Jn 3,14-22
Tanto amo Dios al mundo que entregó a su propio hijo
Tanto amo Dios al mundo que entregó a su propio hijo
Dar la vida ha sido siempre la razón más radical y convincente. La historia nos enseña que los progresos y avances de los seres humanos siempre han costado un alto precio que alguien ha tenido que pagar. Son precios de esfuerzo, de sufrimiento, de lucha, pero también, con frecuencia, son precios de sangre, de persecuciones y de muerte. También las mejoras en la vida de nuestros barrios o pueblos han costado un precio que alguien pagó generosamente. Hasta en la entraña de muchas familias que salen adelante están unos padres que se han desvivido hasta entregar lo mejor de sus vidas.
Jesús sabía mucho de esto. Era el hombre para los demás y, por vivir en la vida de los pobres, estaba entregando su vida cada día. Para él no somos multitud. No somos rebaño. Él conoce a cada una de sus amigo/as y lo/as llama por su nombre. No somos un número de la fría estadística o de un documento de Identidad. Somos TÚ y YO. Existe un grado de confianza que reconoce nuestro aroma propio con el cual ungimos nuestra vida y con el que entregamos lo mejor que somos y tenemos.
Nicodemo, un maestro, que estudiaba y enseñaba, se interesa por Jesús y acude a su encuentro. Va de noche. No se trata, pues, de un fortuito encuentro, rápido y fugaz. Están los dos tranquilos, conversando largamente. Pregunta él y Jesús responde, y hasta le trata, en algún momento, con amable ironía. Le impresionó tanto a Nicodemo esta conversación, esta acogida por el Maestro, como un amigo fue recibido, que cuando al cabo de un tiempo sus compañeros, sus colegas, tramaban matar a Jesús, salió en su defensa, aunque no consiguió convencerles. Nunca olvidó el encuentro y, cuando llevaban a enterrar al Señor, se preocupó de aportar perfumes para embalsamar su cuerpo. Cuando uno se hace verdadero amigo de alguien, nunca se olvida de él. En este caso se trataba nada más y nada menos que el Hijo de Dios y, aunque él no le entendía, su amor no lo había olvidado.
Jesús sabía mucho de esto. Era el hombre para los demás y, por vivir en la vida de los pobres, estaba entregando su vida cada día. Para él no somos multitud. No somos rebaño. Él conoce a cada una de sus amigo/as y lo/as llama por su nombre. No somos un número de la fría estadística o de un documento de Identidad. Somos TÚ y YO. Existe un grado de confianza que reconoce nuestro aroma propio con el cual ungimos nuestra vida y con el que entregamos lo mejor que somos y tenemos.
Nicodemo, un maestro, que estudiaba y enseñaba, se interesa por Jesús y acude a su encuentro. Va de noche. No se trata, pues, de un fortuito encuentro, rápido y fugaz. Están los dos tranquilos, conversando largamente. Pregunta él y Jesús responde, y hasta le trata, en algún momento, con amable ironía. Le impresionó tanto a Nicodemo esta conversación, esta acogida por el Maestro, como un amigo fue recibido, que cuando al cabo de un tiempo sus compañeros, sus colegas, tramaban matar a Jesús, salió en su defensa, aunque no consiguió convencerles. Nunca olvidó el encuentro y, cuando llevaban a enterrar al Señor, se preocupó de aportar perfumes para embalsamar su cuerpo. Cuando uno se hace verdadero amigo de alguien, nunca se olvida de él. En este caso se trataba nada más y nada menos que el Hijo de Dios y, aunque él no le entendía, su amor no lo había olvidado.
Atráeme, Señor, para que me libere de lo que me esclaviza y de mis miedos
Atráeme, Señor, y pueda vivir más en amistad contigo y con los demás
Atráeme, Señor, y que escuche tu voz con más nitidez
Atráeme, Señor, para aprender a mirar como tú, a sentir como tú…
Atráeme, Señor, y comparta yo contigo tu hora en medio de la vida diaria
Atráeme, Señor, y descubra la grandeza de tu obra en lo pequeño de cada día
Atráeme, Señor, y que seas Tú, mi fuerza, mi alegría, mi confianza, mi protector
Atráeme, Señor, y que confíe en ti para vencer aquello que me debilita
Atráeme, Señor, y sienta el calor de tu Palabra y tu palabra en mi corazón
Atráeme, Señor, y sácame del lodo que me arrastra y ensucia mi vida
Atráeme, Señor, y empújame para subir contigo a Jerusalén y entregar la vida
Atráeme, Señor, y así no quede perdido como barco a la deriva y sin sentido
Atráeme, Señor, quiero algo de tu vida para entregar a favor de la humanidad
Atráeme, Señor, necesito más fe y mayor esperanza
Atráeme, Señor, y hazme descubrir el rostro de Dios cercano y amigo
Atráeme, Señor, y si me escapo –no lo dudes- soy recuperable:
Soy torpe para las cosas del Padre, rápido para las que el mundo me ofrece, frágil para retenerte como al mejor amigo, confiado con aquellos que no lo son tanto. Por eso, si ves que me resisto, Señor –que te cuesta atraerme- no me pierdas de vista, aunque me vaya lejos pues, por muy remotamente que yo me encuentre, sigo creyendo que tu ojo lo alcanza todo y todo lo invade el perfume de tu olor a vida.
Atráeme, Señor, y pueda vivir más en amistad contigo y con los demás
Atráeme, Señor, y que escuche tu voz con más nitidez
Atráeme, Señor, para aprender a mirar como tú, a sentir como tú…
Atráeme, Señor, y comparta yo contigo tu hora en medio de la vida diaria
Atráeme, Señor, y descubra la grandeza de tu obra en lo pequeño de cada día
Atráeme, Señor, y que seas Tú, mi fuerza, mi alegría, mi confianza, mi protector
Atráeme, Señor, y que confíe en ti para vencer aquello que me debilita
Atráeme, Señor, y sienta el calor de tu Palabra y tu palabra en mi corazón
Atráeme, Señor, y sácame del lodo que me arrastra y ensucia mi vida
Atráeme, Señor, y empújame para subir contigo a Jerusalén y entregar la vida
Atráeme, Señor, y así no quede perdido como barco a la deriva y sin sentido
Atráeme, Señor, quiero algo de tu vida para entregar a favor de la humanidad
Atráeme, Señor, necesito más fe y mayor esperanza
Atráeme, Señor, y hazme descubrir el rostro de Dios cercano y amigo
Atráeme, Señor, y si me escapo –no lo dudes- soy recuperable:
Soy torpe para las cosas del Padre, rápido para las que el mundo me ofrece, frágil para retenerte como al mejor amigo, confiado con aquellos que no lo son tanto. Por eso, si ves que me resisto, Señor –que te cuesta atraerme- no me pierdas de vista, aunque me vaya lejos pues, por muy remotamente que yo me encuentre, sigo creyendo que tu ojo lo alcanza todo y todo lo invade el perfume de tu olor a vida.
Quizá podría hacerse un test de nuestro amor a Dios. Enfrentándonos con el amor ilógico del Señor a nosotros, ¿no necesitamos nosotros demasiadas razones para amar al Señor? ¿Toma su amor todo nuestro ser? ¿Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todo tu ser?¿Hay amor más ciego? ¿Más cerrado a razones lógicas? Esta es la grandiosa necedad o inentendible estupidez de nuestro Dios, que no cabe en cabeza humana. Esa necedad que supera todo saber y todo entender humanos: amor extremo y loco.
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