“Para que el Señor sostenga el esfuerzo de los trabajadores
de la salud en su servicio a los enfermos y ancianos de las regiones más
pobres”
Hna Ma Antonieta-Hogar de ancianos "San Fernando" (Chile) |
“Porque estuve enfermo y me
visitasteis” (Mt 25).
Estas palabras del Señor han llevado a los creyentes a tener
una especial sensibilidad por los que sufren a causa de la enfermedad o la edad
avanzada, reconociendo en ellos la presencia viva de Cristo. Si en los países
pobres la vida es difícil para todos, lo es mucho más para aquellos que sufren
el dolor físico o el abandono en la ancianidad.
Probablemente, incluso más doloroso que el mismo dolor físico sea el dolor
moral por el abandono en que se encuentran muchos hermanos nuestros. ¿Quién no
se ha sentido tocado en lo más íntimo viendo en algún reportaje el trabajo de
religiosas misioneras recogiendo seres humanos tirados en las calles y comidos
por la miseria? ¿No han sido ellas y tantos como ellas, un testimonio viviente
de Cristo, el Buen Samaritano?
Corremos el peligro de contagiarnos con el individualismo egoísta que impera
por doquier en nuestra sociedad. Cada cual tiende a pensar solamente en sí
mismo, argumentando que el sufrimiento ajeno no es su problema. Según Benedicto
XVI, la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación
con el sufrimiento y con el que sufre, y “esto es válido tanto para el
individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que
sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento
sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e
inhumana” (Spe salvi, 38).
De alguna manera, las personas que se dedican a la hermosa y difícil tarea de
atender a los enfermos y ancianos son una especie de encarnación de Cristo
misericordioso y compasivo. Ellos prolongan en el mundo su ternura hacia los
que sufren. En muchos lugares de los Evangelios vemos al Señor conmovido profundamente
por el dolor ajeno, ante la presencia del sufrimiento físico o moral. Más aún,
Cristo ha asumido sobre sus hombros el dolor y las heridas morales y físicas
del hombre, de todo hombre, y lo ha subido con él a la cruz. Como dice san
Pedro: “Por sus llagas habéis sido curados” (1 Pe 2, 24). Dios manifiesta su
grandeza porque se abaja hasta tomar sobre sí el dolor y el sufrimiento de los
hombres. En palabras del Papa: “Sólo un Dios que nos ama hasta tomar sobre sí
nuestras heridas y nuestro dolor, sobre todo el inocente, es digno de fe”
(Mensaje Urbi et orbi, Pascua de 2007).
Aquellos que saben tomar sobre sus hombros el dolor de los enfermos y los
abandonados, se convierten en presencia viva de Cristo, en testigos de su amor
por los hombres. Y junto al testimonio del servicio compasivo, los misioneros
deben realizar un servicio aún mayor: ayudar a los que sufren a descubrir el
sentido y el para qué de su dolor. El Pontífice decía a los jóvenes que viven
la experiencia de la enfermedad: “A menudo la cruz nos da miedo, porque parece
ser la negación de la vida. En realidad, es exactamente al contrario. La cruz
es el 'sí' de Dios al hombre, la expresión más alta y más intensa de su amor y
la fuente de la que brota la vida eterna. Del corazón traspasado de Jesús brotó
esta vida divina siempre disponible para quienes aceptan alzar los ojos hacia
el Crucificado” (Mensaje para la JMJ 2011, n. 3).
María es la Madre del Crucificado, la que estuvo con esperanza y fortaleza en
la fe al pie de la cruz del Hijo. Ella estará siempre junto a la cruz y el
dolor de todos sus hijos, sobre quienes ejerce la nueva misión materna recibida
en el Calvario. Como Madre de la Esperanza nos enseña a transformar el dolor en
trasunto de alegría sin fin, ya que los sufrimientos del tiempo presente no
pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá.
(Fuente: Agencia Fides)
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