La oración
contemplativa es, en cierto modo, simplemente la preferencia por el desierto,
el vacío, la pobreza. Cuando uno ha conocido el sentido de la contemplación,
intuitiva y espontáneamente busca el sendero oscuro y desconocido de la aridez
con preferencia a ningún otro. El contemplativo es el que más bien desconoce
que conoce, más bien no goza que goza, y el que más bien no tiene pruebas de
que Dios le ama. Acepta el amor de Dios en fe, en desafío a toda evidencia
aparente. Ésta es una condición necesaria, y muy paradójica, para la
experiencia mística de la realidad de la presencia de Dios y de su amor para
con nosotros. Sólo cuando somos capaces de «dejar que salgan» todas las cosas
de nuestro interior, todos los deseos de ver, saber, gustar y experimentar la
presencia de Dios, entonces es cuando realmente nos hacemos capaces de
experimentar la presencia con una convicción y una realidad abrumadoras, que
revolucionan toda nuestra vida interior.
Walter Hilton, un
místico inglés del siglo catorce dice en su Scale of Perfection:
Es mucho mejor ser separado de la visión del mundo en esta noche oscura, por muy penoso que eso pueda resultar, que morar fuera, ocupado en los falsos placeres del mundo... Porque cuando estás en esa noche, te encuentras mucho más cerca de Jerusalén que cuando estás en la falsa luz. Abre tu corazón al movimiento de la gracia y acostúmbrate a residir en esta oscuridad, intenta familiarizarte con ella y encontrarás rápidamente que la paz, y la verdadera luz de la comprensión espiritual inundarán tu alma...
La contemplación
es esencialmente una escucha en el silencio, una expectación. Y también, en
cierto sentido, debemos empezar a escuchar a Dios cuando hemos terminado de
escuchar. ¿Cuál es la explicación de esta paradoja? Quizá que hay una clase de
escucha más elevada, que no es una atención a la longitud de
cierta onda, una
receptividad para cierto mensaje, sino un vacío que espera realizar la plenitud
del mensaje de Dios dentro de su aparente vacío. En otras palabras, el
verdadero contemplativo no es el que prepara su mente para un mensaje
particular, que él quiere o espera escuchar, sino el que permanece vacío porque
sabe que nunca puede esperar o anticipar la palabra que transformará su
oscuridad en luz. Ni siquiera llega a anticipar una clase especial de
transformación. No pide la luz en vez de la oscuridad. Espera la Palabra de
Dios en silencio, y cuando es "respondido", no es tanto por una
palabra que brota del silencio. Es por su silencio mismo cuando de repente,
inexplicablemente revelándose a él como la palabra de máximo poder, llena de la
voz de Dios.
Pero no debemos
aceptar una visión puramente quietista de la oración contemplativa. No es mera
negación. Nadie se convierte en contemplativo sencillamente por «oscurecer» las
realidades sensibles, y permanecer solo consigo mismo en la oscuridad. En
primer lugar, uno que hace eso como un montaje, a propósito, como conclusión de
un razonamiento práctico sobre el tema, y sin una vocación interior,
sencillamente entra en una oscuridad artificial que se ha fabricado él mismo.
No está solo con Dios, sino solo consigo mismo. No está en presencia del Único
Trascendente, sino de un ídolo, el de su propia identidad complaciente. Se ve
inmerso y perdido en si mismo, en un estado de narcisismo inerte, primitivo e infantil.
Su vida es »nada» no en el sentido misterioso, dinámico, en el que la nada del
místico es paradójicamente el todo de Dios. Es sencillamente la nada de un ser
finito, abandonado a si mismo en su propia trivialidad.
Los místicos
Rhenish del siglo catorce tuvieron que luchar contra muchas formas heréticas de
contemplación y contra la pasividad de la voluntad propia, arbitraria, de los
que abrazaban la forma quietista de oración de una manera sistemática,
dedicándose a cultivar simplemente la inercia como si ella fuera, por si misma,
suficiente para resolver los problemas. De ésos dice Tauler:
Estas personas han entrado en un camino sin salida. Confían totalmente en su inteligencia natural y están totalmente orgullosos de ellos mismos al hacerlo. Nada saben de las profundidades y riquezas de la vida de Nuestro Señor Jesucristo. Ni siquiera han formado sus propias naturalezas por el ejercicio de la virtud y no han avanzado en los caminos del verdadero amor. Confían exclusivamente en la luz de su razón y en su falsa pasividad espiritual.
