La valentía de arriesgar por la promesa de Dios
Queridos hermanos y hermanas:
Después de haber vivido, el
pasado octubre, la vivaz y fructífera experiencia del Sínodo dedicado a los
jóvenes, hemos celebrado recientemente la 34ª Jornada Mundial de la Juventud en
Panamá. Dos grandes eventos, que han ayudado a que la Iglesia prestase más
atención a la voz del Espíritu y también a la vida de los jóvenes, a sus
interrogantes, al cansancio que los sobrecarga y a las esperanzas que albergan.
Quisiera retomar lo que compartí
con los jóvenes en Panamá, para reflexionar en esta Jornada Mundial de Oración
por las Vocaciones sobre cómo la llamada del Señor nos hace portadores de una
promesa y, al mismo tiempo, nos pide la valentía de arriesgarnos con él y por
él. Me gustaría considerar brevemente estos dos aspectos, la promesa y el
riesgo, contemplando con vosotros la escena evangélica de la llamada de los primeros
discípulos en el lago de Galilea (Mc 1,16-20).
Dos parejas de hermanos –Simón y
Andrés junto a Santiago y Juan–, están haciendo su trabajo diario como
pescadores. En este trabajo arduo aprendieron las leyes de la naturaleza y, a
veces, tuvieron que desafiarlas cuando los vientos eran contrarios y las olas
sacudían las barcas. En ciertos días, la pesca abundante recompensaba el duro
esfuerzo, pero otras veces, el trabajo de toda una noche no era suficiente para
llenar las redes y regresaban a la orilla cansados y decepcionados.
Estas son las situaciones
ordinarias de la vida, en las que cada uno de nosotros ha de confrontarse con
los deseos que lleva en su corazón, se esfuerza en actividades que confía en
que sean fructíferas, avanza en el “mar” de muchas posibilidades en busca de la
ruta adecuada que pueda satisfacer su sed de felicidad. A veces se obtiene una
buena pesca, otras veces, en cambio, hay que armarse de valor para pilotar una
barca golpeada por las olas, o hay que lidiar con la frustración de verse con
las redes vacías.
Como en la historia de toda
llamada, también en este caso se produce un encuentro. Jesús camina, ve a esos
pescadores y se acerca... Así sucedió con la persona con la que elegimos
compartir la vida en el matrimonio, o cuando sentimos la fascinación de la vida
consagrada: experimentamos la sorpresa de un encuentro y, en aquel momento,
percibimos la promesa de una alegría capaz de llenar nuestras vidas. Así, aquel
día, junto al lago de Galilea, Jesús fue al encuentro de aquellos pescadores,
rompiendo la «parálisis de la normalidad» (Homilía en la 22ª Jornada Mundial de
la Vida Consagrada, 2 febrero 2018). E inmediatamente les hizo una promesa: «Os
haré pescadores de hombres» (Mc 1,17).
La llamada del Señor, por tanto,
no es una intromisión de Dios en nuestra libertad; no es una “jaula” o un peso
que se nos carga encima. Por el contrario, es la iniciativa amorosa con la que
Dios viene a nuestro encuentro y nos invita a entrar en un gran proyecto, del
que quiere que participemos, mostrándonos en el horizonte un mar más amplio y
una pesca sobreabundante.
El deseo de Dios es que nuestra
vida no acabe siendo prisionera de lo obvio, que no se vea arrastrada por la
inercia de los hábitos diarios y no quede inerte frente a esas elecciones que
podrían darle sentido. El Señor no quiere que nos resignemos a vivir la jornada
pensando que, a fin de cuentas, no hay nada por lo que valga la pena
comprometerse con pasión y extinguiendo la inquietud interna de buscar nuevas
rutas para nuestra navegación. Si alguna vez nos hace experimentar una “pesca
milagrosa”, es porque quiere que descubramos que cada uno de nosotros está
llamado –de diferentes maneras– a algo grande, y que la vida no debe quedar
atrapada en las redes de lo absurdo y de lo que anestesia el corazón. En definitiva,
la vocación es una invitación a no quedarnos en la orilla con las redes en la
mano, sino a seguir a Jesús por el camino que ha pensado para nosotros, para
nuestra felicidad y para el bien de los que nos rodean.
Por supuesto, abrazar esta
promesa requiere el valor de arriesgarse a decidir. Los primeros discípulos,
sintiéndose llamados por él a participar en un sueño más grande,
«inmediatamente dejaron sus redes y lo siguieron» (Mc 1,18). Esto significa que
para seguir la llamada del Señor debemos implicarnos con todo nuestro ser y
correr el riesgo de enfrentarnos a un desafío desconocido; debemos dejar todo
lo que nos puede mantener amarrados a nuestra pequeña barca, impidiéndonos
tomar una decisión definitiva; se nos pide esa audacia que nos impulse con
fuerza a descubrir el proyecto que Dios tiene para nuestra vida. En definitiva,
cuando estamos ante el vasto mar de la vocación, no podemos quedarnos a reparar
nuestras redes, en la barca que nos da seguridad, sino que debemos fiarnos de
la promesa del Señor.
