En esta Jornada de oración deseo ante todo dar gracias al
Señor por el don de la casa común y por todos los hombres de buena voluntad que
están comprometidos en custodiarla. Agradezco también los numerosos proyectos
dirigidos a promover el estudio y la tutela de los ecosistemas, los esfuerzos
orientados al desarrollo de una agricultura más sostenible y una alimentación
más responsable, las diversas iniciativas educativas, espirituales y litúrgicas
que involucran a tantos cristianos de todo el mundo en el cuidado de la
creación.
Debemos reconocer que no hemos sabido custodiar la
creación con responsabilidad. La situación ambiental, tanto a nivel global como
en muchos lugares concretos, no se puede considerar satisfactoria.
Con justa razón ha surgido la necesidad de una renovada y
sana relación entre la humanidad y la creación, la convicción de que solo una
visión auténtica e integral del hombre nos permitirá asumir mejor el cuidado de
nuestro planeta en beneficio de la generación actual y futura, porque «no hay
ecología sin una adecuada antropología» (Carta enc. Laudato si’, 118).
En esta Jornada Mundial de Oración por el cuidado de la
creación, que la Iglesia Católica desde hace
algunos años celebra en unión con
los hermanos y hermanas ortodoxos, y con la adhesión de otras Iglesias y
Comunidades cristianas, deseo llamar la atención sobre la cuestión del agua, un
elemento tan sencillo y precioso, cuyo acceso para muchos es lamentablemente
difícil si no imposible.
Y, sin embargo, «el acceso al agua potable y segura es un
derecho humano básico, fundamental y universal, porque determina la
sobrevivencia de las personas, y por lo tanto es condición para el ejercicio de
los demás derechos humanos. Este mundo tiene una grave deuda social con los
pobres que no tienen acceso al agua potable, porque eso es negarles el derecho
a la vida radicado en su dignidad inalienable» (ibíd., 30).
El agua nos invita a reflexionar sobre nuestros orígenes.
El cuerpo humano está compuesto en su mayor parte de agua; y muchas
civilizaciones en la historia han surgido en las proximidades de grandes cursos
de agua que han marcado su identidad. Es sugestiva la imagen usada al comienzo
del Libro del Génesis, donde se dice que en el principio el espíritu del
Creador «se cernía sobre la faz de las aguas» (1,2).
Pensando en su papel fundamental en la creación y en el
desarrollo humano, siento la necesidad de dar gracias a Dios por la “hermana
agua”, sencilla y útil para la vida del planeta como ninguna otra cosa.
Precisamente por esto, cuidar las fuentes y las cuencas hidrográficas es un
imperativo urgente.
Hoy más que nunca es necesaria una mirada que vaya más
allá de lo inmediato (cf. Laudato si’, 36), superando «un criterio utilitarista
de eficiencia y productividad para el beneficio individual» (ibíd., 159). Urgen
proyectos compartidos y gestos concretos, teniendo en cuenta que es inaceptable
cualquier privatización del bien natural del agua que vaya en detrimento del
derecho humano de acceso a ella.
Para nosotros los cristianos, el agua representa un
elemento esencial de purificación y de vida. La mente va rápidamente al
bautismo, sacramento de nuestro renacer. El agua santificada por el Espíritu es
la materia por medio de la cual Dios nos ha vivificado y renovado, es la fuente
bendita de una vida que ya no muere más.
El bautismo representa también, para los cristianos de
distintas confesiones, el punto de partida real e irrenunciable para vivir una
fraternidad cada vez más auténtica a lo largo del camino hacia la unidad plena.
Jesús, durante su misión, ha prometido un agua capaz de aplacar la sed del
hombre para siempre (cf. Jn 4,14) y ha profetizado: «El que tenga sed, que
venga a mí y beba» (Jn 7,37). Ir a Jesús, beber de él, significa encontrarlo
personalmente como Señor, sacando de su Palabra el sentido de la vida.
