Queridos jóvenes, ¡buenas tardes!
¡Qué bueno volver a encontrarnos y hacerlo en esta tierra
que nos recibe con tanto color y calor! Juntos en Panamá, la Jornada Mundial de
la Juventud es otra vez una fiesta de alegría y esperanza para la Iglesia toda
y, para el mundo, un enorme testimonio de fe.
Me acuerdo que, en Cracovia, algunos me preguntaron si
iba a estar en Panamá y les contesté: “yo no sé, pero Pedro seguro va a estar.
Pedro va a estar”. Hoy me alegra decirles: Pedro está con ustedes para celebrar
y renovar la fe y la esperanza. Pedro y la Iglesia caminan con ustedes y
queremos decirles que no tengan miedo, que vayan adelante con esa energía
renovadora y esa inquietud constante que nos ayuda y moviliza a ser más alegres
y disponibles, más “testigos del Evangelio”. Ir adelante no para crear una
Iglesia paralela un poco más “divertida” o “cool” en un evento
para jóvenes, con algún que otro elemento decorativo, como si a ustedes eso los
dejara felices. Pensar así sería no respetarlos y no respetar todo lo que el
Espíritu a través de ustedes nos está diciendo.
¡Al contrario! Queremos reencontrar y despertar junto a
ustedes la continua novedad y juventud de la Iglesia abriéndonos a un nuevo
Pentecostés (cf. SÍNODO SOBRE LOS JÓVENES, Doc. final, 60). Eso
solo es posible, como lo acabamos de vivir en el Sínodo, si nos animamos a
caminar escuchándonos y a escuchar complementándonos, si nos animamos a
testimoniar anunciando al Señor en el servicio a nuestros hermanos;
servicio
concreto, se entiende.
Sé que llegar hasta aquí no ha sido nada fácil. Conozco
el esfuerzo, el sacrificio que realizaron para poder participar en esta
Jornada. Muchos días de trabajo y dedicación, encuentros de reflexión y oración
hacen que el camino sea en gran medida la recompensa. El discípulo no es
solamente el que llega a un lugar sino el que empieza con decisión, el que no
tiene miedo de arriesgar y ponerse a caminar. Esa es su mayor alegría, estar en
camino. Ustedes no tuvieron miedo de arriesgar y caminar. Hoy podemos “estar de
rumba”, porque esta rumba comenzó hace ya mucho tiempo en cada comunidad.
Venimos de culturas y pueblos diferentes, hablamos
lenguas diferentes, usamos ropas diferentes. Cada uno de nuestros pueblos ha
vivido historias y circunstancias diferentes. ¡Cuántas cosas nos pueden
diferenciar!, pero nada de eso impidió poder encontrarnos y sentirnos felices
por estar juntos. Eso es posible porque sabemos que hay algo que nos une, hay
Alguien que nos hermana. Ustedes, queridos amigos, han hecho muchos sacrificios
para poder encontrarse y así se transforman en verdaderos
maestros y artesanos de la cultura del encuentro. Con sus gestos y actitudes,
con sus miradas, sus deseos y especialmente con su sensibilidad desmienten y
desautorizan todos esos discursos que se concentran y se empeñan en sembrar
división, en excluir o expulsar a los que “no son como nosotros”. Y esto porque
tienen ese olfato que sabe intuir que «el amor verdadero no anula las legítimas
diferencias, sino que las armoniza en una unidad superior» (BENEDICTO
XVI, Homilía, 25 enero 2006). Por el contrario, sabemos que el
padre de la mentira prefiere un pueblo dividido y peleado, a un pueblo que
aprende a trabajar juntos.
Ustedes nos enseñan que encontrarse no significa
mimetizarse, ni pensar todos lo mismo o vivir todos iguales haciendo y
repitiendo las mismas cosas, escuchando la misma música o llevando la camiseta
del mismo equipo de fútbol. No, eso no. La cultura del encuentro es un llamado
e invitación a atreverse a mantener vivo un sueño en común. Sí, un
sueño grande y capaz de cobijar a todos. Ese sueño por el que Jesús dio la vida
en la cruz y el Espíritu Santo se desparramó y tatuó a fuego el día de
Pentecostés en el corazón de cada hombre y cada mujer, en el tuyo y en el mío,
a la espera de que encuentre espacio para crecer y desarrollarse. Un sueño
llamado Jesús sembrado por el Padre con la confianza que crecerá y vivirá en
cada corazón. Un sueño que corre por nuestras venas, estremece el corazón y lo
hace bailar cada vez que los escuchamos: «Ámense los unos a los otros. Así como
yo los he amado, ámense también ustedes. En eso todos reconocerán que ustedes
son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13,34-35).
