Los bienes de abajo y los bienes de arriba
El evangelio del domingo contiene una enseñanza sobre los
verdaderos bienes que enriquecen nuestra vida, en perfecta sintonía con la
primera lectura y la carta de Pablo. Pero arranca con un diálogo que ilustra y
completa la catequesis sobre la oración de los domingos anteriores. Si el
domingo pasado meditábamos sobre la oración de petición, sobre qué y cómo
pedir, hoy Jesús nos avisa claramente acerca de lo que no hemos de pedir. No
podemos pretender que Dios nos resuelva los problemas que son objeto de nuestra
exclusiva competencia. Dios respeta nuestra autonomía, y quiere que la
ejerzamos. No podemos ni debemos pedirle a Dios lo que Él nos pide a nosotros,
convirtiéndolo en el remedio mágico de aquellos asuntos, para cuya resolución
nos ha dado los recursos necesarios. Se suele decir que al necesitado no hay
que darle un pez (salvo en situaciones de extrema necesidad), sino una caña de
pescar. Con ello se indica que es necesario promover la autonomía de cada uno,
porque en ella estriba la propia dignidad. Pues bien, Dios, que es el autor de
nuestra dignidad y el fundamento de nuestra autonomía, no nos ha dado ni
siquiera la caña, sino mucho más: la capacidad de idearla, nos ha dado la razón
y la libertad y además la conciencia moral iluminada por la Revelación, que
vienen a ser el manual de instrucción para hacer un recto uso de esas
capacidades, de modo que podamos ser nosotros mismos y vivir por nosotros
mismos. Esto no quita el que nos dirijamos a Él expresándole nuestras
necesidades, pidiéndole, también, el pan nuestro de cada día, pues
todo lo que
tenemos es, al fin y al cabo, don de Dios. Pero, precisamente al pedir el pan,
estamos ya aludiendo a “los frutos de la tierra y al trabajo del hombre”, esto
es, la misma petición lleva aparejado el reconocimiento de nuestra
responsabilidad, de lo que nos corresponde hacer a nosotros.
En el diálogo con el hombre descontento con su hermano
Jesús parece responder con demasiada brusquedad, pero en la concisión de sus
palabras nos está invitando a establecer relaciones maduras con Dios. Ya el
modo que tiene Jesús de dirigirse a su interlocutor, “hombre”, puede entenderse
como una apelación a tomar responsablemente las riendas de la propia vida. Dios
es nuestro Padre, pero los hijos se encuentran respecto de sus padres en
situación de dependencia sólo temporal, hasta que alcanzan la edad adulta.
Entonces la piedad filial se conserva, pero ya desde la autonomía conquistada
gracias a aquella inicial y pasajera dependencia, de modo que la primera se
convierte en preocupación y cuidado de los propios padres cuando estos son ya
ancianos. Dios Padre quiere que crezcamos, que vivamos como adultos y que,
alcanzada la madurez en la fe, establezcamos relaciones maduras con Él, y no de
pura dependencia infantil.
Los bienes materiales que necesitamos para vivir están en
este mundo a nuestra disposición, y nosotros mismos debemos procurárnoslos. Ese
“manual de instrucciones” que, hemos dicho, es la conciencia moral, el sentido
de la justicia y el mandamiento del amor, nos dice que debemos hacer un uso
responsable de esos bienes, de modo que nos sirvan, evitando absolutizarlos y
convirtiéndonos en sus esclavos. Cuando sucede esto último surgen los
conflictos, la codicia, la avaricia, la guerra por la posesión, la tendencia a
acaparar, a poseer en exceso, con perjuicio de los derechos y las necesidades
de otros.
Jesús, que se niega a hacer de juez en este tipo de
conflictos, nos da, sin embargo, otras indicaciones que pueden ser de gran
ayuda, para solucionarlos, superándolos positivamente. Se trata de cambiar de
actitud respecto de los bienes materiales, de no darles más importancia de la
que tienen (y la tienen, pero en su justa medida). Para ello describe con gran
agudeza y no poca ironía lo que sucede al que hace de la riqueza económica su
único horizonte vital. El hombre de la parábola tuvo un golpe de suerte y se
hizo inmensamente rico. Y pensó de forma insensata que su vida estaba salvada.
