Queridos hermanos y hermanas:
El IV Domingo de
Pascua nos presenta el icono del “Buen
Pastor que conoce a sus ovejas, las llama por su nombre, las alimenta y las
guía”. Hace más de 50 años que en este domingo celebramos la Jornada Mundial de Oración por las
Vocaciones. Esta Jornada nos recuerda la importancia de rezar para que,
como dijo Jesús a sus discípulos,”el
dueño de la mies mande obreros a su mies”. Jesús nos dio este mandamiento
en el contexto de un envío misionero: además de los doce apóstoles, llamó a
otros setenta y dos discípulos y los mandó de dos en dos para la misión. Efectivamente,
si la Iglesia”es misionera por su
naturaleza”, la vocación cristiana nace necesariamente dentro de una
experiencia de misión. Así, escuchar y seguir la voz de Cristo Buen Pastor,
dejándose atraer y conducir por él y consagrando a él la propia vida, significa
aceptar que el Espíritu Santo nos introduzca en este dinamismo misionero,
suscitando en nosotros el deseo y la determinación gozosa de entregar nuestra
vida y gastarla por la causa del Reino de Dios.
Entregar la
propia vida en esta actitud
misionera sólo será posible si somos capaces de salir de nosotros mismos.
Por eso, en esta 52 Jornada Mundial de
Oración por las Vocaciones, quisiera reflexionar precisamente sobre ese particular
”éxodo” que es la vocación o, mejor
aún, nuestra respuesta a la vocación que Dios nos da. Cuando oímos la palabra ”éxodo”, nos viene a la mente
inmediatamente el comienzo de la maravillosa historia de amor de Dios con el
pueblo de sus hijos, una historia que pasa por los días dramáticos de la
esclavitud en Egipto, la llamada de Moisés, la liberación y el camino hacia la
tierra prometida. El libro del Éxodo, el segundo libro de la Biblia, que narra
esta historia, representa una parábola de toda la historia de la salvación, y
también de la dinámica fundamental de la fe cristiana. De hecho, pasar de la
esclavitud del hombre viejo a la vida nueva en Cristo es la obra redentora que
se realiza en nosotros
mediante la fe. Este paso es un verdadero y real ”éxodo”,
es el camino del alma cristiana y de toda la Iglesia, la orientación decisiva
de la existencia hacia el Padre.
En la raíz de toda vocación cristiana se encuentra este
movimiento fundamental de la experiencia de fe: creer quiere decir renunciar a
uno mismo, salir de la comodidad y
rigidez del propio yo para centrar nuestra vida en Jesucristo; abandonar,
como Abrahán, la propia tierra poniéndose en camino con confianza, sabiendo que
Dios indicará el camino hacia la tierra nueva. Esta”salida” no hay que entenderla como un desprecio de la propia vida,
del propio modo sentir las cosas, de la propia humanidad; todo lo contrario,
quien emprende el camino siguiendo a Cristo encuentra vida en abundancia,
poniéndose del todo a disposición de Dios y de su reino. Dice Jesús: ”El que por mí deja casa, hermanos o
hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y
heredará la vida eterna” . La raíz profunda de todo esto es el amor. En
efecto, la vocación cristiana es sobre todo una llamada de amor que atrae y que
se refiere a algo más allá de uno mismo, descentra a la persona, inicia un ”camino permanente, como un salir del yo
cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de
este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento
de Dios”.