Dejemos que resuenen con fuerza en nosotros aquellas
palabras que él pronunció en la cruz: «Tengo sed» (Jn 19,28). El Señor nos
sigue pidiendo que calmemos su sed, tiene sed de amor. Nos pide que le demos de
beber en tantos sedientos de hoy, para decirnos después: «Tuve sed y me disteis
de beber» (Mt 25,35). Dar de beber, en la aldea global, no solo supone realizar
gestos personales de caridad, sino opciones concretas y un compromiso constante
para garantizar a todos el bien primario del agua.
Quisiera abordar también la cuestión de los mares y de
los océanos. Tenemos el deber de dar gracias al Creador por el imponente y
maravilloso don de las grandes masas de agua y de cuanto contienen (cf. Gn
1,20-21; Sal 146,6), y alabarlo por haber revestido la tierra con los océanos
(cf. Sal 104,6).
Dirigir nuestra mente hacia las inmensas extensiones
marinas, en continuo movimiento, también representa, en cierto sentido, la
oportunidad de pensar en Dios, que acompaña constantemente su creación
haciéndola avanzar, manteniéndola en la existencia (cf. S. Juan Pablo II,
Catequesis, 7 mayo 1986).
Custodiar cada día este bien valioso representa hoy una
responsabilidad ineludible, un verdadero y auténtico desafío: es necesaria la
cooperación eficaz entre los hombres de buena voluntad para colaborar en la
obra continua del Creador.
Lamentablemente, muchos esfuerzos se diluyen ante la
falta de normas y controles eficaces, especialmente en lo que respecta a la protección
de las áreas marinas más allá de las fronteras nacionales (cf. Laudato si’,
174). No podemos permitir que los mares y los océanos se llenen de extensiones
inertes de plástico flotante. Ante esta emergencia estamos llamados también a
comprometernos, con mentalidad activa, rezando como si todo dependiese de la
Providencia divina y trabajando como si todo dependiese de nosotros.
Recemos para que las aguas no sean signo de separación
entre los pueblos, sino signo de encuentro para la comunidad humana. Recemos
para que se salvaguarde a quien arriesga la vida sobre las olas buscando un
futuro mejor.
Pidamos al Señor, y a quienes realizan el eminente
servicio de la política, que las cuestiones más delicadas de nuestra época
―como son las vinculadas a las migraciones, a los cambios climáticos, al
derecho de todos a disfrutar de los bienes primarios― sean afrontadas con
responsabilidad, previsión, mirando al mañana, con generosidad y espíritu de
colaboración, sobre todo entre los países que tienen mayores posibilidades.
Recemos por cuantos se dedican al apostolado del mar, por
quienes ayudan en la reflexión sobre los problemas en los que se encuentran los
ecosistemas marítimos, por quienes contribuyen a la elaboración y aplicación de
normativas internacionales sobre los mares para que tutelen a las personas, los
países, los bienes, los recursos naturales —pienso por ejemplo en la fauna y la
flora pesquera, así como en las barreras coralinas (cf. ibíd., 41) o en los
fondos marinos— y garanticen un desarrollo integral en la perspectiva del bien
común de toda la familia humana y no de intereses particulares.
Recordemos también a cuantos se ocupan de la protección
de las zonas marinas, de la tutela de los océanos y de su biodiversidad, para
que realicen esta tarea con responsabilidad y honestidad.
Finalmente, nos preocupan las jóvenes generaciones y
rezamos por ellas, para que crezcan en el conocimiento y en el respeto de la
casa común y con el deseo de cuidar del bien esencial del agua en beneficio de
todos.
Mi deseo es que las comunidades cristianas contribuyan
cada vez más y de manera más concreta para que todos puedan disfrutar de este
recurso indispensable, custodiando con respeto los dones recibidos del Creador,
en particular los cursos de agua, los mares y los océanos.
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