Me refiero sobre todo a la
llamada a la vida cristiana, que todos recibimos con el bautismo y que nos
recuerda que nuestra vida no es fruto del azar, sino el don de ser hijos amados
por el Señor, reunidos en la gran familia de la Iglesia. Precisamente en la
comunidad eclesial, la existencia cristiana nace y se desarrolla, sobre todo
gracias a la liturgia, que nos introduce en la escucha de la Palabra de Dios y
en la gracia de los sacramentos; aquí es donde desde la infancia somos
iniciados en el arte de la oración y del compartir fraterno. La Iglesia es
nuestra madre, precisamente porque nos engendra a una nueva vida y nos lleva a
Cristo; por lo tanto, también debemos amarla cuando descubramos en su rostro
las arrugas de la fragilidad y del pecado, y debemos contribuir a que sea
siempre más hermosa y luminosa, para que pueda ser en el mundo testigo del amor
de Dios.
La vida cristiana se expresa
también en esas elecciones que, al mismo tiempo que dan una dirección precisa a
nuestra navegación, contribuyen al crecimiento del Reino de Dios en la
sociedad. Me refiero a la decisión de casarse en Cristo y formar una familia,
así como a otras vocaciones vinculadas al mundo del trabajo y de las
profesiones, al compromiso en el campo de la caridad y de la solidaridad, a las
responsabilidades sociales y políticas, etc. Son vocaciones que nos hacen
portadores de una promesa de bien, de amor y de justicia no solo para nosotros,
sino también para los ambientes sociales y culturales en los que vivimos, y que
necesitan cristianos valientes y testigos auténticos del Reino de Dios.
En el encuentro con el Señor,
alguno puede sentir la fascinación de la llamada a la vida consagrada o al
sacerdocio ordenado. Es un descubrimiento que entusiasma y al mismo tiempo
asusta, cuando uno se siente llamado a convertirse en “pescador de hombres” en
la barca de la Iglesia a través de la donación total de sí mismo y empeñándose
en un servicio fiel al Evangelio y a los hermanos. Esta elección implica el
riesgo de dejar todo para seguir al Señor y consagrarse completamente a él,
para convertirse en colaboradores de su obra. Muchas resistencias interiores
pueden obstaculizar una decisión semejante, así como en ciertos ambientes muy
secularizados, en los que parece que ya no hay espacio para Dios y para el
Evangelio, se puede caer en el desaliento y en el «cansancio de la esperanza»
(Homilía en la Misa con sacerdotes, personas consagradas y movimientos laicos,
Panamá, 26 enero 2019).
Y, sin embargo, no hay mayor gozo
que arriesgar la vida por el Señor. En particular a vosotros, jóvenes, me
gustaría deciros: No seáis sordos a la llamada del Señor. Si él os llama por
este camino no recojáis los remos en la barca y confiad en él. No os dejéis
contagiar por el miedo, que nos paraliza ante las altas cumbres que el Señor
nos propone. Recordad siempre que, a los que dejan las redes y la barca para
seguir al Señor, él les promete la alegría de una vida nueva, que llena el
corazón y anima el camino.
Queridos amigos, no siempre es
fácil discernir la propia vocación y orientar la vida de la manera correcta.
Por este motivo, es necesario un compromiso renovado por parte de toda la
Iglesia –sacerdotes, religiosos, animadores pastorales, educadores– para que se
les ofrezcan, especialmente a los jóvenes, posibilidades de escucha y de
discernimiento. Se necesita una pastoral juvenil y vocacional que ayude al
descubrimiento del plan de Dios, especialmente a través de la oración, la
meditación de la Palabra de Dios, la adoración eucarística y el acompañamiento
espiritual.
Como se ha hablado varias veces
durante la Jornada Mundial de la Juventud en Panamá, debemos mirar a María.
Incluso en la historia de esta joven, la vocación fue al mismo tiempo una
promesa y un riesgo. Su misión no fue fácil, sin embargo no permitió que el
miedo se apoderara de ella. Su sí «fue el “sí” de quien quiere comprometerse y
el que quiere arriesgar, de quien quiere apostarlo todo, sin más seguridad que
la certeza de saber que era portadora de una promesa. Y yo les pregunto a cada
uno de ustedes. ¿Se sienten portadores de una promesa? ¿Qué promesa tengo en el
corazón para llevar adelante? María tendría, sin dudas, una misión difícil,
pero las dificultades no eran una razón para decir “no”. Seguro que tendría
complicaciones, pero no serían las mismas complicaciones que se producen cuando
la cobardía nos paraliza por no tener todo claro o asegurado de antemano»
(Vigilia con los jóvenes, Panamá, 26 enero 2019).
En esta Jornada, nos unimos en
oración pidiéndole al Señor que nos descubra su proyecto de amor para nuestra
vida y que nos dé el valor para arriesgarnos en el camino que él ha pensado
para nosotros desde la eternidad.
Vaticano, 31 de enero de 2019,
Memoria de san Juan Bosco.
Francisco
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