Ya amanece, aunque aún está oscuro
Durante la vigilia pascual millones de cristianos, muchos de
nosotros, hemos permanecido en vela porque queríamos ver la luz, asistir al
amanecer de la nueva creación. Pero, ¿quién nos ha avisado que debíamos
permanecer en vela?
Nuestra mente y nuestros corazones se vuelven agradecidos a
aquellos primeros discípulos que vivieron aquella noche y la anterior bajo el
peso insoportable de la muerte del Maestro, sin saber lo que había de acontecer
en aquel amanecer del primer día de la semana. Aún así, tampoco ellos podían
dormir, sentían que debían permanecer en vela, ir de madrugada al sepulcro. De
entre todos ellos, destacan las mujeres, María Magdalena y la otra María,
señalaba anoche el evangelista Mateo; Juan, hoy, se fija sólo en la primera.
María Magdalena va al sepulcro cuando todavía estaba oscuro,
pero ya está amaneciendo. El poder de la muerte parece aún dominar, pero, en
realidad, aunque no lo percibamos, la luz de la resurrección ya ilumina la
noche. La lámpara que guía a María en la noche de su tristeza es el amor: el
amor por el Maestro, que
sobrevive a la
muerte. Todos tenemos la experiencia de que, al morir un ser querido, el
amor nos impulsa a estar cerca de él, aunque esté muerto, como queriendo
retener su presencia entre nosotros. María, por puro amor, quiere estar cerca
de Jesús; ella y las otras mujeres quieren ocuparse del cadáver de Cristo, sin
saber cómo, pues el sepulcro está cerrado a cal y canto.
La muerte es cerrazón y oscuridad, es descomposición y caos.
Pero María, y después el discípulo amado y Pedro, se encuentran el sepulcro
vacío, abierto, con luz, y en orden (las vendas, el sudario doblado en un lugar
aparte). Lo primero en la experiencia de la resurrección no es la aparición (de
ángeles, del mismo Cristo), sino la ausencia: no está el cadáver, y los signos
de muerte, oscuridad, cerrazón y caos se han desvanecido. Y este “ver” la
ausencia es suficiente para empezar a creer.
De esta manera paradójica e indirecta los evangelios van
indicando que los signos del poder de la muerte, tan poderosa que ni el Hijo de
Dios ha podido superarla, empiezan a palidecer.
El hecho de que no “vean” al Señor Resucitado, sino sólo la
ausencia de Jesús muerto, y los signos de la muerte recogidos y ordenados, nos
ilustra sobre qué significa “ver” y “creer”. Lo primero que dice es que no se
trata de relatos fantásticos, creados para sorprender, para suscitar
credulidad, y en los que se despliega un alarde de imaginación y de recursos
narrativos maravillosos. Al contrario, destacan por su austeridad y sencillez,
casi por su “normalidad”. Se narra escuetamente una desaparición.
El segundo elemento, continuamente presente en todos los
relatos de la Resurrección, es la dificultad que tuvieron los discípulos para
creer en la Resurrección. No fue cosa de un momento, sino un proceso largo y
difícil de maduración en la fe. Empezando por la experiencia del sepulcro vacío
hasta “ver” al Señor, hubieron de hacer todo un camino. El evangelio de hoy lo
dice bien: “Y es que hasta entonces no habían entendido la Escritura, que Jesús
tenía que resucitar de entre los muertos” (Jn 20, 9).
Así cómo el proceso de seguimiento de Jesús, desde el primer
encuentro en Galilea, momento de entusiasmo (“querían hacerle rey”) pero
también de inmadurez, requiere ir entendiendo que el mesianismo de Jesús no es
un camino de rosas, requiere subir a Jerusalén,; del mismo modo para “ver” al
resucitado hay que hacer el camino inverso: de Jerusalén a Galilea, el lugar
del primer amor, la recuperación de la inocencia tras la experiencia terrible
de la frustración de la muerte, del fracaso y el abandono: “No temáis, id a
decir a mis hermanos que vayan a Galilea, allí me verán” (Jn 20, 17; Mt 28,
10).
En nuestro descreído mundo y en nuestro descreído modo de
vida el orden habitual es: ver – saber – creer. Se suele decir: “yo sólo creo
lo que veo”. Aunque, precisamente en lo que se ve con los ojos del cuerpo no es
necesario creer. Esa afirmación significa que, en realidad, no se cree en nada.
Es un saber dirigido al dominio, al poder, que busca garantías, y sólo desde
ahí puede abrirse débilmente al amor (una forma verdadera pero inferior de
amor, dominada por el deseo, el “amor concupiscentiae” de que hablaban los
teólogos medievales). Sólo se acepta lo que está sometido al control del propio
poder. Así, en relación a Jesús, cualquiera puede saber ciertas cosas:
“Conocéis lo que sucedió en Judea…”, dice Pedro, poniendo ante los ojos de sus
oyentes información controlable que llega hasta la muerte de Cristo. Ese saber
de hechos relativos a Jesús es accesible a todos, pero no presupone ni el amor
ni la fe.
