porque ellos verán a Dios.”
El arroyito de agua clara limpia y refresca todo aquello
sobre lo que pasa. Además deja que la luz del sol llegue hasta el fondo de su
cauce, y hasta es capaz de regalar a las piedras del fondo unos colores y un
brillo que a lo mejor no tendrían fuera del agua.
El río de agua turbia, en cambio, es opaco. No deja pasar la
luz, y sólo muestra la mugre que boya en la superficie. Embarra y ensucia sobre
todo aquello donde pasa su correntada; y si un día se desborda e invade la vida
de los hombres, al retirarse deja un hediondo recuerdo de su presencia. He
visto crecientes de ríos turbios, allá en mi litoral. Crecientes que al
retirarse dejaron emponzoñadas las napas de agua donde se abrevaban los hombres.
Del barro que dejaron brotó la epidemia
que mató muchos niños chiquitos. Es que al pasar sobre los resumideros y las
cloacas, sacó a flote todo lo malo
que encontró en su camino. Hasta profanó la tumba de algunos difuntos (¡que en paz descansen los huesos!).
que encontró en su camino. Hasta profanó la tumba de algunos difuntos (¡que en paz descansen los huesos!).
Cuando Magdalena entró en la sala del rico Simón, los ojos
turbios de los que compartían la mesa con el Señor, sólo vieron al superficie
del misterio de aquella vida. Y el agua turbia de sus miradas embarró el
misterio de esa cabellera suelta y de su profusión de perfume, y de allí sólo
sacó a flote la imagen de la prostituta. Y hasta la misma figura de Señor fue
salpicada por ese barro del río sucio: Si este hombre fuera un profeta...
La mirada clara y limpia del Señor pasó también sobre la
mujer y dejó que la luz penetrara hasta el fondo del cauce de su misterio y
allí descubrió el brillo de las piedras, el brillo de un corazón que amaba
mucho.
El resbalar de su mirada limpia, limpió ese corazón y le
regaló su auténtico brillo. Y esa mujer se fue liberada. Liberada y
comprometida en su nueva vida, donde su brillo iluminaría a otras vidas. Lo
fundamental de su vida sería un anuncio: ¡El Señor ha resucitado!
Como anuncian las piedras del cauce, el paso del río.
Entre los hombres las aguas claras nacen en la fría soledad
de las cumbres. Allí han vivido en fidelidad de largo diálogo invernal con la
Roca, sabedora de vendavales. De rostro al sol, un día la primavera las puso en
movimiento.
Y allá van:
Cantando su canto / lavando las piedras,
regando los surcos / camino del mar.
Su cauce es humilde, / su canto es pequeño,
su fuerza se llama / cotidianeidad.
Partiendo las rocas / abrieron gargantas,
y abrevaron pueblos / siempre sin parar.
Las mantiene el cerro / cargado de nieves,
que alimenta el cielo / donde Dios está.
(Funte: La sal de la tierra, Editorial Patria Grande)
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