Jer 31,7-9:
Guiaré entre consuelos a los ciegos y cojos
Salmo responsorial
125: El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres
Heb 5,1-6: Tú
eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec
Mc 10,46-52:
Maestro, haz que pueda ver
El libro de Jeremías nos muestra un aspecto de la
manifestación de Dios al que no estamos acostumbrados: la ternura. Dios nos ama
sin importar si vamos por la vida como ciegos o cojos, es decir, si a duras
penas podemos caminar o si apenas vemos o presentimos por dónde vamos. Dios nos
ama, así estemos en un estado de vulnerabilidad o debilidad absoluta, como lo
puede estar una mujer encinta o una madre que recién ha alumbrado a su hija.
Dios nos ama incluso si hemos huido de él y nos hemos refugiado en el último
confín de la tierra. Y la razón de ese amor no es otra que la de sentirnos
hijos suyos, la de habernos engendrado por su amor, la de hacernos partícipes
de su reino. Una de las insistencias de Jesús era la de vivir la experiencia
amorosa de Dios como la esencia sobre la que se funda y funde nuestra vida; y
no porque ello estuviera a tono con la sensibilidad religiosa de su tiempo.
El salmo empalma bien con la primera lectura y nos muestra
cómo la magnificencia de Dios consiste en el rescate y redención de su pueblo.
La experiencia del exilio ya no es la de vivir en un país extranjero, sino la
de sentir que ningún lugar del mundo es extraño al proyecto transformador de
Dios.
La segunda lectura, de la carta a los Hebreos, afianza y
confirma esa dimensión del poder de Dios manifestado como compasión y
misericordia. Jesús consagra nuestra vida a Dios por medio de su vida y su
Palabra. El redime nuestras faltas y nos encamina por una experiencia en la que
convertimos en fortalezas nuestras infaltables debilidades humanas. El nos
ofrece un camino de redención que supera el puro precepto religioso, la simple
justificación sentimental o un vacío racionalismo abstracto. Dios es el que
llama, y nosotros somos quienes podemos responderle. Ya no queremos un gurú o
un experto en religión, sino un hermano o una hermana que camine con nosotros y
nos ayude a realizar esa vocación por la cual nos hemos hecho cristianos.
El evangelio de Marcos narra la curación del ciego Bartimeo,
el último “milagro” de Jesús narrado por Marcos. Tradicionalmente este pasaje
se ha incluido en el género “milagro”, pero si se lo examina bien, carece de
algunos elementos típicos de este género, como por ejemplo el gesto de curación
o la palabra sanadora. Estamos, más bien, ante un relato, basado tal vez en un
hecho histórico, que acentúa, sobre todo, la importancia de la fe como
fundamento del discipulado.
El relato, dentro de su sobriedad, está cargado de detalles.
Marcos nos indica el lugar donde sucede este episodio: a la salida de Jericó,
la ciudad de las palmeras en medio del desierto de Judá, la puerta de entrada
en la tierra prometida (cf Dt 32, 49; 34,1), paso obligado para los peregrinos
que venían de Galilea, por el camino del Jordán, a Jerusalén, ciudad de la que
dista algo más de 30 kilómetros. La Jericó del tiempo de Jesús estaba situada
al suroeste de la mencionada en el AT. Había surgido en torno a la lujosa
residencia invernal construida por Herodes. Hay, además, una alusión explícita
-aunque suene un tanto genérica- al nombre del ciego: Bartimeo, el hijo de
Timeo. Mateo y Lucas no mencionan este detalle. Junto con el de Jairo es el
único nombre propio que aparece en Marcos antes de iniciar el relato de la
pasión. Algunos piensan que esto es debido al hecho de que probablemente este
hombre formó parte de la comunidad cristiana palestinense.
El protagonista es un hombre ciego, doblemente pobre, por
tanto. Lv 19,14, Dt 27,18, Is 59,9 son textos que nos ayudan a comprender la
situación de los ciegos en Israel. La liturgia ha establecido un nexo entre
este evangelio y la primera lectura de Jeremías porque en ambos casos se habla
de un acontecimiento gozoso para los ciegos.
El diálogo comienza con una petición de Bartimeo, de hondo
trasfondo veterotestamentario (cf Os 6,6), y que la liturgia eucarística ha
incorporado en el acto penitencial: “Ten compasión de mí”. La petición va
precedida por el título mesiánico de hijo de David. Esta es la única vez que
aparece este título en el evangelio. Posteriormente el ciego le llamará
“rabbuni” (término que solemos traducir por “maestro” y que el original de
Marcos no traduce). La gente lo manda callar para que no moleste. Este mandato
no tiene nada que ver con el “secreto mesiánico” tan típico de Marcos, ya que
aquí quien manda callar no es Jesús sino la gente. Cuando el ciego se entera de
que Jesús lo llama, “soltó el manto” y se acercó a Jesús. Este detalle aparece
también en 2 Re 7,15. Es una manera de indicar la excitación que produce un
acontecimiento. El diálogo posterior se narra de una manera esquemática:
pregunta (¿Qué quieres que haga por ti?), petición (“Maestro, que pueda ver”) y
respuesta (“Anda, tu fe te ha curado”). Como ya se indicó antes, faltan el
gesto y las palabras de la curación. El acento recae en la fuerza de la fe.
Esta es la que permite pasar de la tiniebla a la luz, del borde del camino al
interior del camino, de la pasividad de quien mendiga a la actividad de quien
sigue a Jesús hasta el final.
Para la revisión de
vida
¿En qué sentido puedo o debo decir yo también, como el ciego
Bartimeo: "Maestro, que pueda ver"…? ¿Qué necesidades fundamentales
de mi vida podría expresar en mí esa oración? Voy a hacer esa oración en ese
sentido, en profundidad…
QUE LINDO, LA MISERICORDIA DE DIOS ES TAN GRANDE, SU AMOR POR NOSOTROS ES TAN GRNADE, COMO DICE EN ROMANOS "SI DIOS ES CON NOSOTROS QUIEN CONTRA NOSOTROS" DIOS LOS BENDIGA
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