Anticipándose al final y al principio del año civil, el año
litúrgico concluye un ciclo y abre otro nuevo. Nuestros años solares,
organizados en torno a la muerte y el nacimiento del sol, han recibido el sello
del cristianismo que afirma que la verdadera luz que da la vida a los hombres
es Jesucristo, el Logos de Dios hecho carne y nacido en Belén. Pero la gran
fiesta del nacimiento de Cristo no es un acontecimiento cósmico que se nos
impone con la inevitabilidad necesaria de todo lo natural, sino un
acontecimiento histórico, humano, que Dios propone en diálogo, y por ello
requiere de una adecuada preparación. De ahí que el año litúrgico se adelante
en casi un mes a la fiesta de la venida del Hijo de Dios al mundo, y se
inaugure con este tiempo previo, llamado precisamente Adviento. Una de las
palabras clave de este tiempo es “¡preparad el camino al Señor!” El Señor está
en camino. Y nosotros, impacientes por su venida, nos ponemos también en camino
para salir a su encuentro.
Se habla en la tradición cristiana de dos venidas del Señor:
la primera, la encarnación del verbo de Dios, el nacimiento de Jesús, por el
que Dios se hace cercano y presente, y que es el fundamento de nuestra
esperanza. Dios está ya presente entre nosotros y es posible vivir en comunión
con él. Pero seguimos experimentando el peso y las limitaciones de la vida. Por
eso, no vivimos todavía en la plenitud a que aspira nuestro corazón. Más bien
es Dios en Cristo Jesús el que participa de nuestras limitaciones y nos
acompaña en ellas, dándonos así la posibilidad de vivir las primicias de
aquello que esperamos alcanzar.
La segunda venida, la definitiva, es la que nos habla del fin
del mundo, del juicio, del momento en que Cristo, al que conocemos en la
apariencia humilde de su humanidad, frágil como la nuestra, se manifestará en
toda su gloria, en el poder de su victoria sobre el mal y la muerte, en la
plena luz de la resurrección. Todas estas frases, que suenan tal vez un poco
estereotipadas, que a muchos practicantes y no practicantes, les resulta una
extraña jerga eclesiástica, ¿qué sentido tienen, si es que tienen alguno?
En una ya larga tradición se entienden esas palabras sobre la
segunda venida como algo terrible y
pavoroso. La idea del fin del mundo evoca catástrofes y tremendos
cataclismos. Incluso hoy hay cristianos sumamente interesados en determinar el
cuándo de ese final, que asocian a la idea de un castigo universal. También la
idea del juicio se entiende como algo que provoca pánico. Basta pensar en las
imágenes, tremendas en su soberbia fuerza y belleza, del juicio final de Miguel
Ángel en la Capilla Sixtina. Ante estas imágenes tremebundas muchos reaccionan
con rechazo y explícito desinterés. El fin del mundo nos les parece interesante
(mejor ocuparse de este mundo, mientras existe, que es el único que tenemos),
además de rechazar esa religión del miedo que parece querer mantenernos en un
infantilismo permanente, ajeno al espíritu de la época.
En realidad, si se atiende con detalle a lo que, no las
tradiciones culturales, sino el mensaje cristiano dice a este respecto, nos
damos cuenta de que lo tremendo y pavoroso no pertenece a su entraña. En primer
lugar, lo que los textos evangélicos nos dicen es que saber en concreto el día
y la hora no es posible y además no es interesante. La idea del fin del mundo
está de hecho asociada a algo que todos sabemos y experimentamos cada día: el
mundo y la vida son limitados y finitos y esa limitación se manifiesta de
muchas formas, que todos podemos experimentar de múltiples modos. Es decir,
este mundo y esta vida no son definitivos. Pero, al mismo tiempo, sobre esta
experiencia real, podemos experimentar que, no sólo nuestra vida aspira a lo
definitivo (si no fuera así, ni siquiera podríamos tener conciencia de la
limitación y la finitud), sino que hay en verdad en la vida humana dimensiones
no efímeras que le dan densidad y valor.
