Queridos hermanos:
El Adviento también es tiempo de consolación:
“Consolad, consolad a mi pueblo, hablad al corazón” nos dice la primera
lectura. “Una voz grita en el desierto: preparadle el camino al Señor”, tanto
el heraldo de Sión como el evangelista Marcos, pretenden anunciarnos una Buena
Noticia. Esa buena noticia es el nacimiento de Jesucristo que prepara Juan el
Bautista. Y la prepara en el desierto, lugar de encuentro con Dios, de prueba,
de purificación de la libertad y de la fe. La Palabra de Dios llega este domingo
como un grito de esperanza, de alegría, de consuelo, de salvación. Se grita a
voz en cuello: “Mirad: el Señor llega con poder y su brazo manda. Mirad: viene
él con su salario, y su recompensa lo precede” (primera lectura). “Pero
nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una
tierra nueva, en que habite la justicia” (segunda lectura). “Detrás viene el
que puede más que yo. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con
Espíritu Santo” (evangelio).
Comienza una época nueva, es hora de la partida, del
grito de esperanza, la palabra de ánimo y de las voces que se dejan oír bien
claras, por encima del pesimismo y la frustración humana. Es hora de
creer en
el cambio, en la renovación, en la capacidad de superación del hombre, en la
fuerza del amor, en el poder transformador de los pobres y de los débiles, es
hora de la conversión. Como nos dice el Bautista hay que cambiar de vida,
preparando el camino, enderezando lo torcido y rellenando los baches del
sendero. Ya sabemos que la palabra conversión significa cambio de rumbo: un
cambio radical en nuestra forma de pensar, sentir y actuar. Es hora de
“confesar los pecados” reconociendo interiormente ante nosotros y ante la
comunidad la doblez y la corrupción de una serie de actitudes escondidas detrás
de nuestras apariencias de cristianos. Dios va a nacer, el Señor viene, es
preciso mojarse, bautizarse.
Pero no sólo en el agua, sino en Espíritu, nadie se
hace cristiano durante un rito de pocos minutos, el cristiano se hace a lo
largo de los años dejándose llevar por el viento impetuoso del Espíritu. Y se
hace si, transformándose a sí mismo, transforma también el mundo y la sociedad.
La mística cristiana es un recorrido que une la conversión personal con la
conversión social. Juan y el Adviento nos invitan también a la austeridad, en
medio de tantos gastos de estos días: “Iba vestido con piel de camello, se
alimentaba de saltamontes...”. La Iglesia y los cristianos debemos apostar por
“una Iglesia pobre y para los pobres”, sería incongruente que el que nace en un
pesebre nos sorprendiera no acordándonos de los necesitados. Nosotros esperamos
una tierra nueva en que habite la justicia.
Hagámonos heraldos del Evangelio, aunque no
merezcamos “desatar las sandalias” del Otro, para que nuestros contemporáneos
se encuentren con el Niño que nace, proclamémoslo en los nuevos foros, en las
plazas y en los lugares donde los hombres buscan respuestas a sus interrogantes
y a sus inquietudes. Es urgente pasar de un discurso moralista, al consuelo, a una
conversación que hable a las personas de hoy sobre Dios, sobre ese Dios
familiar, cercano, Padre, pobre… y cuya experiencia de conversión produce
cambios importantes en la convivencia humana y en cada hombre. Él: “como un
pastor apacienta el rebaño, su mano los reúne, toma en brazos los corderos y
hace recostar a las madres”, lo dicho, seamos heraldos de Buenas Noticias.
PD: Sugiero una reflexión de Tagore que puede servir
para la homilía u otro momento de la Eucaristía.
Él viene, viene, viene siempre
¿No oíste los
pasos silenciosos?
Él viene,
viene, viene siempre.
En cada
instante y en cada edad,
todos los días
y todas las noches,
Él viene,
viene, viene siempre.
He cantado en
muchas ocasiones y de mil maneras;
pero siempre
decían sus notas:
Él viene,
viene, viene siempre.
En los días
fragantes del soleado abril,
por la vereda
del bosque,
Él viene,
viene, viene siempre.
En la oscura
angustia lluviosa de las noches de julio,
sobre el carro
atronador de las nubes,
Él viene,
viene, viene siempre.
De pena en
pena mía,
son sus pasos
los que oprimen mi corazón,
y el dorado
roce de sus pies
es lo que hace
brillar mi alegría.
(Rabindranath
Tagore)
Autor: Julio César Rioja,
cmf
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