Desde hace siete siglos el jueves siguiente a la fiesta de
la Santísima Trinidad ha sido dedicado a una especial veneración de la
Santísima Eucaristía. Es el día en que se celebra la fiesta del Corpus
Christi, la fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo. Se celebra el
jueves, por ser éste el día en que el Señor instituyó la santa Eucaristía la
noche de la Última Cena. Por razones pastorales, esta fiesta en algunos lugares
se traslada al siguiente Domingo.
El día que celebramos la fiesta del Corpus Christi el
Señor realmente Presente en el pan y vino consagrados no permanece en nuestras
iglesias, «sino que también caminamos con la mirada fija en la Hostia
eucarística, juntos todos en procesión, que es un símbolo de nuestra peregrinación
con Cristo en la vida terrena. Caminamos por las plazas y calles de
nuestras ciudades, por esos caminos nuestros en los que se desarrolla
normalmente nuestra peregrinación. Allí donde viviendo, trabajando, andando con
prisas, lo llevamos en lo íntimo de nuestros corazones, allí queremos llevarlo
en procesión y mostrárselo a todos, para que sepan que, gracias al Cuerpo del
Señor, todos pueden tener en sí la vida» (S.S. Juan Pablo II, Homilía en la
fiesta del Corpus Christi, 8/6/1980).
La multiplicación milagrosa de los panes (Evangelio) es una
prefiguración de otro Milagro muchísimo más asombroso: anuncia el don salvífico
de la Eucaristía, inaudito Milagro del Amor divino por el cual el pan y el vino
que consagra el sacerdote en la santa Misa se transforman verdaderamente en el
Cuerpo y en la Sangre de Cristo, haciéndose el Señor Jesús realmente presente
en medio de la asamblea y ofreciéndose al peregrino en la fe como comida
y bebida para la vida eterna. De este modo el Señor mismo se
constituye, para quien lo come debidamente preparado (ver 1Cor 11,29),
garantía de resurrección: «Yo soy el Pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de
este Pan, vivirá para siempre; y el Pan que yo le voy a dar, es mi Carne por la
vida del mundo» (Jn6,51).
La expresión cuerpo y sangre es un
semitismo que quiere decir lo mismo que la totalidad de la
persona. En las especies eucarísticas, el Señor Jesús está presente todo
entero en cada una de las especies y en cada parte de ellas.
Este Milagro de amor lo realizó el Señor por primera vez la
noche de la Última Cena, antes de ofrecer su Cuerpo y Sangre en el Altar de la
Cruz reconciliadora. Un breve relato de la institución de este Sacramento lo
trae San Pablo en su carta a los corintios (2ª. lectura): «el Señor Jesús, la
noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y
dijo: “Éste es mi Cuerpo que se da por vosotros; haced esto
en recuerdo mío”.
Asimismo también la copa después de cenar diciendo: “Esta copa es la Nueva
Alianza en mi Sangre”».
No faltan en la antigua Alianza prefiguraciones
significativas de la Eucaristía, entre las cuales es muy elocuente la que se
refiere al sacerdocio de Melquisedec, cuya misteriosa figura y sacerdocio
singular evoca laprimera lectura. «Melquisedec, “sacerdote del
Altísimo”, es considerado por la Tradición cristiana como una prefiguración del
sacerdocio de Cristo, único “Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec” (Heb 5,10;
6,20), “santo, inocente, inmaculado” (Heb 7,26), que, “mediante una
sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados” (Heb 10,14),
es decir, mediante el único sacrificio de su Cruz» (Catecismo de la Iglesia
Católica, 1544). Como ésta, «todas las prefiguraciones del sacerdocio de la
Antigua Alianza encuentran su cumplimiento en Cristo Jesús, “único mediador
entre Dios y los hombres” (1Tim 2, 5)» (allí mismo).
Y como hemos dicho ya, el milagro de la multiplicación de
los panes encuentra su cumplimiento en el Sacrificio, único y realizado una vez
por todas, que el Señor Jesús, sumo y eterno Sacerdote, ofreció en el Altar de
la Cruz para la reconciliación de toda la humanidad con Dios (ver 2Cor 5,19).
De esta reconciliación fundamental procede también la reconciliación del hombre
consigo mismo, con los demás hermanos humanos y con la creación entera. Aquel
sacrificio cruento ofrecido por Cristo en el Altar de la Cruz «se hace presente
en el sacrificio eucarístico de la Iglesia» (Catecismo de la Iglesia
Católica, 1545). Desde la noche de la Última Cena la celebración de cada
Eucaristía obedece al deseo y mandato del Señor: «Haced esto en memoria mía» (Lc22,19).
Además del milagro de la multiplicación de los panes el
discurso de Cristo en la sinagoga de Cafarnaúm (verJn 6,51ss)
representa la culminación de las profecías del Antiguo Testamento y, al mismo
tiempo, anuncia su cumplimiento, que se realizará en la Última Cena. En aquella
ocasión las palabras del Señor constituyeron una dura prueba de fe para quienes
las escucharon, e incluso para los Apóstoles, pues les resultaba demasiado duro
creer aquello: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (Jn 6,52).
(Fuente:multimedios)
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