Sin darse cuenta de que la vida en este mundo es pasajera, y que los bienes
externos no pueden formar parte del equipaje que podemos llevarnos al otro
mundo. Como dice el libro de Job, “desnudo salí del vientre de mi madre y
desnudo volveré allá” (Job 1, 21). Si toda la riqueza que el hombre puede
acumular es la que puede guardarse en el banco o en los graneros, todos estamos
abocados a acabar en la misma pobreza: la desnudez de la muerte. Si todos
nuestros afanes se concentran sólo en los valores externos y materiales, por
muy bien que nos pueda ir (algo que no está en absoluto garantizado), habremos
consagrado nuestra vida a bienes que no perduran, a la vanidad de que nos avisa
el libro del Eclesiástico.
Existen otras riquezas, que el hombre puede acumular
dentro de sí y que atraviesan incólumes el fuego purificador de la muerte.
Jesús nos recuerda que tenemos que hacernos ricos ante Dios. Pablo nos exhorta
a buscar los bienes de allá arriba, los que recibimos de Dios, por medio de
Jesucristo, los bienes que perduran y son más fuertes que la muerte. Son los
bienes que componen precisamente esa madurez humana y cristiana de que
hablábamos antes: los bienes ligados al sentido de la justicia, a la
generosidad y la entrega, al servicio y, en definitiva, a los que se sustancian
en el mandamiento del amor. La muerte y resurrección de Jesucristo los han
hecho plenamente patentes y accesibles: entregarse hasta dar la vida, como Cristo,
tiene sentido (no es vanidad ni grave desgracia) porque así nos hacemos
partícipes de la plenitud de vida de la resurrección.
Pero no hay que esperar a la muerte para empezar a vivir
así. El mandamiento del amor, la vida al servicio de los demás, los sacrificios
que a veces nos impone la generosidad y el elemental sentido de la justicia,
todo esto implica, como dice Pablo, ir dando muerte en nosotros a todo lo
terreno, a toda forma de vida basada en el egoísmo y en el mero disfrute (que,
es una forma de vida idolátrica, desconocedora del verdadero Dios), para que
crezca en nosotros la imagen de Dios que conocemos por Cristo.
Un primer fruto de esta forma de vida es la superación de
las múltiples barreras que el egoísmo ha ido levantando entre los hombres (judíos
y gentiles, circuncisos e incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y libres,
y, podríamos añadir, ricos y pobres), y la capacidad de reconocer en cada
hombre o mujer un semejante, un hermano o hermana.
¿Significa esto que tenemos que renunciar por completo a
toda forma de bienestar, descuidar del todo las preocupaciones por los bienes
materiales? Ni mucho menos. Jesús, recordémoselo, ha incluido la petición del
pan cotidiano en el Padrenuestro. Él mismo se ha preocupado de dar de comer a
los hambrientos, y ha mandado a sus discípulos que hagan lo mismo (cf. Lc 9,
13). En realidad no hay que contraponer excesivamente las riquezas materiales y
las que nos hacen ricos ante Dios. Ya decía el beato Juan XXIII que “no sólo de
pan vive el hombre, pero también de pan”. Ser rico ante Dios significa, entre
otras cosas, preocuparse del bienestar material de los que carecen de lo
necesario. El hombre de la parábola que Jesús nos narra hoy tuvo un golpe de
suerte y se hizo rico de repente. Podría haberse hecho también rico delante de
Dios si, en vez de acumular vanamente esas riquezas sólo para sí, hubiera
abierto sus graneros para compartir esa riqueza con los hambrientos. Esa misma
noche hubiera tenido que entregar igualmente su vida, sin poderse llevar su fortuna,
pero se habría presentado ante Dios adornado con la riqueza del deber cumplido
de justicia, la libertad de la generosidad, la madurez del amor y, también, del
agradecimiento y la bendición de los pobres saciados con esos bienes efímeros,
pero que, transfigurados por los bienes de allá arriba, en modo alguno resultan
vanos.
(Fuente: ciudadredonda.org)
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