Julio César Rioja, cmf
Queridos hermanos:
El evangelio de hoy certifica lo que afirmábamos el domingo
pasado: no basta con hacer una hermosa confesión de fe, sino está fundamentada
en una experiencia. Pedro había confesado a Jesús como el Mesías, alabado por
Jesús por su confesión de fe y puesto como piedra, fundamento de la comunidad;
al poco tiempo es duramente amonestado por no ser consecuente con todo lo que
está implícito en esa confesión: “Quítate de mi vista, Satanás”. Pedro pasa a
ser el modelo de creyente cristiano.
Es sincero y espontáneo en lo que dice y hace, no es
diplomático, es más afectivo que racional, las contradicciones son constantes
en su vida: confiesa al Mesías y se opone a sus sufrimientos; saca la espada
para defender a Jesús y lo niega ante una criada; no quiere que le lave los
pies y luego pide que le lave entero; dice eso no puede pasarte y no está al
pie de la cruz; es llamado a bautizar a una familia pagana y no se decide…
Pedro es un santo humano y cercano.
Tenemos que llegar a decir con él, lo que nos dice Jeremías
en la primera lectura:” Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y
me pudiste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí. Siempre
que hablo tengo que gritar “Violencia”, y proclamar “Destrucción”. La palabra del
Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije:”No me
acordaré de él, no hablaré más en su nombre”; pero la palabra era en mis
entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo, y no
podía” (Jeremías 20, 7-9). Esta debe ser nuestra historia de seguimiento, como
la de Pedro, piedra que se fue puliendo y murió en la cruz como el Maestro.
Jesús establece las condiciones para seguirle: negarse a sí
mismo y tomar la propia cruz. Para escuchar el evangelio de hoy se necesitan
corazones recios, pero desconfiados de sí mismos; acostumbrados a enfrentarse
con la dureza de la vida y que no escapan al sufrimiento. No son situaciones
especiales, son suficientes las que la vida nos trae durante años y de las que
tarde o temprano, nadie escapa: problemas familiares, enfermedades, sacar
adelante la familia y el trabajo, soledad, limitaciones psicológicas, vacío y
oscuridad durante años en la oración y celebración, apostolado generoso sin
frutos… No es fácil ser cristianos adultos, porque Dios también quiere nuestra
felicidad, no es un aguafiestas, quiere que tengamos gusto por la vida, el
placer, la fiesta. Jesús no buscó el sufrimiento y no quiere que lo busquemos
nosotros, pero lo que desea es que no huyamos de nuestra fidelidad al evangelio
y el Reino y luchemos por la felicidad de los oprimidos, marginados, excluidos.
Jesús no nos invita a sufrir, sino a amar, aunque nos pueda acarrear la
persecución de los que viven mejor y con más privilegios.
Son los crucificados los que acaban triunfando, el que
pierde la vida el que la encuentra, las paradojas de Jesús, por eso renegar de
sí mismo y cargar con la cruz, no es renunciar a la vida feliz, sino
aprovecharla mucho mejor, es optar por una felicidad más profunda y amplia para
todos, que nace de la experiencia comunitaria y del seguimiento. Y es que en
las actuales circunstancias: “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo
entero, si malogra su vida?”, no son buenos tiempos para la lírica.
PD.: de la felicidad podemos hablar otro día.
(Fuente: ciudadredonda.org)
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