A continuación les compartimos las dos homilías del Papa Francisco, la de la Vigilia Pascual y la de la Misa del Domingo de Pascua:
HOMILÍA DE LA VIGILIA PASCUAL
Esta celebración la hemos comenzado fuera... inmersos en la
oscuridad de la noche y en el frío que la acompaña. Sentimos el peso del
silencio ante la muerte del Señor, un silencio en el que cada uno de nosotros
puede reconocerse y cala hondo en las hendiduras del corazón del discípulo que
ante la cruz se queda sin palabras.
Son las horas del discípulo enmudecido frente al dolor que
genera la muerte de Jesús: ¿Qué decir ante tal situación? El discípulo que se
queda sin palabras al tomar conciencia de sus reacciones durante las horas
cruciales en la vida del Señor: frente a la injusticia que condenó al Maestro,
los discípulos hicieron silencio; frente a las calumnias y al falso testimonio
que sufrió el Maestro, los discípulos callaron. Durante las horas
difíciles y
dolorosas de la Pasión, los discípulos experimentaron de forma dramática su
incapacidad de «jugársela» y de hablar en favor del Maestro. Es más, no lo
conocían, se escondieron, se escaparon, callaron (cfr. Jn 18,25-27).
Es la noche del silencio del discípulo que se encuentra
entumecido y paralizado, sin saber hacia dónde ir frente a tantas situaciones
dolorosas que lo agobian y rodean. Es el discípulo de hoy, enmudecido ante una
realidad que se le impone haciéndole sentir, y lo que es peor, creer que nada
puede hacerse para revertir tantas injusticias que viven en su carne nuestros
hermanos.
Es el discípulo atolondrado por estar inmerso en una rutina
aplastante que le roba la memoria, silencia la esperanza y lo habitúa al
«siempre se hizo así». Es el discípulo enmudecido que, abrumado, termina
«normalizando» y acostumbrándose a la expresión de Caifás: «¿No les parece
preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no perezca la nación
entera?» (Jn 11,50).
Y en medio de nuestros silencios, cuando callamos tan
contundentemente, entonces las piedras empiezan a gritar (cf. Lc 19,40)[1] y a
dejar espacio para el mayor anuncio que jamás la historia haya podido contener
en su seno: «No está aquí ha resucitado» (Mt 28,6). La piedra del sepulcro
gritó y en su grito anunció para todos un nuevo camino. Fue la creación la
primera en hacerse eco del triunfo de la Vida sobre todas las formas que
intentaron callar y enmudecer la alegría del evangelio. Fue la piedra del
sepulcro la primera en saltar y a su manera entonar un canto de alabanza y
admiración, de alegría y de esperanza al que todos somos invitados a tomar
parte.
Y si ayer, con las mujeres contemplábamos «al que
traspasaron» (Jn 19,36; cf. Za 12,10); hoy con ellas somos invitados a
contemplar la tumba vacía y a escuchar las palabras del ángel: «no tengan
miedo… ha resucitado» (Mt 28,5-6). Palabras que quieren tocar nuestras
convicciones y certezas más hondas, nuestras formas de juzgar y enfrentar los
acontecimientos que vivimos a diario; especialmente nuestra manera de
relacionarnos con los demás. La tumba vacía quiere desafiar, movilizar,
cuestionar, pero especialmente quiere animarnos a creer y a confiar que Dios
«acontece» en cualquier situación, en cualquier persona, y que su luz puede
llegar a los rincones menos esperados y más cerrados de la existencia. Resucitó
de la muerte, resucitó del lugar del que nadie esperaba nada y nos espera —al
igual que a las mujeres— para hacernos tomar parte de su obra salvadora. Este
es el fundamento y la fuerza que tenemos los cristianos para poner nuestra vida
y energía, nuestra inteligencia, afectos y voluntad en buscar, y especialmente
en generar, caminos de dignidad. ¡No está aquí…ha resucitado! Es el anuncio que
sostiene nuestra esperanza y la transforma en gestos concretos de caridad.
¡Cuánto necesitamos dejar que nuestra fragilidad sea ungida por esta
experiencia, cuánto necesitamos que nuestra fe sea renovada, cuánto necesitamos
que nuestros miopes horizontes se vean cuestionados y renovados por este
anuncio! Él resucitó y con él resucita nuestra esperanza y creatividad para
enfrentar los problemas presentes, porque sabemos que no vamos solos.
