jueves, 10 de octubre de 2019

Callar para escuchar


No puede haber palabra sino hay silencio. Callar no es quedarse mudos. Callar es sobreabundancia, embriaguez, sacrificio de la palabra. “Hay un tiempo para callar y un tiempo para hablar” (Ecle 3,7). En nuestras jornadas hay determinadas horas dedicadas a la palabra, también durante el día tienen que existir determinados periodos de silencio al escuchar la Palabra, silencio que nace de la Palabra. La Palabra no llega a los hombres y mujeres ruidosos, sino a los que saben callar.

Callar para escuchar, en medio de una sociedad que nos propone la dispersión ¡Qué bueno es callar para sentir a Dios adentro! Eso es ser humildes, como María. Ella es escuela de silencio y oración.

Nos callamos por la mañana temprano porque Dios debe tener la primera palabra y nos callamos antes de acostarnos porque la última palabra le pertenece a Dios. Nos callamos por amor a su Palabra. Es necesario aprender a callar en una época en la que predomina el hablar y el ruido, cuanta falta hacen en el mundo verdaderos contemplativos, verdaderos oyentes del Misterio.

El silencio del cristiano es un silencio orientado a escuchar, es un silencio vinculado a la Palabra. En el silencio está ubicado un maravilloso poder de clarificación, de purificación, de concentración sobre cosas esenciales.

Silencio al andar, silencio de los ojos, de los oídos, de la voz. Silencio de todo ser exterior para disponer el alma a tratar con Dios. No tengamos miedos de hacer silencio, de escuchar y de estar
solos y solas con Dios. Si vos dispones las cosas, Dios va a hacer su obra en tu corazón.

San Juan de la Cruz dice: “Una Palabra habló el Padre, que fue su Hijo; y esta habla siempre en eterno silencio; y en silencio ha de ser oída del alma”. Jesús nos dice que “Dios ve en lo secreto” (Cf. Mt 6,6). Dios obra en silencio. Dios se comunica al alma en la soledad y en el silencio de la vida interior.

San Pedro dice “quien quiera ver días dichoso frene su lengua del mal y sus labios del engaño”(Cf 1 pe 3,10). San Agustín dice: “El hombre prudente modera sus acciones. El más prudente, sus pensamientos; el prudentísimo sus palabras”.

El recogimiento interior es no dejarnos dominar por lo exterior sino mantenernos unidos a Dios en la intimidad del ser, para ver, juzgar y obrar todas las cosas desde Él. El verdadero silencio nace primero de escuchar aquellas cosas que nos dispersan, para saber por dónde andamos tironeados, porque en el silencio y en la oración te encontrás con esa “Tierra sagrada” que sos vos, lugar de la teofanía (manifestación, revelación) del Dios que hace Historia en tu historia.

El silencio y el recogimiento son sencillamente indispensables para crecer en la vida espiritual, para llevar una vida de oración seria, para comprender la Voluntad de Dios para tu vida. Y callamos, rezamos, nos disponemos y buscamos porque estamos convencidos que Él está vivo y da sentido a todo. Porque, como dice el Papa Francisco, “Todo lo que Él toca se vuelve joven, se hace nuevo, se llena de vida” (CV 1), y para volvernos jóvenes o mejor niños al modo de Jesús nos debemos dejar maravillar por este Dios que hace todo nuevo, que siempre es nuevo, pero que para descubrirlo hay que tener un oído y una mirada nueva.

Seguramente traigas muchas cosas sobre tus espaldas, muchas palabras, muchos ruidos, mucho aturdimiento. Seguramente necesites frenar, callar, rezar, volver a encontrarte con la Fuente de la que habla el Salmo: “Como busca la Sierva corrientes de agua así te busca mi alma a Ti mi Dios, tiene sed de Dios, del Dios Vivo” (Sal 41). Hacete silencio para que Él se haga Palabra, que como en María se encarna en tu vida.

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