“Todos
quedaron pasmados de tal manera que se preguntaban unos a otros:
¿qué
es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad ! (Mc 1,27)”
Dt
18,15-20
1 Cor 7,
32-35
Mc
1,21-28
Una
de las experiencias más fascinantes de las que la Biblia da testimonio es
el profetismo. Los profetas son hombres de Dios, que surgen sobre
todo en las grandes épocas de crisis y de transición de Israel, que saben leer
en profundidad los signos de los tiempos y que, gracias a su particular
sintonía con Dios, pueden animar la fe del pueblo y anunciar nuevos caminos
para el porvenir. La fe cristiana reconoce a los profetas como los grandes
hombres del Espíritu y de la Palabra. Cada domingo en la asamblea eucarística,
en efecto, proclamamos: “Creo en el Espíritu Santo que habló por los profetas”.
Las lecturas bíblicas de este domingo giran en torno al tema del carisma
profético: el antiguo Código Deuteronomista delinea la figura del profeta ideal
a semejanza de Moisés (primera lectura); Pablo habla como un profeta
ofreciendo a la comunidad de Corinto una luz y un sentido nuevos para su
comportamiento (segunda lectura); Marcos da testimonio de Jesús, el
profeta perfecto en cuanto es la Palabra definitiva de Dios (evangelio).
La primera
lectura (Dt 18,15-20), tomada del llamado Código Deuteronomista (Dt
12,1-26,15), ofrece una especie de definición del profeta:
“Pondré mis palabras en su boca y él les dirá todo lo que yo le mande” (Dt 18,18).
El profeta es el hombre de la Palabra. De su boca brotan las palabras de Dios.
Se podría afirmar que la palabra profética surge de la obediencia al mandato de
hablar que se recibe de parte de Dios. El profeta no posee ningún distintivo
particular, es uno “en medio de sus hermanos” (v. 18), ni tampoco inicia su
ministerio a través de alguna ceremonia religiosa como es el caso del rey o del
sacerdote. Dios mismo suscita al profeta mediante la comunicación de su
Palabra. De esta forma el profeta se convierte
en una instancia de autoridad
que está por encima de todas las demá (rey, sacerdote, etc.). Escuchar al
profeta es tan normativo como escuchar a Dios: “Al que no escuche las palabras
que él diga en mi nombre yo mismo le pediré cuentas” (v. 19). Y el éxito del
profeta no está tanto en ser acogido o escuchado por los otros, sino en ser
fiel al Dios que le ha mandado hablar: “El profeta que tenga el
atrevimiento de anunciar en mi nombre lo que yo no le haya ordenado decir o
hable en nombre de otros dioses, morirá” (Dt 18,20).
El
Profeta “semejante a Moisés” (Dt 18,15), no sólo representa la fisonomía ideal
de los profetas y de su ministerio, sino que esta figura llegó a utilizarse
para interpretar la persona del Mesías, que era visto no como un rey victorioso
ni como un sacerdote, sino como un mensajero de Dios, llamado a proclamar la
Palabra y capaz de arriesgar incluso su vida por la Palabra. En el tiempo de
Jesús estaba muy difundida esta idea del Mesías como profeta de Dios. Se
esperaba el regreso de Elías (Mt 11,4) o de Jeremías (Mt 16,4). Por eso los
judíos de Jerusalén enviaron donde Juan Bautista una comisión de sacerdotes y
levitas para preguntarle: “¿eres tú acaso Elías?... ¿eres tú el
profeta que esperamos?” (Jn 1,21).
La segunda
lectura (1 Cor 7, 32-35) es un trozo de la catequesis paulina sobre
los diferentes estados de vida en los que el cristiano puede vivir plenamente
su fe en el Señor. En el v. 23 de este mismo capítulo de la primera carta a los
Corintios, Pablo da la clave para interpretar todo su discurso: “Cada cual,
hermanos, continúe ante Dios en el estado que tenía al ser llamado a la fe”. La
fe cristiana no entra en contradicción ni con el matrimonio ni con la
virginidad. En Corinto algunos exaltados pretendían presentar la fe como una
realidad antisocial alimentada de fanatismo irracional. Para Pablo ningún
estado de vida, considerado en sí mismo, se identifica con la perfección, que
solamente se alcanza por medio de la caridad. Por eso, así como antes ha
valorado el matrimonio (vv. 1-16), ahora exalta el valor de la virginidad, que
se fundamenta no en una consideración negativa del cuerpo o del sexo, sino en
cuanto supone una donación plena y total de la persona al Reino de Dios y a los
hermanos: “el soltero está en situación de preocuparse de las cosas del Señor y
de cómo agradar a Dios” (v. 32), mientras “el casado debe preocuparse de las
cosas del mundo y de cómo agradar a su esposa, y por tanto esta dividido” (vv.
