La mirada de
Jesús debía ser impresionante. En el evangelio encontramos algunos destellos de
estos maravillosos ojos de Jesús.
Es, por
ejemplo, el caso del joven rico. Le debemos a Marcos esta pincelada: «Entonces
Jesús le miró con cariño». Captaron sus ojos la fuerza de su amor. Parece
imposible que aquel joven se le escapara a Jesús. Lo más probable es que el
joven habría cerrado antes sus ojos.
Otra vez su
mirada está cargada de tristeza y de rabia: «Entonces, mirándolos alrededor con
enojo, entristecido por la dureza de sus corazones» (Mc 3, 5).
A Zaqueo lo
mira con simpatía y encanto seductor: «Cuando Jesús llegó a aquel lugar mirando
hacia arriba, le vio y le dijo: "Baja enseguida, Zaqueo, porque hoy quiero
hospedarme en tu casa"» (Lc 19, 5).
En el caso de
la viuda generosa, su mirada está llena de penetración y admiración: «Levantando
los ojos, miraba a los ricos que echaban sus ofrendas... Vio también a una
viuda muy pobre que echaba dos blancas...» (Lc 21, 1-2).
¿Y cómo
miraría Jesús, con qué compasiva ternura, a la prostituta arrepentida: «¿Ves a
esta mujer» (Lc 7, 44); a la mujer adúltera: «Enderezándose Jesús y no viendo a
nadie sino a la mujer» (Jn 8,10); al paralítico de Cafarnaúm y a sus ayudantes:
«Al ver Jesús la fe de ellos» (Mc 2, S); a la humilde hemorroísa: «Pero Jesús, volviéndose
y mirándola, dijo: "Ten ánimo, hija"» (Mt 9, 22); a la pobre mujer
encorvada: «Cuando Jesús la vio, la llamó y dijo:
"Mujer,
quedas libre de tu enfermedad" (Lc 13, 12); a las muchedumbres hambrientas
de pan: «Y vio una gran multitud y tuvo compasión de ellos» (Mc 6, 34), o
hambrientas de su palabra: «Y alzando los ojos... decía:
"Bienaventurados..." (Lc 6, 20); a las piadosas mujeres que le
seguían camino del Calvario: «Pero Jesús, vuelto hacia ellas, les dijo:
"Hijas de Jerusalén...» (Lc 23, 28); mirada de compasión y pena la que
dirigió a la ciudad de Jerusalén: «Y cuando llegó cerca de la ciudad, al verla,
lloró sobre ella» (Lc 19, 41).
Destaquemos,
en fin, dos últimas miradas. La mirada más generosa y entregada que conocemos:
«Cuando vio Jesús a su madre y al discípulo a quien él amaba, dijo a su madre:
"Madre, he ahí a tu hijo". Después dijo al discípulo: "He ahí a
tu madre". (Jn 19, 26-27). ¡Cuánto salimos ganando después de esta mirada!
Y la mirada profunda y transformadora que dirigió a su discípulo Pedro después
de sus caídas y que le arrancó las lágrimas más hermosas de su vida:
"Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro, y recordó Pedro... Y, saliendo
fuera, lloró amargamente" (Lc 2 61-62).
Nos quedamos
con esta mirada que regaló Jesús a Pedro. Que él nos mire así a nosotros, para
que nos haga ver mejor nuestros pecados, para que seamos capaces de llorarlos
y, sobre todo, para que aprendamos a amar a Jesús de la misma manera que le
amaba
Pedro.
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