La experiencia del éxodo
es paradigma de la vida cristiana, en particular de quien sigue una vocación de
especial dedicación al servicio del Evangelio. Consiste en una actitud siempre
renovada de conversión y transformación, en un estar siempre en camino, en un
pasar de la muerte a la vida, tal como celebramos en la liturgia: es el
dinamismo pascual. En efecto, desde la llamada de Abrahán a la de Moisés, desde
el peregrinar de Israel por el desierto a la conversión predicada por los
profetas, hasta el viaje misionero de Jesús que culmina en su muerte y
resurrección, la vocación es siempre una acción de Dios que nos hace salir de
nuestra situación inicial, nos libra de toda forma de esclavitud, nos saca de
la rutina y la indiferencia y nos proyecta hacia la alegría de la comunión con
Dios y con los hermanos. Responder a la llamada de Dios, por
tanto, es dejar que él nos haga salir de nuestra falsa estabilidad para
ponernos en camino hacia Jesucristo, principio y fin de nuestra vida y de
nuestra felicidad.
Esta
dinámica del éxodo no se refiere sólo a la llamada personal, sino a la
acción misionera y evangelizadora de toda la Iglesia. La Iglesia es
verdaderamente fiel a su Maestro en la medida en que es una Iglesia ”en salida”, no preocupada por
ella misma, por sus estructuras y sus conquistas, sino más bien capaz de ir, de
ponerse en movimiento, de encontrar a los hijos de Dios en su situación real y
de compadecer sus heridas. Dios sale de sí mismo en una dinámica trinitaria de
amor, escucha la miseria de su pueblo e interviene para librarlo. A esta forma
de ser y de actuar está llamada también la Iglesia: la Iglesia que evangeliza
sale al encuentro del hombre, anuncia la palabra liberadora del Evangelio, sana
con la gracia de Dios las heridas del alma y del cuerpo, socorre a los pobres y
necesitados.
Queridos hermanos y hermanas, este éxodo liberador hacia Cristo y hacia los hermanos constituye
también el camino para la plena comprensión del hombre y para el crecimiento
humano y social en la historia. Escuchar y acoger la llamada del Señor no es
una cuestión privada o intimista que pueda confundirse con la emoción del
momento; es un compromiso concreto, real y total, que afecta a toda nuestra
existencia y la pone al servicio de la construcción del Reino de Dios en la
tierra. Por eso, la vocación cristiana, radicada en la contemplación del
corazón del Padre, lleva al mismo tiempo al compromiso solidario en favor de la
liberación de los hermanos, sobre todo de los más pobres. El discípulo de Jesús
tiene el corazón abierto a su horizonte sin límites, y su intimidad con el
Señor nunca es una fuga de la vida y del mundo, sino que, al contrario, ”esencialmente se configura como comunión
misionera”.
Esta dinámica del éxodo,
hacia Dios y hacia el hombre, llena la vida de alegría y de sentido. Quisiera
decírselo especialmente a los más jóvenes que, también por su edad y por la
visión de futuro que se abre ante sus ojos, saben ser disponibles y generosos.
A veces las incógnitas y las preocupaciones por el futuro y las incertidumbres
que afectan a la vida de cada día amenazan con paralizar su entusiasmo, de
frenar sus sueños, hasta el punto de pensar que no vale la pena comprometerse y
que el Dios de la fe cristiana limita su libertad. En cambio, queridos jóvenes,
no tengan miedo a salir de ustedes mismos y a ponerse en camino. El Evangelio
es la Palabra que libera, transforma y hace más bella nuestra vida. Qué hermoso
es dejarse sorprender por la llamada de Dios, acoger su Palabra, encauzar los
pasos de sus vidas tras las huellas de Jesús, en la adoración al misterio
divino y en la entrega generosa a los otros. Su vida será más rica y más alegre
cada día.
La Virgen María, modelo de toda vocación, no tuvo miedo a
decir su”fiat” a la llamada del Señor. Ella nos acompaña y nos guía. Con la
audacia generosa de la fe, María cantó la alegría de salir de sí misma y
confiar a Dios sus proyectos de vida. A Ella nos dirigimos para estar
plenamente disponibles al designio que Dios tiene para cada uno de nosotros,
para que crezca en nosotros el deseo de salir e ir, con solicitud, al encuentro
con los demás. Que la Virgen Madre nos proteja e interceda por todos nosotros.
Francisco
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