Salmo 31: Tú eres mi
refugio, me rodeas de cantos de liberación
1 Cor 10,31-11,1: Sigan mi
ejemplo, como yo sigo el de Cristo
Mc 1,40-45: La lepra se le
quitó, y quedó limpio
En el evangelio de Marcos que leemos este domingo, Jesús se
encuentra con un leproso arriesgado que se atreve a romper una norma que lo
obligaba a permanecer alejado de la ciudad. Esta norma es la que nos recuerda
la primera lectura, del Levítico.
En la tradición judía (primera lectura) la enfermedad era
interpretada como una maldición divina, un castigo, una consecuencia del pecado
de la persona enferma –¡o de su familia!–. Porque entonces se la consideraba
contagiosa, la lepra común estaba regulada por una rígida normativa que excluía
a la persona afectada de la vida social. (Ha durado muchos siglos la falsa
creencia de que la lepra fuese tan fácilmente contagiable). El enfermo de lepra
era un muerto en vida, y lo peor era que la enfermedad era considerada
normalmente incurable. Los sacerdotes tenían la función de examinar las llagas
del enfermo, y en caso de diagnosticarlas efectivamente como síntomas de la
presencia de lepra, la persona era declarada «impura», con lo que resultaba
condenada a salir de la población, a comenzar a vivir en soledad, a malvivir
indignamente, gritando por los caminos «¡impuro, impuro!», para evitar
encontrarse con personas sanas a las que poder contagiar. En realidad, todo el
sistema normativo religioso generaba una permanente exclusión de personas por
motivos de sexo, salud, condición social, edad, religión, nacionalidad.
Jesús le pide silencio (es el conocido tema del «secreto
mesiánico», que todavía hoy resulta un tanto misterioso), y le envía al
sacerdote como signo de su reinclusión en la dinámica social, «para que sirva
de testimonio» de que Dios desea y puede actuar aun por encima de las normas,
recuperando la vida y la dignidad de sus hijos e hijas. Pero este hombre no
hace caso de tal secreto, rompe el silencio, y se pone a pregonar con
entusiasmo su experiencia de liberación. No parece servirse de la mediación del
sacerdote o de la institución del templo, sino que se auto-incluye y toma la
decisión autónoma de divulgar la Buena Noticia. Esto hace que Jesús no pueda ya
presentarse en público en las ciudades sino en los lugares apartados, pues al
asumir la causa de los excluidos, Jesús se convierte en un excluido más. Sin
embargo, allí a las afueras, está brotando la nueva vida y quienes logran
descubrirlo van también allí a buscar a Jesús.
Es una página recurrente en los evangelios: Jesús cura, sana
a los enfermos. No sólo predica, sino que cura («no es lo mismo predicar que
dar trigo», dice el refrán). Palabra y hechos. Decir y hacer. Anuncio y
construcción. Teoría y praxis. Liberación integral: espiritual y corporal. Y
ésa es su religión: el amor, el amor liberador, por encima de toda ley que
aliene. La ley consiste precisamente en amar y liberar, por encima de todo.
La segunda lectura, que sigue, como siempre, un camino
independiente frente a la relación entre la primera y la tercera, es un bello
texto de Pablo que habla de la integralidad de la espiritualidad. La
espiritualidad no es tan «espiritual»; de alguna manera es también «material».
Hay que recordar que la palabra «espiritualidad» es una palabra desafortunada.
Tenemos que seguir utilizándola por lo muy consagrada que está, pero
necesitamos recordar que no podemos aceptar para su sentido etimológico. No
queremos ser «espirituales» si ello significara quedarnos con el espíritu y despreciar
el cuerpo o la materia.
Pablo está en esa línea: «ya sea que comáis o que bebáis o
que hagáis cualquier otra cosa. No sólo las actividades tradicionalmente
tenidas como religiosas, o espirituales, tienen que ver con la espiritualidad,
sino también actividades muy materiales, preocupaciones muy humanas, como el
comer y beber, o cualquier otra actividad de nuestra vida, pueden, deben ser
integradas en el campo de nuestra espiritualidad (que ya no resultará pues
«solamente espiritual»). Nuestra vida de fe puede y debe santificar toda
nuestra vida humana, en todas sus preocupaciones y trabajos, no sólo cuando
tenemos la suerte de poder dedicar nuestro tiempo a actividades «estrictamente
religiosas», como podrían ser la oración o el culto.
El Concilio Vaticano II insistió mucho en esto: «todos
estamos llamados a la santidad» (cap. V de la Lumen Gentium). No hay unos
«profesionales de la santidad» (cap. VI ibid.), algunos que estarían en un
supuesto «estado de perfección», mientras los demás tendrían que atender a
preocupaciones muy humanas.No. Todos estamos llamados elevar nuestros trabajos,
tareas, preocupaciones humanas «nuestra propia existencia» a la categoría de
«culto agradable a Dios» (como dirá Pablo en Rom 12,1-2). Podemos ser muy
«espirituales» (con reservas para esta palabra de resabios greco-platónicos) y
santificarnos aun en lo más «material» de nuestra vida.
Para la revisión
de vida
¿Qué aspectos de mi vida han quedado por fuera de mi opción
de fe?
¿En mis actitudes cotidianas de qué manera excluyo y juzgo a
las demás personas?
¿Qué retos plantea a mi vida personal el seguimiento de
Jesús y su proyecto?
¿Soy de los que discrimino con facilidad a las personas
cuando me entero de que tienen alguna enfermedad estigmatizada, o alguna
orientación sexual que desapruebo, o alguna determinada ideología política que
considero inaceptable?
(Fuente: lecturadeldia.com)
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