viernes, 9 de marzo de 2012

Comentario de lecturas del 11 de marzo (3° Domingo de Cuaresma- Ciclo B)



Éx 20,1-17: La Ley se dio por medio de Moisés
Salmo 18: Señor, tú tienes palabras de vida eterna
1 Cor 1,22-25: Predicamos a Cristo crucificado
Jn 2,13-25: Destruyan este templo y en tres días lo levantaré

El evangelio de Juan coloca la manifestación mesiánica de Jesús al comienzo de su actividad pública y en el contexto de una fiesta de Pascua en Jerusalén. Para Juan es muy importante relacionar a Jesús y su comunidad en el marco de la sucesión de las fiestas judías. Eso lo vemos a lo largo de todo el evangelio, pues no hay ningún acontecimiento fuera de ese marco. Juan optó por encuadrar toda la actividad pública de Jesús en el tiempo religioso de los que su propio Evangelio define como “los judíos”.


El simbolismo de la revelación mesiánica de Jesús es sumamente resaltado en la confrontación con el templo. El relato necesita hacerlo, al fin y al cabo se está construyendo y afirmando una nueva identidad. El templo de Jerusalén es el centro de las instituciones y símbolo de la gloria y el poder de la nación judía (tanto la residente en Palestina como la que se encuentra en la Diáspora). El evangelio emplea un símbolo conocido para indicar la presentación mesiánica de Jesús: el “látigo con cuerdas”. Era proverbial la frase “el látigo del Mesías” para significar la violencia que implica la irrupción de la era mesiánica. El uso que Jesús hace del “látigo” no deja la menor duda acerca de su identidad y del proyecto que encarna: con él arroja fuera del templo el ganado que se vendía para los sacrificios, las ovejas y los bueyes. Sacrificios, como ovejas y bueyes, así como sus potenciales compradores (sólo los ricos podían ofrecer este tipo de ganado en el sacrificio) son puestos fuera del horizonte del nuevo proyecto mesiánico-profético.

Al echar todos afuera del templo con sus ovejas y sus bueyes, declara Jesús la invalidez del culto de los potentados, del que los sacrificios constituían el momento cumbre. Jesús no denuncia solamente, como habían hecho los profetas, el culto que encubre la injusticia, sino que declara infame el culto que es en sí mismo una injusticia, por ser medio de explotación, pero sobre todo por ser legitimación religiosa de la injusticia y del crimen. No propone una reforma del culto, sino la abolición.

La expulsión de los bueyes tiene que ver con la misma constitución de la sociedad tributaria-monárquica. El primer rey de Israel se constituyó a partir del “grupo de campesinos propietarios de bueyes”. No es de extrañar que a partir de entonces, latifundistas, bueyes y sacrificios en el templo estén articulados en un solo proyecto y se correspondan ideológica y religiosamente. Además el dios Baal de los agricultores cananeos se representaba con un buey. La agricultura y la ganadería necesitan su propio dios y su propio culto. Fueron los latifundistas aliados importantes de Herodes para la consolidación de su poder y éste en retribución mantuvo en forma opulenta al templo. Así podemos entender por qué el templo estaba lleno de bueyes, si la ideología religiosa dominante cuyo centro simbólico estaba allí, era la justificación principal para al sistema social estratificado y concentrador en Palestina desde la Reforma de Josías.

La expulsión de las ovejas del templo tiene también un rico sentido simbólico. Las ovejas son figura del pueblo, encerrado en el recinto donde está condenado al sacrificio. Los dirigentes explotan y asesinan al pueblo, verdadera víctima del culto, sacrifican y destruyen al rebaño, a cuya costa viven. Jesús no se propone reformar aquella institución religiosa, propósito por cierto inútil, sino rescatar al pueblo de ella.

Todos los grupos judíos esperaban el Reino, y la agitación del primer siglo hizo a muchos pensar que la hora estaba próxima. Para los celotas era la hora de tomar las armas contra la ocupación romana para instaurar el reino de Dios en el cual el templo y su personal ya no estuvieran sujetos a ningún imperio. Los saduceos no esperaban activamente el Reino y se contentaban con mantener como mejor podían el culto del templo con la ayuda de las autoridades romanas. Los esenios como los celotas estaban listos para tomar las armas por el Reino pero se habían retirado al desierto en espera del momento oportuno (kairós), considerando que el templo estaba en manos ilegítimas. Los fariseos también consideraban que para que llegara el Reino había que acabar con el dominio extranjero y restaurar la autonomía del templo. Sin embargo, no entraron a ninguna guerrilla y se dedicaron a la más riguroso observancia de la ley.