A un santo de estas tierras le gustaba decir: «el
cristianismo no es un conjunto de verdades que hay que creer, de leyes que hay
que cumplir, o de prohibiciones. Así resulta muy repugnante. El cristianismo es
una Persona que me amó tanto, que reclama y pide mi amor. El cristianismo es
Cristo» (cf. S. OSCAR ROMERO, Homilía, 6 noviembre 1977); es
desarrollar el sueño por el que dio la vida: amar con el mismo amor que nos ha
amado.
Nos preguntamos: ¿Qué nos mantiene unidos? ¿Por qué
estamos unidos? ¿Qué nos mueve a encontrarnos? La seguridad de saber que hemos
sido amados con un amor entrañable que no queremos y no podemos callar y nos
desafía a responder de la misma manera: con amor. Es el amor de Cristo el que
nos apremia (cf. 2 Co5,14).
Un amor que no “patotea” ni aplasta, un amor que no
margina ni calla, un amor que no humilla ni avasalla. Es el amor del Señor,
amor cotidiano, discreto y respetuoso, amor de libertad y para la libertad,
amor que sana y levanta. Es el amor del Señor que sabe más de levantadas que de
caídas, de reconciliación que de prohibición, de dar nueva oportunidad que de
condenar, de futuro que de pasado. Es el amor silencioso de la mano tendida en
el servicio y la entrega que no se pavonea. ¿Creés en este amor? ¿Es un amor
que vale la pena?
Fue la misma pregunta e invitación que recibió María. El
ángel le preguntó si quería llevar este sueño en sus entrañas y hacerlo vida,
hacerlo carne. Ella dijo: «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu
palabra» (Lc 1,38). María se animó a decir “sí”. Se animó a darle
vida al sueño de Dios. Y es lo mismo que el ángel te quiere preguntar a vos, a
vos, a mí: ¿querés que este sueño tenga vida? ¿Querés darle carne con tus
manos, con tus pies, con tu mirada, con tu corazón? ¿Querés que sea el amor del
Padre el que te abra nuevos horizontes y te lleve por caminos jamás imaginados
y pensados, soñados o esperados que alegren y hagan cantar y bailar al
corazón?
¿Nos animamos a decirle al ángel, como María: he aquí los
siervos del Señor, hágase? Queridos jóvenes: Lo más esperanzador de esta
Jornada no será un documento final, una carta consensuada o un programa a
ejecutar. Lo más esperanzador de este encuentro serán vuestros rostros y una
oración. Cada uno volverá a casa con la fuerza nueva que se genera cada vez que
nos encontramos con los otros y con el Señor, llenos del Espíritu Santo para
recordar y mantener vivo ese sueño que nos hermana y que estamos invitados a no
dejar que se congele en el corazón del mundo: allí donde nos encontremos,
haciendo lo que estemos haciendo, siempre podremos levantar la mirada y decir:
Señor, enséñame a amar como tú nos has amado —¿se animan a repetirlo conmigo?—.
Señor, enséñame a amar como tú nos has amado.
No podemos terminar este primer encuentro sin agradecer.
Gracias a todos los que han preparado con mucha ilusión esta Jornada Mundial de
la Juventud. Gracias por animarse a construir y hospedar, por decirle “sí” al
sueño de Dios de ver a sus hijos reunidos. Gracias Mons. Ulloa y todo su equipo
por ayudar a que Panamá hoy sea no solamente un canal que une mares, sino
también canal donde el sueño de Dios siga encontrando cauces para crecer y
multiplicarse e irradiarse en todos los rincones de la tierra.
Amigos, que Jesús los bendiga y Santa María la Antigua
los acompañe siempre, para que seamos capaces de decir sin miedo, como ella:
«Aquí estoy. Hágase».
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
DEJANOS TU COMENTARIO