Celebrar la Pascua, es volver a creer que Dios irrumpe y no
deja de irrumpir en nuestras historias desafiando nuestros «conformantes» y
paralizadores determinismos. Celebrar la Pascua es dejar que Jesús venza esa
pusilánime actitud que tantas veces nos rodea e intenta sepultar todo tipo de
esperanza.
La piedra del sepulcro tomó parte, las mujeres del evangelio
tomaron parte, ahora la invitación va dirigida una vez más a ustedes y a mí:
invitación a romper las rutinas, renovar nuestra vida, nuestras opciones y
nuestra existencia. Una invitación que va dirigida allí donde estamos, en lo
que hacemos y en lo que somos; con la «cuota de poder» que poseemos. ¿Queremos
tomar parte de este anuncio de vida o seguiremos enmudecidos ante los
acontecimientos?
¡No está aquí ha resucitado! Y te espera en Galilea, te invita
a volver al tiempo y al lugar del primer amor y decirte: No tengas miedo,
sígueme.
HOMILÍA DEL DOMINGO DE PASCUA
Después de escuchar la palabra de Dios de este pasaje del
Evangelio me nace decir tres cosas.
Primero: El anuncio, allí hay un anuncio: el Señor ha
resucitado, ese anuncio que desde los primeros tiempos de los cristianos iba de
boca en boca; era el saludo, el Señor ha resucitado. Y las mujeres allí que
fueron para ungir el cuerpo del Señor, se encontraron ante una sorpresa, los
anuncios de Dios son siempre sorpresas, porque nuestro Dios es el Dios de las
sorpresas. Es así desde los inicio de la historia de la salvación, desde
nuestro padre Abraham. Dios te sorprende: “deja tú tierra, ve”. Siempre
hay una sorpresa detrás de otra. Dios no sabe hacer un anuncio sin
sorprendernos. Y la sorpresa es lo que nos conmueve el corazón, los que nos
toca precisamente allí, donde no lo espera. Para decirlo en el lenguaje de los
jóvenes: la sorpresa es un golpe bajo; tú no te la esperas. Y Él va y te
conmueve, el primer anuncio hecho, sorpresa.
Segundo: La prisa. Las mujeres corren, van de prisa: “Pero,
para decirnos ¡hemos encontrado esto!” las sorpresas de Dios nos ponen en
camino, inmediatamente, sin esperar, y así corren para ver. Y Pedro y Juan
corren. Los pastores, en la noche de Navidad, corren: “Vamos a Belén a ver lo
que nos dijeron los ángeles”. Y la Samaritana, corre para decir a su
gente: “Esto es una novedad: encontré a un hombre que me dijo todo lo que
hice”. Y la gente sabía todo lo que ella había hecho. Y esa gente corre, deja
lo que está haciendo, también el ama de casa deja las papas en la olla – las
encontrará quemadas -pero lo importante es ir, corren, para ver esa sorpresa,
el anuncio. También hoy sucede, en nuestros barrios, en nuestros pueblos,
cuando sucede algo extraordinario, la gente corre a ver. Ir de prisa. Andrés no
perdió su tiempo y fue de prisa a lo de Pedro para decir: “Hemos encontrado al
Mesías”. Las sorpresas, las buenas noticias, se dan siempre así: de prisa. En
el Evangelio, hay uno que se toma un poco de tiempo; no quiere arriesgar. Pero
el Señor es bueno y lo espera con amor.
El anuncio sorpresa, la respuesta apresurada y la tercera
cosa que quisiera decirles hoy es una pregunta: “¿Y yo qué? ¿Tengo mi
corazón abierto a las sorpresas de Dios? ¿Soy capaz de ir de prisa a las
sorpresas de Dios? ¿Puedo ir a toda prisa o siempre con este coro? “Pero mañana
veré, mañana, mañana?”. ¿Qué me dice la sorpresa? Juan y Pedro fueron
corriendo hacía el sepulcro. El Evangelio nos dice de Juan: “Él
creyó”. Pedro también: “Él creyó”, pero en cierto modo, con la fe un poco
mezclada de remordimiento por haber negado al Señor.
El anuncio sorprende, la carrera, ir corriendo, y la
pregunta: “Y yo, hoy, en esta Pascua 2018, ¿qué estoy haciendo? ¿Qué estás
haciendo? ”
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