No puede haber palabra sino hay silencio. Callar no es
quedarse mudos. Callar es sobreabundancia, embriaguez, sacrificio de la
palabra. “Hay un tiempo para callar y un tiempo para hablar” (Ecle 3,7). En
nuestras jornadas hay determinadas horas dedicadas a la palabra, también
durante el día tienen que existir determinados periodos de silencio al escuchar
la Palabra, silencio que nace de la Palabra. La Palabra no llega a los hombres
y mujeres ruidosos, sino a los que saben callar.
Callar para escuchar, en medio de una sociedad que nos
propone la dispersión ¡Qué bueno es callar para sentir a Dios adentro! Eso es
ser humildes, como María. Ella es escuela de silencio y oración.
Nos callamos por la mañana temprano porque Dios debe tener
la primera palabra y nos callamos antes de acostarnos porque la última palabra
le pertenece a Dios. Nos callamos por amor a su Palabra. Es necesario aprender
a callar en una época en la que predomina el hablar y el ruido, cuanta falta
hacen en el mundo verdaderos contemplativos, verdaderos oyentes del Misterio.
El silencio del cristiano es un silencio orientado a
escuchar, es un silencio vinculado a la Palabra. En el silencio está ubicado un
maravilloso poder de clarificación, de purificación, de concentración sobre
cosas esenciales.
Silencio al andar, silencio de los ojos, de los oídos, de la
voz. Silencio de todo ser exterior para disponer el alma a tratar con Dios. No
tengamos miedos de hacer silencio, de escuchar y de estar
solos y solas con
Dios. Si vos dispones las cosas, Dios va a hacer su obra en tu corazón.
San Juan de la Cruz dice: “Una Palabra habló el Padre, que
fue su Hijo; y esta habla siempre en eterno silencio; y en silencio ha de ser
oída del alma”. Jesús nos dice que “Dios ve en lo secreto” (Cf. Mt 6,6). Dios
obra en silencio. Dios se comunica al alma en la soledad y en el silencio de la
vida interior.
San Pedro dice “quien quiera ver días dichoso frene su
lengua del mal y sus labios del engaño”(Cf 1 pe 3,10). San Agustín dice: “El
hombre prudente modera sus acciones. El más prudente, sus pensamientos; el
prudentísimo sus palabras”.
El recogimiento interior es no dejarnos dominar por lo
exterior sino mantenernos unidos a Dios en la intimidad del ser, para ver,
juzgar y obrar todas las cosas desde Él. El verdadero silencio nace primero de
escuchar aquellas cosas que nos dispersan, para saber por dónde andamos
tironeados, porque en el silencio y en la oración te encontrás con esa “Tierra
sagrada” que sos vos, lugar de la teofanía (manifestación, revelación) del Dios
que hace Historia en tu historia.
El silencio y el recogimiento son sencillamente
indispensables para crecer en la vida espiritual, para llevar una vida de
oración seria, para comprender la Voluntad de Dios para tu vida. Y callamos,
rezamos, nos disponemos y buscamos porque estamos convencidos que Él está vivo
y da sentido a todo. Porque, como dice el Papa Francisco, “Todo lo que Él toca
se vuelve joven, se hace nuevo, se llena de vida” (CV 1), y para volvernos
jóvenes o mejor niños al modo de Jesús nos debemos dejar maravillar por este
Dios que hace todo nuevo, que siempre es nuevo, pero que para descubrirlo hay
que tener un oído y una mirada nueva.
Seguramente traigas muchas cosas sobre tus espaldas, muchas
palabras, muchos ruidos, mucho aturdimiento. Seguramente necesites frenar,
callar, rezar, volver a encontrarte con la Fuente de la que habla el Salmo:
“Como busca la Sierva corrientes de agua así te busca mi alma a Ti mi Dios,
tiene sed de Dios, del Dios Vivo” (Sal 41). Hacete silencio para que Él se haga
Palabra, que como en María se encarna en tu vida.
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