Cuando yo era muchacho oí predicar muchas veces que el
hombre debía convertirse y que para ello tenía que «agere contra», trabajar
contra sus propias tendencias, ir contra corriente de su alma, cambiarse como
un guante, al que se da la vuelta. Así, si eras orgulloso e impetuoso, tenías
que volverte humilde y un poco apocado; si eras tímido, tenías que convertirte
en atrevido; si eras lento, en rápido; si nervioso, en tranquilo; si impulsivo,
en sereno.
El paso de los tiempos fue convenciéndome de que este
planteamiento no podía ser correcto. En primer lugar, porque era sencillamente
imposible de realizar; los años me mostraban que el tímido, tímido seguía; que
el impetuoso podía cambiar la dirección de su ímpetu, pero no domeñarlo. Como
dice el refrán: «Al cabo de los años md, vuelven las aguas por do solían ir».
Pero, además, yo pensaba: ¿Es posible que Dios se haya
equivocado tanto al hacer a los hombres? Si quería que el tímido fuera atrevido
¿por qué no empezó por ahí? ¿Es que a Dios le encanta ver a los hombres
peleándose con su naturaleza?
Un día leyendo un estupendo libro de un amigo (Bernardino
Hernando, «El grano de mostaza», PPC), encontré la respuesta perfecta a todas
estas preguntas. «La conversión es mucho más que un arrepentimiento o una clara
conciencia del mal trecho. La conversión es emprender un nuevo camino bajo la
misericordia de Dios. Y sin dejar de ser uno mismo. Convertirse no es haber
sido impetuoso y ser ahora una malva. Es ser ahora impetuoso bajo la
misericordia de Dios. Por fortuna, San Pablo se convirtió de verdad; es decir,
siguió siendo él mismo. Cambió de camino, pero no de alma.»
El ejemplo de San Pablo fue claramente dominador para mí. El
apóstol de Tarso era un violento, un fariseo militante y exacerbado, brioso
como un caballo pura sangre, enamorado de la lucha por lo que él creía el bien,
tan peligroso como un león en celo. Perseguía a los cristianos porque creía que
era su deber y porque le salía de los riñones. Y un día Dios le tiró del
caballo y le explicó que toda esa violencia era agua desbocada. Pero no le
convirtió en un muchachito bueno, dulce y pacífico. No le cambió el alma de
fuego por otra de mantequilla. Su amor a la ley se transmutó en amor a otra
Ley, a la que serviría en el futuro con el mismo apasionamiento con el que
antes sirviera a la primera. Se entregó a luchar por Cristo como antes lo hacía
contra El y sus seguidores. Efectivamente, había cambiado de camino, pero no de
alma.
Este es el cambio que se espera de los hombres: que luchemos
por el espíritu como hasta ahora hemos peleado por el poder; que nos empeñemos
en ayudar a los demás como hasta ahora nos empeñábamos en que todos nos
sirvieran a nosotros. No que apaguemos nuestros fuegos. No que le echemos agua
al vino de nuestro espíritu, sino que se convierta en un vino que conforte y no
emborrache.
Pasarse la vida luchando «contra» los propios defectos es la
más de las veces tiempo perdido. Porque hay muchos defectos que sólo se cortan
«por dentro».
Voy a explicarme. Si yo digo: «Cuando deje de ser egoísta,
podré empezar a amar», lo más posible es que me pase la vida entera tratando de
no ser egoísta y no empiece a amar nunca. Si, en cambio, me digo. «Voy a
empezar a amar, porque cuando empiece a amar dejaré de ser egoísta», entonces
tengo todos los boletos para ganar en esta lotería. Porque el amor irá
pulverizando «por dentro» el egoísmo.
Lo mismo ocurre en muchos terrenos. Si me digo: <,.Cuando
me des-pegue de las cosas de este mundo, podré preocuparme de las
espirituales», lo más posible es que me pase la vida entera y siga amando al
dinero y obsesionándome por el poder o por el prestigio. Pero sí, en cambio,
digo: «mañana voy a empezar a preocuparme por las cosas de n-ú alma», lo más probable
es que mañana mismo empiece a descubrir qué poco importantes e interesantes
eran el dinero, el poder o el prestigio.
Sí, la única manera de borrar los defectos es quemarlos por
dentro. Porque, en realidad, no es que tengamos muchos defectos, sino que
tenemos pocas virtudes, que el horno interior está apagado. Y, claro, en un
alma semivacía pronto empieza a multiplicarse la hojarasca. Si San Pablo, al
caer del caballo, no se hubiera enamorado de Cristo, al cabo de seis meses,
aparte de haberse convertido en un tío aburrido que ya no sabía ni siquiera ser
malo, habría acabado siendo un buen burgués mediocre montado en un burro.
(Fuente: José Luis Martín Descalzo)
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