El problema que
entraña el racionalismo es que se engaña a sí mismo en su racionalización y
manipulación de la realidad. Hace culto del «permanecer sin moverse", como
si eso en si mismo tuviera un poder mágico para resolver todos los problemas y
llevar al hombre al contacto con Dios. Pero de hecho es sencillamente una
evasión. Es una falta de honradez y seriedad, una banalidad con la gracia y una
huida de Dios. Esto es realmente el "quietismo puro". Pero, ¿podemos
decir que algo semejante existe en nuestros días?
El quietismo
absoluto no es un peligro omnipresente en el mundo de nuestro tiempo. Para ser
un quietista absoluto, uno tendría que hacer esfuerzos heroicos para permanecer
sin hacer nada, y tales esfuerzos están más allá del poder de la mayoría de
nosotros. Sin embargo, existe una tentación de una clase de pseudoquietismo que
afecta a los que han leído libros sobre el misticismo sin entenderlos en
absoluto. Y eso los lleva a una vida espiritual deliberadamente negativa, que
no es más que una dejación de la oración, por ninguna otra razón que por la de
imaginar que, dejando de ser activo, uno entra en la contemplación. Eso lleva
en realidad a la persona a estar vacía, sin una vida espiritual, interior, en
la que las distracciones y los impulsos emocionales gradualmente los afirman a
expensas de toda actividad madura, equilibrada, de la mente y el corazón.
Persistir en esta situación de paréntesis puede llegar a ser muy perjudicial
espiritual, moral y mentalmente.
El que sigue los
caminos ordinarios de la oración, sin prejuicio alguno y sin complicaciones,
será capaz de disponerse mucho mejor para recibir su vocación a la oración
contemplativa a su debido tiempo, dando por sabido que le llegará su momento.
La verdadera
contemplación no es un truco psicológico, sino una gracia teologal. Sólo nos
viene en forma de un regalo, y no como resultado de nuestro empleo inteligente
de técnicas espirituales. La lógica del quietismo es una lógica puramente
humana, en la cual dos más dos son cuatro. Desgraciadamente, la lógica de la
oración contemplativa es de un orden enteramente diferente. Está más allá del
dominio estricto de causa y efecto, porque pertenece enteramente al amor, a la
libertad, a los desposorios espirituales. En la verdadera contemplación no hay
"razón por la que" el vacío nos deba llevar necesariamente a ver a
Dios cara a cara. Ese vacío nos puede llevar de la misma manera a encontrarnos
cara a cara con el demonio, y de hecho a veces lo hace. Es parte del riesgo de
este desierto espiritual. La única garantía contra el enfrentamiento con el
demonio en la oscuridad, si es que podemos hablar realmente de algún tipo de
garantía, es simplemente nuestra esperanza en Dios, nuestra confianza en su
voz, en su misericordia.
Ha quedado claro
que el camino de la contemplación no es de ninguna manera una
"técnica" deliberada de vaciarse uno mismo, para conseguir una
experiencia esotérica. Es una respuesta paradójica a la llamada de Dios casi
incomprensible, lanzándonos a la soledad, zambulléndonos en la oscuridad y el
silencio, no para retirarnos y protegernos del peligro, sino para llevarnos a
salvo a través de peligros desconocidos, por un milagro de su amor y de su
poder.
El camino de la
contemplación no es, de hecho, camino alguno. Cristo es el único camino, y él
es invisible. El "desierto" de la contemplación es sencillamente una
metáfora para explicar el estado de vacío que experimentamos cuando hemos
abandonado todos los caminos, nos hemos olvidado de nosotros mismos y hemos
tomado a Cristo invisible como nuestro camino. Como dice san Juan de la Cruz:
Y así grandemente se estorba un alma para venir a este alto estado de unión con Dios, cuando se ase a algún entender, o sentir, o imaginar, o parecer, o voluntad, o modo suyo, o cualquiera otra obra o cosa propia, no sabiéndose desasir y desnudar de todo ello... Por tanto, en este camino, el entrar en camino es dejar su camino; o por mejor decir, es pasar al término y dejar su modo, es entrar en lo que no tiene modo, que es Dios. Porque el alma que a este estado llega, ya no tiene modos, ni maneras, ni menos se ase ni puede asir a ellos... aunque en sí encierra todos los modos, al modo del que no tiene nada, que lo tiene todo.
Esto podría
completarse con las palabras que siguen de John Tauler:
Cuando hemos probado esto en la auténtica profundidad de nuestras almas, nos hace hundirnos y disolver-nos en nuestra nada y pequeñez. Cuanto más brillante y más pura es la luz que se derrama en nosotros por la grandeza de Dios, tanto más claramente veremos nuestra nada y pequeñez. En realidad así es cómo podemos discernir la autenticidad de esta iluminación. Porque es el brillo divino de Dios en lo más profundo de nuestro ser, no por medio de imágenes, no por medio de nuestras facultades, sino en las auténticas profundidades de nuestras almas. Su efecto será hundirnos más y más en nuestra propia nada.