El evangelio de hoy nos enseña una lógica completamente
distinta. El que está poseído por la lógica del poder no puede entenderla, por
lo que aquí son inútiles las demostraciones. Aquí se parte de un “no saber”:
cómo acceder el sepulcro (Mc 16, 3), a dónde se han llevado al Señor (Jn 20,
2), que él tenía que resucitar de entre los muertos (Jn 20, 9). Pero es un
no-saber que, pese al desconcierto y la desolación, está iluminado por el amor,
por el deseo de estar junto al ser amado. Mientras que una mirada desamorada
permanece aquí ciega, es el amor el que habilita para “ver”: en los signos de
muerte (el sepulcro vacío, las vendas enrolladas, el sudario doblado), signos
de vida, y, a partir de esos indicios, creer. El amor va más allá de los datos,
ve en profundidad, es capaz de intuir. Y sólo a partir de este creer guiado por
el amor es posible, ahora sí, ver al Señor Resucitado. Pero de esto no se habla
todavía en el evangelio del día de Pascua. Hoy se subrayan sólo las condiciones
(el amor y la fe) de esta experiencia.
Esto explica el orden de esta forma de “ver”: primero María
Magdalena, después el discípulo “al que amaba Jesús”, por fin, Pedro, al que
aquel discípulo cede el acceso al sepulcro. El orden del amor no siempre
coincide con el orden jerárquico: el amor (y su sabiduría) es un don abierto a
todos sin distinciones, que no depende de cargos ni de títulos. Pero también, y
esto es muy importante, el verdadero amor, aunque corra más, acepta ese orden
jerárquico como una exigencia suya y, por eso, Juan cede ante Pedro. Y es que
la fe y el encuentro con el resucitado no son asuntos meramente privados y
subjetivos, sino que están vinculados a una comunidad: la comunidad de los
discípulos. A veces se dice que Jesús no quería fundar una Iglesia (es
sorprendente lo mucho que saben algunos, que saben hasta lo que no quería
Jesús). Pero parece indudable que Jesús quería a sus discípulos, quería a su
comunidad, quería que se mantuviera unida y, al mismo tiempo, abierta: porque
la comunidad de discípulos es necesariamente una comunidad de testigos.
No es posible “demostrar” la resurrección de Cristo, porque
sólo puede aceptarla quien está bien dispuesto. Pero sí es posible testimoniarla:
no pruebas, sino testigos, esta es la vía para transmitir esta Buena Noticia,
que no debe permanecer encerrada en el círculo de los que han hecho esta
experiencia. El Resucitado se muestra y se aparece no a todos, sino a los
testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él
después de su resurrección. Estos son, somos los que amamos a Cristo, los que
lo buscamos entre los muertos, pero nos lo encontramos vivo: en su Palabra y en
su Eucaristía, en la que comemos y bebemos con Él. Y, si por el Bautismo y la
Eucaristía hemos resucitado con él, tenemos que buscar “los bienes de allá
arriba”; y esos bienes son los que están contenidos en el amor, que así como ha
guiado nuestra búsqueda, tiene que guiar toda nuestra vida: amar a Cristo, y
por él amar a todos. Es en las obras del amor en las que subrayamos el “vere”
del surrexit! No se trata de un slogan o de un deseo piadoso. Ante el anuncio
del “¡Resucitó!” los cristianos gritamos “¡Realmente ha resucitado!”
Eso es el modo de mostrar que Cristo vive: en el testimonio
de una vida basada en el amor. Los que pretenden que sólo creen en lo que ven,
no pueden aceptar “demostraciones”, pero tal vez puedan ser movidos por el
testimonio de la fe encarnada en las buenas obras.
Tras la catequesis cuaresmal, el tiempo de Pascua es tiempo
de mistagógica (de profundización): los que han recibido el Bautismo como una
inmersión en la muerte de Cristo, van y vamos ahora siendo iluminados sobre el
proceso de la fe que nos permite ver a Jesús. La liturgia, la palabra de Dios,
Jesús que camina con nosotros y nos acompaña en nuestras alegrías y nuestras
penas, nos va explicando paso a paso, domingo a domingo, dónde podemos
encontrarlo y “verlo”.
Pero hoy nos invita a meditar sobre la propia fe, tal vez muerta,
o latente, o adormecida, o inmadura, en todo caso siempre necesitada de nuevos
impulsos. Desilusiones, experiencias vitales, incomprensiones, han podido
debilitar nuestra fe, o nos han llevado a alejarnos (volver a Emaús), alejarnos
de Jerusalén, olvidarnos de Galilea. Puede ser que nos parezca que la fe fue
una hermosa ilusión de juventud, pero que los acontecimientos de la vida nos
han enseñado que eso en lo que esperábamos ha sido frustrado por el chato
realismo de la vida.
El mensaje de la Pascua nos dice que, pese a los muchos
signos de muerte, es posible “comprender las Escrituras” (pero hay que
escucharlas, Jesús nos las explica), “partir el pan” (pero hay que compartirlo
allí donde Jesús lo parte para nosotros), “ver” a Jesús y creer en Él, que
camina con nosotros a pesar de que nuestros ojos ofuscados no sean capaces de
reconocerle. Y eso es posible ¡porque está vivo! María Magdalena, el discípulo
amado, Pedro, miles de generaciones de cristianos nos han transmitido la
posibilidad de hacer también nosotros esta experiencia vida.
No hay pruebas, pero hay testigos. Tú puedes ser unos de
ellos.
(Fuente: José María Vega, cmf)
Resucitó y permanece con nosotros.
ResponderBorrar