Por ello, Jesús, que no nos dice cuándo será el fin del mundo
(él mismo dice ignorarlo, se ve que no le interesaba mucho), sí que nos dice
cómo hemos de vivir para no descuidar esas dimensiones últimas: es necesario no
dejarse amodorrar por la preocupación exclusiva de lo pasajero, y, sin dejar de
ocuparnos responsablemente de las necesidades de la vida (comer y beber,
resolver los problemas y conflictos cotidianos), no absolutizarlas pues hay
valores y dimensiones superiores y perdurables. Cuando absolutizamos lo
relativo, el comer y el beber, el legítimo disfrute de la vida, la solución de
los inevitables conflictos, todo eso se convierte en “comilonas y borracheras,
lujuria y desenfreno, riñas y pendencias”, es decir, como dice San Pablo, una
vida vivida sin dignidad. Frente a eso, se nos exhorta a velar, a vivir con los
ojos abiertos, conscientemente o, lo que es lo mismo, con dignidad. Que nos
vaya mejor o peor, la riqueza y la salud no dependen por entero de nosotros;
hay que prestarles atención, pero la justa. En cambio vivir con dignidad eso sí
depende de nosotros, es asunto de nuestra exclusiva responsabilidad.
Así, creo yo, hay que entender esas enigmáticas palabras de
que “a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán”. Haciendo las mismas cosas,
viviendo en el mismo mundo, podemos vivir de manera muy diferente: encerrados y
entregados por entero a los bienes pasajeros; o atentos y abiertos a los bienes
que no pasan. De esto depende que nuestra vida adquiera o no un sentido pleno.
En este sentido, el fin del mundo es su límite, su intrínseca
limitación que se manifiesta en nuestra condición mortal. Todos hemos de morir
y ese es el fin del mundo para cada. Igual que no sabemos cuándo será el fin
del mundo, no sabemos en principio cuándo será nuestra muerte. Y si lo llegamos
a saber (en el caso de una enfermedad incurable, que nos puede invitar a buscar
remedios alternativos o, al menos, a prepararnos adecuadamente), eso se
parecería al anuncio de un fin del mundo al estilo de la actual crisis
ecológica, como amenaza por agotamiento de sus recursos energéticos, o por
cualquier otra causa, que puede obligarnos a tomar medidas y empezar a vivir de
otra manera. En cualquier caso, ser conscientes de todo esto y tratar de vivir
de los valores definitivos (la verdad, el bien, la justicia, la fidelidad, el
amor…) nos pone en relación con la fuente de la vida y de lo que la trasciende,
con Dios que, en Cristo, viene a nosotros. Vistas así las cosas, entendemos que
la segunda venida (el fin del mundo y el juicio) no es algo tremebundo ni
amenazador. Al contrario: Jesús viene como salvador que nos rescata de la
finitud de la muerte y del mal en todas sus formas. El encuentro con él es una
alegre noticia, un mensaje de esperanza y de consuelo, pues significa que el
pecado, el mal y la muerte han sido vencidos por Él y, si viene, es para
hacernos partícipes de su victoria.
A este respecto, podemos hablar de una tercera venida del
Señor. No es tercera en sentido cronológico sino en su forma de realización, y
que pone en relación la primera (en la que se funda) y la segunda (a la que
tiende). Es la venida cotidiana de Jesús en su Palabra proclamada en la
liturgia, en el Pan y el Vino de la Eucaristía, en el sacramento del perdón, en
su presencia en nuestros semejantes, especialmente en los necesitados, desde
los que nos llama al servicio del amor. Estas venidas cotidianas que hacen a
Dios, a Cristo, accesibles a todo el que quiera encontrarse con Él, son como la
aurora que anuncia que el día (la salvación) está cerca, y que tenemos que
irnos despertando ya, no podemos seguir viviendo entumecidos por el sueño de la
noche. Despertarse, prepararse, pertrecharse adecuadamente para la venida de la
luz, todo eso significa empezar a vivir ya como si fuera de día, adoptar y usar
las “armas de la luz”, caminar a la luz del Señor, anticipar en nuestra forma
de vida, de relación, de solución de conflictos la armonía, la paz y la
plenitud a la que aspiramos y que Cristo ya está haciendo presente:
ejercitarnos para vivir en paz y no en guerra, transformar las espadas en
arados y las lanzas en podaderas. Atendiendo a esas diversas formas de su
“tercera” venida, damos testimonio y acogemos la primera, y nos preparamos
adecuadamente a la segunda y definitiva.
(José María Vegas, cmf)
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