El ser humano es un buscador por excelencia. Busca constantemente, incansablemente, a veces incluso, sin tener claro aquello que busca. Todos buscamos algo o a alguien, somos irremediablemente buscadores, porque llevamos dentro una fuerza que nos impulsa a caminar con constancia, a no pararnos, a seguir adelante hasta encontrar el objeto de nuestro deseo. ¿Y si nos equivocamos en la búsqueda? No importa: ¡volvemos a empezar! Juan de la Cruz también es un buscador, pero en concreto, sabe lo que busca: ¡busca a Dios! En el Cántico Espiritual lo describe maravillosamente: “¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste habiéndome herido; salí tras ti clamando, y eras ido”. El místico busca a Dios dentro, fuera, en las personas y las cosas, a todo y a todos les pregunta si lo han visto pasar: “Pastores, los que fuerdes allá por las majadas al otero, si por ventura vierdes aquel que yo más quiero, decidle que adolezco, peno y muero”. Cuando se ama, todo habla del amado y por eso, para el místico la creación toda, sin exclusión alguna, es testigo del paso del creador: “Mil gracias derramando pasó por estos sotos con presura; y, yéndolos mirando, con sola su figura vestidos los dejó de hermosura”. Y cuando lo encuentra, con el cansancio del largo camino recorrido pero con la satisfacción por el hallazgo, exclama: “La noche sosegada en par de los levantes del aurora, la música callada, la soledad sonora, la cena que recrea y enamora”.
Una clara constante en todos aquellos hombres y mujeres que a lo largo de la historia han encontrado a Dios, es que aquel encuentro no constituye un secreto que se puede contener, sino una noticia urgente que se debe comunicar…
Hoy podríamos preguntarnos, entonces, qué buscamos, hacia dónde apuntan nuestros deseos interiores, qué pensamientos ocupan nuestra mente y qué sentimientos esconde nuestro corazón…
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