En el fondo de nuestro corazón anhelamos a
Dios. El Espíritu Santo, que intercede por nosotros “con gemidos inefables” (Rom 8,26),
aviva ese anhelo que hay en nosotros, pero del que con bastante
frecuencia estamos desconectados en medio del ajetreo de la vida cotidiana. Orar
significa entonces que anhelamos con todo cuanto hay en nosotros al Dios del
amor, el único que puede colmar nuestro anhelo: “Si no quieres dejar de orar, no dejes de anhelar”(San Agustín). Cuando
estamos en contacto con el anhelo de nuestro corazón, en la oración sentimos
que no somos sólo seres humanos de la tierra, sino simultáneamente seres
humanos del cielo. Seres humanos que ya ahora están en Dios.
(Anselm Grün)
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