Se pueden sacar
dos sencillas conclusiones de todo esto. Primero, que la contemplación es la
culminación de la vida cristiana de oración, porque el Señor no desea nada de
nosotros más que convertirse él mismo en nuestro "camino", en nuestra
"verdadera vida". Esta es la única finalidad de su venida a la tierra
para buscarnos, para poder elevarnos, juntamente con él, al Padre. Sólo en él y
con él podemos alcanzar al Padre invisible, al que nadie podrá ver y seguir
viviendo. Muriendo a nosotros mismos, y a todas las "maneras",
"lógicas" y "métodos" propios nuestros, podemos ser
contados entre aquellos a los que la misericordia del Padre ha llamado a sí en
Cristo. Pero la otra conclusión es igualmente importante. Ninguna lógica propia
puede conseguir esta transformación de nuestra vida interior. No podemos
argumentar que el "vacío" es igual a la "presencia de
Dios", y luego sentarnos tranquilamente para conseguir la presencia de
Dios vaciando nuestras almas de toda imagen. No es cuestión de lógica ni de
causa y efecto. Tampoco es cuestión de deseo, o de una empresa proyectada, o de
nuestra propia técnica espiritual.
Todo el misterio
de la oración contemplativa simple es un misterio de amor divino, de vocación
personal y de don gratuito. Esto, y sólo esto, consigue el verdadero «vacío»,
en el que ya nada queda de nosotros mismos.
Un vacío
deliberadamente cultivado, para llenar una ambición espiritual no responde en
absoluto al concepto de vacío espiritual. Es la plenitud de uno mismo. Tan
lleno que la Luz de Dios no tiene sitio alguno por donde poder penetrar. No hay
grieta ni rincón abandonado donde algo pueda encajarse en ese duro corazón,
fruto de la autoabsorción, que es nuestra opción de vivir centrados en nuestro
propio ser. Y, en consecuencia, cualquiera que aspire a convertirse en
contemplativo debe pensarlo dos veces antes de ponerse en camino. Quizá la
mejor forma de convertirse en contemplativo seria desear con todo el corazón
ser cualquier cosa menos contemplativo. ¿Quién sabe?
Pero,
naturalmente, tampoco eso es verdad. En la vida contemplativa, ni el deseo ni
el rechazo del deseo es lo que cuenta, sino sólo aquel "deseo" que es
una forma de "vacío", que asiente con lo desconocido y avanza
tranquilamente por donde no ve camino alguno. Todas las paradojas acerca del
camino contemplativo se reducen a ésta: estar sin deseos significa ser llevado
por un deseo tan grande que es incomprensible. Es demasiado grande para ser
completamente sentido. Es un deseo ciego, que parece un deseo de "la
vaciedad", sólo porque nada puede contentarlo. Y porque es capaz de
descansar en la vaciedad, entonces, relativamente hablando, descansa en la
vaciedad. Pero no en una vaciedad como tal, en una vaciedad por si misma.
Realmente no existe tal entidad como pura vaciedad, y la vaciedad meramente
negativa del falso contemplativo es una "cosa", no la
"nada". La «cosa" que se reduce a la oscuridad misma, de la cual
todos los demás seres están excluidos deliberadamente y por todos los medios.
Pero la verdadera
vaciedad es la que trasciende todas las cosas, y aún es inmanente a todas
ellas. Porque lo que parece vaciedad en este caso es puro ser. O al menos un
filósofo podría describirla así. Pero para el contemplativo es otra cosa. No es
ni ésta ni aquélla. Todo lo que digáis de ella es diferente a lo que se decía.
Lo propio de la vaciedad, al menos para un cristiano contemplativo, es puro
amor, pura libertad. Amor que está libre de todo, no determinado por nada, o
visto en alguna clase de relación. Es un compartir, a través del Espíritu
Santo, en la infinita caridad de Dios. Y así, cuando Jesús dijo a sus
discípulos que amaran, se refería a una forma de amar tan universal como la del
Padre, que envía su lluvia lo mismo sobre justos que sobre pecadores. "Sed
perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto." Esta pureza, libertad
e indeterminación del amor es la auténtica esencia del cristianismo. A esto
aspira sobre todo la vida monástica.
(Thomas Merton, "LA ORACIÓN
CONTEMPLATIVA", Editorial PPC. Madrid 1996. Cap. XV,Págs. 117-125)
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