33-34). El valor de la virginidad o celibato por el Reino no está en el simple
dato fisiológico, sino en la donación completa y universal que supone y que
permite. El celibato por el Reino es auténtico sólo si es alimentado y
expresado a través de un amor sin límites ni preferencias. Por eso es un signo
escatológico que revela la condición de la plenitud del Reino, cuando “ni ellos
ni ellas se casarán, sino que serán como ángeles en el cielo” (Mt 22,30).
El evangelio (Mc
1,21-28) presenta el inicio del ministerio de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún
inmediatamente después de la llamada de los primeros discípulos. Marcos insiste
sobre todo en la “calidad” de la palabra de Jesús. Al inicio y al final del
texto se subraya la misma temática: “quedaban asombrados de su doctrina, porque
les enseñaba como quien tiene autoridad (griego: exousía,
literalmente: “desde el ser”)”, y no como los escribas” (v. 22); “todos
quedaron pasmados de tal manera que se preguntaban unos a otros: ¿qué es esto?
¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad (griego: exousía)!” (v.
27). Jesús enseña en la sinagoga. Y precisamente allí, en el lugar ordinario de
la proclamación de la palabra de la Ley en Israel, su palabra resuena novedosa
y llena de autoridad. La palabra de Jesús es palabra auténtica, que nace de lo
íntimo de su corazón y se expresa coherentemente en sus obras. Por eso causa
asombro y estupor. Jesús ha dignificado el valor de la palabra, que es
auténtica sólo cuando es verdadera y cuando se pronuncia por el bien del
hombre. Pero su palabra es sobre todo la palabra profética plena, ya que él es
la Palabra definitiva de Dios; su novedad y su autoridad provienen del hecho
que él es el Hijo que revela el misterio del Padre y de su Reino. Como afirma
Juan en el último versículo del prólogo de su evangelio: “A Dios nadie lo ha
visto nunca; el Hijo único, que es Dios, y que está en el seno del Padre, ha
sido la explicación (griego: exegéomai)” (Jn 1,18). Jesús Profeta
es el verdadero “exegeta” del Padre.
Para
Marcos Jesús es el Mesías Profeta que habla en forma sorprendente y eficaz. Por
eso se narra el episodio del hombre liberado del espíritu inmundo en la
sinagoga de Cafarnaún (Mc 1, 23-26). Jesús se impone sobre la realidad del mal
que tiene oprimido al hombre. Con su palabra poderosa le devuelve al hombre su
dignidad, como en una nueva creación, evocando la palabra poderosa de Yahvéh
que al inicio se impone sobre el caos originario dando origen a todo cuanto
existe (Gen 1,1-3). La presentación que Marcos hace de Jesús como profeta
eficaz, portavoz auténtico de Dios, no agota completamente la cristología del
primer evangelio. Para Marcos a Jesús se le reconoce solamente en la
cruz. El se revela plenamente como Mesías e Hijo de Dios en el
anonadamiento y el abandono de la cruz. Se manifiesta en todo su poder mesiánico
en la medida que es el más débil, rechazando la violencia de los hombres y
donándose por entero en el amor, hasta el punto de morir como un
condenado, pues "el Hijo del hombre no ha venido a ser servido,
sino a servir y a dar su vida en rescate por todos" (10,45). Por eso Jesús
proclama la Palabra y, al mismo tiempo, impone silencio a quienes pretenden
revelar su identidad, manipulándola o distorsionándola. Al espíritu inmundo que
lo identifica como “el Santo de Dios”, Jesús lo reprende: “¡Cállate!” (v. 25).
El auténtico conocimiento de Jesús no brota de la fama de sus milagros ni se
fundamenta en hechos extraordinarios, sino que es el fruto de la aceptación
humilde del escándalo de la cruz.
Jesús es
“el Profeta” que debía venir, “semejante a Moisés” (primera lectura). Es
el profeta por excelencia. En su palabra y en sus obras. Con su palabra anuncia
el misterio de Dios como “evangelio”, como buena noticia” para los hombres,
hablando con la autoridad del Hijo que vive en plena sintonía con el Padre; con
sus obras Jesús se revela como el Mesías que libera al hombre de todas sus
miserias y esclavitudes, él es el profeta que reconstruye la dignidad original
de la persona humana. El mensaje bíblico de este domingo es doble:
por una parte se nos recuerda que la relación del creyente con Jesús es
fundamentalmente una relación de “escucha”: para el cristiano vivir es escuchar
la palabra de Jesús Profeta y ponerla en práctica; por otra parte, se nos
invita a tomar conciencia de la urgencia y la necesidad del carisma profético
hoy: el cristiano es profeta por vocación y está llamado con su palabra y sus
obras a revelar los caminos de Dios y a condenar todo aquello que se opone al
misterio del reino de vida proclamado por Jesús.
Mons. Silvio José Báez, o.c.d.
(http://www.debarim.it/to4b.htm )
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
DEJANOS TU COMENTARIO