Hace ya muchos años, tuve la ocasión y la suerte de
presenciar en Jerusalén la celebración de la pascua de los ortodoxos. Como
ustedes saben, la Iglesia ortodoxa y toda la oriental han conservado con más
apasionamiento que nosotros el gozo de la celebración de la Resurrección del
Señor que es el centro de su fe y de su liturgia. Y ésta tiene muy especial
relieve en Jerusalén, en la basílica que conserva precisamente el lugar de la
tumba de Jesús y, por tanto, el de su resurrección.
Durante la noche anterior, e incluso antes del atardecer, ya
está abarrotada la basílica de creyentes que esperan ansiosos la hora de esa
resurrección. Allí oran unos, duermen otros, esperan todos. Y poco después del
alba, el patriarca ortodoxo de Jerusalén penetra en el pequeño edículo que
encierra el
sepulcro de Jesús. Se cierran sus puertas y allí permanece largo
rato en oración, mientras crece la ansiedad y la espera de los fieles. Al fin,
hacia las seis de la mañana, se abre uno de los ventanucos de la capillita del
sepulcro y por él aparece el brazo del patriarca con una antorcha encendida. En
esta antorcha encienden los diáconos las suyas y van distribuyendo el fuego
entre los fieles que, pasándoselo de unos a otros, van encendiendo todas las
antorchas. Sale entonces el patriarca del sepulcro y grita: ¡Cristo ha
resucitado! Y toda la comunidad responde: ¡Aleluya! Y en ese momento se produce
la gran desbandada: los fieles se lanzan hacia las puertas, hacia las calles de
la ciudad con sus antorchas encendidas y las atraviesan gritando: ¡Cristo ha
resucitado, aleluya! Y quienes no pudieron ir a la ceremonia encienden a su vez
sus antorchas y como un río de fuego se pierden por toda la ciudad.
Me impresionó la ceremonia por su belleza. Pero aún más por
su simbolismo. Eso deberíamos hacer los cristianos todos los días de pascua y
todos los días del año, porque en el corazón del creyente siempre es Pascua:
dejar arder las antorchas de nuestras almas y salir por el mundo gritando el
más gozoso de todos los anuncios: que Cristo ha resucitado y que, como Él,
todos nosotros resucitaremos.
(J.L. Martín Descalzo)
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