sábado, 9 de mayo de 2015

Comentario de las lecturas del VI Domingo de Pascua (Ciclo B - 2015)

¿Qué es lo más importante para ti en la vida? Como una cascada se suscitan miles de respuestas da acuerdo a las prioridades y valores de cada uno, pero de una u otra forma aparece el amor como motor del actuar y de la vida de todas las personas. Sin embargo una cosa es decir y otra muy diferente el hacer. Cuando se amplía un poco más la encuesta y se ponen otros parámetros, se descubre que el amor, que se decía tan importante, va quedando muy lejos de los principales valores. Las lecturas de este domingo quieren llevarnos a reflexionar sobre las bases importantes de un discípulo de Jesús y sus motivaciones para seguirlo. En los pocos versículos que leemos de la carta de San Juan, descubrimos la grandeza y profundidad del amor, pero de un amor que “no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y nos envió a su Hijo”. Así cambia radicalmente la visión de quien ama como por obligación, la gran noticia es descubrirnos amados por Dios y como consecuencia de esa bella experiencia brota el amor a nuestros prójimos.

Como si nos hubiera dejado un tiempo para meditar el evangelio del domingo pasado, hoy retorna Jesús a profundizar la bella imagen de la vid. Cada elemento de esta comparación nos ayuda para la vida diaria y para mostrar nuestro crecimiento espiritual, pero se ha clavado en mi mente la expresión de Jesús: “Permanezcan en Mí”, porque se repite como un estribillo. Mentalmente contemplo las ramas de una vid y me imagino toda la vida y dinamismo que llevan por dentro. Exteriormente parecen impasibles e inmóviles, poco se puede detectar su crecimiento; pero en su interior ¡cuánta vida tienen! ¡Cómo reciben la savia que brota de la raíz, se alimentan de ella y la hacen circular para generar nueva vida! Pero a su vez también
reciben energía desde sus ramas y de sus hojas. Un incesante movimiento desde el tronco hasta la última ramita y viceversa. Y sin embargo parece que no pasa nada, no hay escándalo, no hay ruido, pero sí una actividad que da mucha vida. Es el ejemplo más bello para el verdadero discípulo de Jesús: recibir su vida, fortalecerse, llenarse de ella y siempre continuar transmitiéndola. Así, frente a los hermanos se puede adoptar la bella actitud de dar y recibir al igual que se hace de Jesús. ¿Cómo es mi “permanecer” con Jesús? ¿Un estático y cómodo situarme en la Iglesia, en la sociedad y en la comunidad? ¿Recibo y doy vida?

La unidad y el servicio como distintivo del cristiano ya llenarían la vida, pero Jesús quiere cimentar bien a sus discípulos, amplía mucho más nuestro horizonte y nos lanza en una nueva perspectiva: el amor. Pero, ¿qué es el amor? En días de devaluación de muchas cosas, hay una que sobresale por su gran caída y confusión: el amor. Está tan devaluado que a cualquier cosa se le llama amor, aunque no tenga nada que ver con un verdadero amor: al sexo, al compañerismo, a la atracción, a la necesidad, etc. Jesús nos enseña lo que es el verdadero amor: “dar la vida por sus amigos”. No es solamente el sentirse a gusto, que en un momento pasa; no es la atracción, que puede convertirse en hastío; no es la necesidad de alguien o el miedo a la soledad. Es buscar la felicidad del otro.

Frente a modelos que caducan o son muy limitados, Jesús se nos propone como el único modelo: “ámense como Yo los he amado” y nos ha amado cuando aún no lo conocíamos, y nos ha amado cuando vivíamos en pecado y nos ha amado a pesar de nuestras traiciones e infidelidades. No es el amor condicionado de padres o novios: “Si de veras me quieres, tienes que hacer mi capricho…” o “Si no haces lo que yo digo, ya no te quiero…” No, es amar a la otra persona y buscar su felicidad. Si de verdad amáramos, no se terminarían tantas amistades por un simple enojo; no se dividirían las familias porque los hijos se sienten solos o sus padres no saben cómo acercarse a ellos; no se divorciarían tan fácil las parejas tan sólo porque no es el otro como ellos esperaban. El verdadero amor va mucho más allá y Jesús nos enseña todo el valor que tiene. Es el primer, principal y único mandamiento. ¿Cómo lo estamos cumpliendo? ¿Nos distinguimos los cristianos por saber amar?

Las palabras que hoy escuchamos de Jesús son de fuerte inspiración y presentan no sólo su programa de vida y una motivación para cada uno de nosotros, sino nos explican toda su actividad, sus palabras, su abajamiento, su cruz y su resurrección: “Como el Padre me ama, así los amo Yo”. Este texto nos devela el secreto y motivo último que ha impulsado y guiado toda su vida. Es como un gran circuito que comienza con el amor del Padre, que continúa con el mismo Jesús, nos abraza a nosotros con su amor, nos impulsa a amarnos los unos a los otros y nuevamente vuelve al ámbito amoroso del Padre. Es mandamiento, es cierto, pero mucho más que mandamiento es la experiencia de sentirse amado y no poder ahogar dentro de nosotros mismos esa fuerza que inspira y da el mismo Jesús. Muy lejos de los amores egoístas e interesados en que nos movemos ordinariamente los humanos. Pero debemos experimentar este gran amor, que no crea servidores, que no esclaviza, que libera y da vida.

Dos últimas características de este amor de Jesús que mucho ha destacado el Papa Francisco: nos lleva a una alegría plena y nos ha elegido gratuitamente. Quizás los cristianos hemos pensado muy poco en la alegría de Jesús, pero es una de las señales de su presencia en nosotros. La alegría es la sonrisa de Dios en nuestras vidas. Es muy triste que a veces se identifique a los cristianos con rostros marchitos, personas aburridas y aguafiestas. El cristiano debe tener la mayor alegría en su corazón al reconocerse amado por Jesús. Pero este amor, no es en base a sus propios méritos, Jesús nos lo otorga gratuitamente y Él nos ha elegido a nosotros. Somos sus preferidos. Por eso la extensión de ese amor debería nacer espontánea: el amor a los hermanos. Y no el amor color de rosa, sino el amor del compromiso y de la entrega, el amor fiel. Es bellísimo este pasaje y ojalá, más que estudiarlo, en este día lo viviéramos en presencia de Jesús. Lo dialogáramos en íntimo coloquio con Él. Abriéramos nuestro corazón y nos dejáramos amar. Así aprenderíamos a amar.

Dios, Padre nuestro, que en Jesús de Nazaret, nuestro hermano, nos has manifestado tu amor, gratuito y universal, concédenos experimentar este gran amor y hacerlo vida a favor de nuestros hermanos. Amén.


(Autor: Mons. Enrique Díaz Diaz)

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