños fueron
una invitación a no tener miedo, porque Dios es fiel a sus promesas: «José,
hijo de David, no temas» (Mt 1,20). No temas: son las palabras que el Señor te
dirige también a ti, querida hermana, y a ti, querido hermano, cuando, aun en
medio de incertidumbres y vacilaciones, sientes que ya no puedes postergar el
deseo de entregarle tu vida. Son las palabras que te repite cuando, allí donde
te encuentres, quizás en medio de pruebas e incomprensiones, luchas cada día
por cumplir su voluntad. Son las palabras que redescubres cuando, a lo largo
del camino de la llamada, vuelves a tu primer amor. Son las palabras que, como
un estribillo, acompañan a quien dice sí a Dios con su vida como san José, en
la fidelidad de cada día.
Esta fidelidad es el secreto de la alegría. En la casa de Nazaret, dice un himno litúrgico, había «una alegría límpida». Era la alegría cotidiana y transparente de la sencillez, la alegría que siente quien custodia lo que es importante: la cercanía fiel a Dios y al prójimo. ¡Qué hermoso sería si la misma atmósfera sencilla y radiante, sobria y esperanzadora, impregnara nuestros seminarios, nuestros institutos religiosos, nuestras casas parroquiales! Es la alegría que deseo para ustedes, hermanos y hermanas que generosamente han hecho de Dios el sueño de sus vidas, para servirlo en los hermanos y en las hermanas que les han sido confiados, mediante una fidelidad que es ya en sí misma un testimonio, en una época marcada por opciones pasajeras y emociones que se desvanecen sin dejar alegría. Que san José, custodio de las vocaciones, los acompañe con corazón de padre.
Roma, San Juan de Letrán, 19 de marzo de 2021, Solemnidad
de San José
Francisco
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