A diferencia de los grupos anteriores, la actitud de Jesús y de su comunidad discipular es de tajante oposición al templo, lo que aparece de una manera mucho más radicalmente - no solo como rechazo de un culto de los poderosos  en las acciones contra los cambistas a quienes les desparrama las monedas, y contra los vendedores de palomas a quienes les ordena quitar de en medio su mercancía.

Los cambistas representaban “el sistema financiero” de la época. Todos los varones judíos mayores de 21 años estaban obligados a pagar un tributo anual al templo, e infinidad de donativos en dinero iban a parar al tesoro del templo. Además, en la antigüedad, los templos, por la inmunidad que les confería su carácter sagrado, era el lugar elegido por los pudientes para depositar sus tesoros. El templo de Jerusalén llegó a ser uno de los mayores bancos de la antigüedad. Para pagar el tributo y los donativos no se podía hacer en monedas que llevasen la efigie imperial, considerada idolátrica por los judíos. El templo acuñaba su propia moneda y los que iban a pagar tenían que cambiar sus monedas por las del templo. Los cambistas cobraban, naturalmente su comisión. Al volcar sus mesas y desparramar sus monedas, Jesús estaba atacando directamente el tributo al templo y, con él, al sistema económico religioso dominante. El templo es para Jesús una empresa que explota económicamente al pueblo. De hecho, el culto proporcionaba enormes riquezas a la ciudad y a los comerciantes, sostenía a la nobleza sacerdotal, al clero y a los empleados. La acción de Jesús toca, por tanto, un punto neurálgico: el sistema económico e ideológico que representaba el templo en Israel.

La acción contra los vendedores de palomas es igualmente de enorme impacto ideológico. Las palomas eran animales sacrificiales de menor importancia, pues con ellas los pobres ofrecían sus cultos a Dios; sin embargo el hecho que sus vendedores hayan sido los únicos a quienes Jesús se dirige y a los que hace responsables de la corrupción del templo, deja ver la enorme preocupación de Dios por la suerte de los pobres y su enojo por quienes hacen negocio con su pobreza. En contraste con las dos acciones anteriores, Jesús no ejecuta acción alguna, sino que se dirige a los vendedores mismos acusándolos de explotar a los pobres por medio del culto, del impuesto, y del fraude de lo sagrado.

El templo es “casa del mercado” y allí el dios es el dinero. Al llamar a Dios mi Padre, Jesús no lo identifica con el sistema religioso del templo. La relación con Dios no es religiosa sino familiar, está en el ámbito de la casa familiar. La relación se desacraliza y se familiariza. En la casa del Padre ya no puede haber comercio ni explotación, siendo casa-familia acoge a quien necesite amor, intimidad, confianza, afecto.

Aún, Jesús da un paso más en su confrontación radical con el templo al proponerse él mismo como santuario de Dios. Frente al poder de Herodes (cuarenta y seis años de construcción del templo) emerge el poder del resucitado (tres días). En el Reino de Dios no se requiere templos sino cuerpos vivos. Estos son los santuarios de Dios, en donde brilla su presencia y su amor si viven dignamente. Jesús no viene a continuar la línea religiosa tradicional. Vino a proponer una humanidad restaurada a partir del principio de la ultimidad de la vida en cuerpos que viven con dignidad. Sobre esta base es posible soñar y construir otra manera de vivir y otra manera de creer.

Para la revisión de vida
¿Qué significan para mí «los diez mandamientos»? ¿Están en el centro de mi visión moral, o los he superado y transcendido en el mandamiento de Jesús, el «mandamiento nuevo»?
¿Los tomo demasiado como «mandamientos», como una orden, como si fueran algo así como una orden irracional, o los he interiorizado y hecho míos?
¿Vivo pendiente de la ley, o de alguna manera vivo ya en el espíritu de la ley, sin vivir atenazado por la «obligación»?

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